Dirección: Jacquelyn Mills
104 minutos
2022
Disponible en Filmin
A principios de los años ochenta del siglo XX un pequeño grupo ecologista llamó la atención sobre el deterioro medioambiental que sufría Isla Sable, una franja de arena de unos 36 km de longitud y 1,2 km de ancho situada frente al puerto de Halifax en Nueva Escocia, Canadá. La aparición de su líder, Zoe Lucas, en el programa de televisión de Jacques Cousteau en 1981, dio relevancia mediática a esta reivindicación. “Geografías de la soledad” se acerca, cuarenta años después, a la figura de esta naturalista y activista medioambiental cuya vida ha estado dedicada a la protección y al cuidado del frágil ecosistema de la isla. Rodado en 16 mm con medios mínimos, este documental recoge principalmente la belleza de un paisaje extremo y la personalidad -a su manera, también extrema- de alguien que se ha entregado por completo a la causa de la vigilancia medioambiental durante cuatro décadas.
Isla Sable, por su situación geográfica, es un importante testigo del estado del océano Atlántico norte. A sus costas llegan todo tipo de residuos de forma constante. Buena parte de estos han sido y son recogidos, lavados, localizados geográficamente y clasificados por su composición y lugar de procedencia por Zoe Lucas. La investigadora (autodidacta) muestra en el documental sus rutinas diarias, en las que se incluyen todas las acciones anteriores. La repetición de estas es el elemento clave de esta película. Si en el mundo del arte y la cultura la repetición se asocia a la atrofia, al estancamiento o a la muerte del acto creativo, en el mundo de la investigación científica la repetición es el cimiento de la propia actividad. Documentar tal repetición genera aquí un efecto paradójico: nada parece estar más vivo y tener más sentido simultáneamente que la acción reiterada de la protagonista, su tarea de documentar el día a día del ecosistema que estudia y protege.
El punto de partida podría sugerir que estamos ante algo parecido a uno de los muchos documentales de naturaleza que se emiten con frecuencia en las televisiones generalistas (algunos de ellos realmente magníficos en muchos aspectos). Sin embargo, el planteamiento de Jacquelyn Mills se sitúa en un lugar opuesto a estos, muy lejos de la espectacularización y la hiperdramatización de los acontecimientos que ocurren en las geografías donde se ruedan. En paralelo al seguimiento de la protagonista se retratan la propia isla y el ecosistema. Es la suya una visión tremendamente respetuosa, entendiendo el respeto como una forma de acción que se despliega en dos planos: el ético y el estético. El ético se refiere al grado de interferencia con aquello sobre lo que se está rodando. El estético tiene que ver tanto con las decisiones de rodaje como de montaje. Ambos planos forman un todo coherente que nos recuerda la tesis central de “Cartas sobre la educación estética del hombre”, el libro de Friedrich Schiller en el cual la libertad y la belleza emergían como síntesis y resultado de la no contradicción entre las facultades racionales y sensibles de los seres humanos. Aparecen como rasgos destacados la toma de distancia concienzuda con respecto a lo filmado, la no-intrusión intencionada tanto en la vida de la isla como en la de la protagonista, la mirada contemplativa basada en planos largos, el cuidado en las composiciones o los momentos en los que los objetos encontrados son puestos en contacto directo con el negativo de la película. Este último punto introduce momentos de gran belleza plástica. Cierto tono paradójico que parece permear gran parte de la película se hace especialmente presente aquí: los restos tratados visualmente de esta manera componen imágenes que dialogan estéticamente con los cielos estrellados, el paisaje o la fauna de la isla. Lo peor de la actividad humana es reciclado a través del gesto artístico tras el cribado previo llevado a cabo desde la perspectiva científica de la investigadora.
El formato analógico en 16 mm dota de la calidez granulada característica de este a unas imágenes que trasladan con eficacia la crudeza del entorno. Los múltiples planos de las olas rompiendo, de la escasa vegetación existente azotada por los vientos y de las aves marítimas danzando sobre las corrientes de aire nos acercan a un lugar aparentemente no alcanzado por los largos brazos de la “civilización” y el “progreso”. Una especie de naturaleza primordial sin mácula. No un paraíso ni lo que se entiende vulgarmente por un “lugar idílico”, pero sí un territorio al que la locura productivista-extractivista de los seres humanos parecería no haber arribado. Sin embargo, rápidamente somos conscientes de la imposibilidad de algo así. El trabajo de Zoe Lucas, el muestrario de residuos recogidos y de objetos imposibles de recoger, nos muestra de forma particular la magnitud de la acción humana sobre nuestro ecosistema global. Isla Sable aparece aquí como inesperado vertedero de plásticos arrastrados por las corrientes marinas. Los inventarios de cuatro décadas, extraordinariamente concienzudos y detallados, dan cuenta de un hecho conocido por todos: el volumen de residuos arrojados a los océanos por la especie humana no ceja de aumentar año tras año. La contaminación del ecosistema va a más de forma sostenida, documentándose también un fenómeno del que tenemos noticia desde hace pocos años: la existencia omnipresente de los microplásticos y su carácter disruptivo en las cadenas tróficas.
El retrato de lo natural aparentemente prístino que oculta una degradación imparable se entrecruza con la descripción de la vida de la protagonista. Percibimos una relación profunda entre ambas. La tarea descomunal de la investigadora, su vida completa dedicada a tamaña empresa, suscita una mezcla de admiración y extrañamiento. El halo de misterio y fascinación que despierta la isla —que no es otro que el de la naturaleza en sí misma— tiene su correspondencia en todo lo que rodea la vida de Zoe Lucas. Hacia el final del metraje, suponemos que tras varias semanas de convivencia intensa, la directora se permite hacerle una pregunta sobre este tema. La respuesta de su interlocutora: “me pregunto si estos años aquí apartada de todo han merecido la pena”, la humaniza y dota de una capa de complejidad inesperada: su identidad centrada en el trabajo que lleva a cabo no está a salvo de dudas e interrogantes sobre el valor de la tarea realizada.
Destaquemos, dentro de una obra sobresaliente en su totalidad, dos momentos que parecen condensar el discurso fílmico. En el primero asistimos a cierta distancia al parto de una foca en la playa. Tras tener lugar y haberse marchado madre y cría, la cámara se acerca al lugar para permitirnos contemplar las marcas de sangre que ha dejado el nacimiento en la arena. Extendidos con las aletas, contemplamos unos semicírculos rojizos que, sin querer, parecen emular pinceladas humanas. Pronto el viento se las lleva borrando toda huella del suceso. En el segundo, uno de los muchos caballos que habitan la isla es filmado contemplando una extraña estructura de tubos que han acabado en la playa. La mirada del animal, indescifrable ante la cosa que aparece allí delante, resuena con nuestra propia mirada. El objeto, obra de los seres humanos, retorcido y deteriorado, desplazado del lugar en el que cumplía algún tipo de función, parece extrañamente conectado con las huellas de sangre de la foca en su imitación de una obra de arte involuntaria. La basura que genera la especie humana, degradada y alterada, síntoma de una idea de civilización extraviada en la cual la naturaleza es un simple repositorio de materiales a extraer, acaba a veces emulando sin querer la más alta cualidad de la especie humana: la facultad creadora canalizada a través de la forma artística. La naturaleza, siguiendo un camino diferente, también deja rastros que nos hacen evocar el hecho creador.
Los muchos hallazgos visuales, compositivos y atmosféricos de la película no se reducen a su apartado visual o a su primorosa labor de montaje, sino que se extienden a la dimensión sonora de esta. Las grabaciones de los sonidos de la isla, realizadas con extraordinaria pericia técnica, salpican de forma continuada el metraje. Su presencia es responsable de la sensación de inmersión que se obtiene durante el visionado. De alguna manera, el paisaje “habla” y hasta “canta” continuamente. El romper de las olas, los graznidos de las aves, el ulular del viento o los quejidos de la hierba azotada por este componen una sinfonía sin autor ejecutada por un coro heterogéneo. Los largos planos de los cielos nocturnos plagados de estrellas tienen en este flujo espontáneo su perfecta banda sonora, conformando lo que quizás sean los momentos más emocionantes de una película que emociona casi sin querer.
Eloy García
No he visto la película pero la veré después de leer tu crítica, .muy interesante.
Excelente análisis, Eloy.
Merece la pena ver esta película y ha merecido la pena leer la crítica de Eloy.