Piedra y pétalo

Yaiza Mirabella

​Había sido demasiado fácil, en otros tiempos. La caja de cigarrillos llena y un mechero ágil dando vueltas por la mesa, con sus cuatro lados y sus cuatro perspectivas. Era estiloso mirar la hoja con la rodilla doblada, el codo sobre ella y el cigarro en la mano, figura de un papagayo nocturno, lector que susurraba a mi oído. De repente, ¡el ataque! Hoy me parece una bobería ese impulso arremetedor. Yo misma dejaba el cigarro cantando sus últimos ecos en ese hilillo de luz que giraba y giraba. Era el coro de mi tragedia. Pero eran otros tiempos, ya no está la cosa para esas intensidades. Algo de la nocturnidad y del gris ceniza perdió su encanto. Será porque Ester se marchó… hasta el encanto es cuestión de contraste. O serán estos cigarros de liar, que ya ni posan ni iluminan… el silencio se ha apoderado de mi cuerpo.

Ayer me encontré con Marco por la calle. Tampoco él es el mismo. Andaba disimulando el carro con el que hacía procesión a la iglesia, a que le den comida y ese baño de piedad y prejuicio. Yo ya me cansé de la leche caducada, esos malditos grumos dando vueltas en mi café cada mañana. Seguro que alguna pitonisa es capaz de leer mi futuro en ellos, pero no creo que me diga nada que no sepa. Aunque reconozco que todavía a veces se apodera de mí la responsabilidad de que algo habrá que inventar y hago un escrutinio de todo lo que tengo y todo lo que soy en busca de una fórmula para aparecer en otra parte, como si la vida fuera como aquel programa, el de “Lluvia de estrellas”, y, a fuerza de combinaciones cuasi matemáticas propias de un paranoico, pudiera surgir esa puerta por la que uno sale al aplauso, a la luz, al brillo. Está claro que aquellas estrellas eran imitaciones y que mis fórmulas no dan sino con papeles mediocres. Nada de alquimia. Debería abandonarme, simplemente, y así al menos estaría ahorrándome esa energía.

Marco me contó que Ester andaba viajando. Había conseguido no sé qué de un blog: la promocionan por escribir las bobalicadas que dice sentir con toda esa gente maravillosa que encuentra en su camino de búsqueda y blablabla. Siempre tuvo esa capacidad de darle un barniz a su vida de superficies y que todo pareciera increíblemente perfecto cuando, y eso lo sabía yo, no era sino un vacío bien reluciente. Lo triste es que Marco se lo había creído y andaba cargando con el peso de no haber conseguido nada. Ese peso contrastaba con su carro vacío. No hay nada más incómodo que arrastrar con un carro vacío, incoherencia del andar. Repiqueteaba a sus espaldas, como cojo y exaltado, como un niño llorando, cuando, tras masticar para mí cuatro palabras, siguió su camino –como si lo tuviera. Si me quedara algo de inspiración, a él se la daría: que consiguiera cruzar el umbral y convertirse, al menos, en uno de esos personajes de segunda. Se ve que también yo le daría limosna… parece que ha decidido su destino.

Yo todavía no he renunciado, aunque, si te soy sincera, no sabría decirte a qué. Como te digo, hace tiempo que mi papagayo echó a volar y ya no tengo gran cosa que decir. Tampoco le echo de menos: hoy me parece que todo aquello era una tontería. Y no tengo ganas de sumergirme en las fosas marianas de la existencia en busca de no sé qué verdad de lo profundo. Dios no existe y sansacabó. Con no tener que beberme el café con grumos para mí ya es suficiente.

*

Todo esto es como cuando éramos adolescentes: aquella inercia, dejarse llevar por eso de que todavía no puede hacerse nada. Y esperar, siempre esperar: a que llegue el momento, la persona, la ocasión, en el metro, en una llamada telefónica, en el insomnio; esperar sin saber qué se está esperando. Yo no necesito saberlo, o más bien me entreno cada día para no necesitarlo. Veo a la señora rubia esperando ante la máquina en el bar del chino y se me hace un nudo en la garganta, con su pelo desbaratado y la hipnosis sangrándole los ojos y la vida.

Prefiero no esperar nada ya, antes de que unas cerezas que impiden una línea me acuchillen el alma. Pero hay que andarse con mucho cuidado, el lobo se parece tanto a la sombra… puede haber pasado conmigo toda la tarde, la noche y los días, sin que le vea las orejas por grandes que las tenga.

Lo malo de todo esto es que acabas creyéndote el único. Y por eso da como vergüenza y culpa, y es un destino y todo lo demás. Llega un punto que la vida se va plegando en sus detalles y vas al súper con los tres euros para el bote de garbanzos, los pimientos y la botella de vino bien contadidos en monedas de a cinco. El otro día me tocó el típico de siempre. Ardía de impaciencia en la cola, con su lasaña precocinada y su redbull; me miraba con la clara opinión de que mi dinero valía menos y cuando, después de que yo contara las monedas, la cajera empezó de nuevo, le hizo efecto la taurina y empezó a echar humo por la nariz. A mí ya no me da vergüenza ni me da nada. Estoy cansada de la pantomima, he decidido dejar de ser su actriz. Total, que me quedé colgada en la escena de la caja de enfrente: la cajera tenía su desgana habitual y, en el arrastrar de las palabras, daba algo de toba a una señora mayor. Sin llegar a anciana, ya lucía, como decirte… perdida, en esa soledad televisiva tan de su generación. Charlaban, de nada, claro está –diciéndose de todos modos, mientras la cajera iba fichando: el paquete de donuts, la botella de lejía, el aceite de girasol y pan. Pero no, el pan no lo marcó. Y me quedé trabada, como aquella vez que me pasé meses con lo de que Jesús llevaba el reloj en la mano izquierda sin ser zurdo. He vuelto a fijarme varias veces y sí, las empleadas, con sus condiciones laborales de mierda, regalan pan a pensionistas con condiciones de vejez hasta peores. Me niego a escribirte que son sueldos y pensiones indignas: la izquierda se equivoca cuando quita dignidad a la miseria. Lo que es indigno es que crean que acabaremos comiendo piedras por seguirles el juego. A mí, nada me parece más digno que decir que no así, calladamente, como quien no quiere la cosa, un jueves a las once y un miércoles a las tres. Yo sigo pagando mi pan con lo que saco del bote de monedas de a dos y me sabe mejor que nunca. No quiero ponerme ahora con la política, eso también quedó atrás para mí, lo que quiero decirte es que aunque toque fondo también aquí hay corrientes, movimientos, todo eso que buscábamos como gatos pardos cuando aún teníamos esperanzas.

No le digas a Patricia que te escribo, no le digas que escribo en absoluto: no aguanto sus sermones. Ella no quiere entender que, desde que se fueron y todo esto cambió, la ciudad está hueca para mí. Quiere que vaya a todas partes y a ninguna a un mismo tiempo y que lo intente todo y qué sé yo… es agotador. Estando como está ella, no puede ver que la energía se me disipa. No sabe que a los eventos no se asiste con el mismo humor si una tiene los pies fríos y agoniza de repetición. ¿Y cómo le explico?

Me siento mustia y ya está.

*

Estaba un poco abrumada de horas de pantalla y me levanté para salir al balcón, algo que no suelo hacer por el ruido de locomotora sobredimensionada que hay en mi calle. Justo cuando abrí la puerta, una bandada de cotorras pasó ante mí, en perfecta formación triangular, ágil como el corte de una espada en una película de cuento. Fue un flechazo, casi pude sentir su entusiasmo: ave libre de ciudad. Cuentan que las primeras se escaparon del zoo y hoy hay ya una pincelada verde en la bandada gris de cada plaza; es casi la historia de Adán y Eva abandonando el paraíso y pariendo este mundo nuestro.

La vecina de abajo ha vuelto a cantar los domingos; sus coplas, ya sabes. No sé qué le pasaría que estuvo meses muda y yo perdí todavía más, si cabe, la noción del tiempo. Ahora vuelvo a ubicarme en este ritmo de todos, no sé muy bien para qué, al menos una vez en semana. Imagino que ella limpia su casa (¿lo haría en el silencio?), así que, cuando la oigo cantar de  desamores y de traiciones, con esa voz fuerte y desastrosa, me digo a mí misma que yo también soy ella, como en lo de los hashtag, y limpio el polvo de una estantería, más que sea. Si tuviera la valentía de asomarme al patio interior y decirle los buenos días, o de aprenderme las coplas y cantar dos pisos más arriba, la escena sería propia de Almodóvar y podría sentirme la Penélope Cruz de mi historia. Pero no. Yo diría que canta para que nadie la oiga, que canta para ella misma y no caben más tramas.

Los presos también se agarran a eso: cómo fue un día de sus vidas. Creo que ese es el cascarón de nuez por el que conseguimos salir a flote. No dejo de pensar en el contraste entre aquellas dos madres, aquellos dos niños, en la cárcel de mujeres. ¿Te acuerdas que te conté lo del niño ensimismado, como su madre viendo la televisión, pero que él no podía definitivamente estar viéndola? Cuál será su mundo. Esa madre tan puesta en que lo era, “mi hijo” y todas esas cosas. Y el otro niño, jugueteando por los pasillos como lo hicimos nosotros por las calles, una madre sonriente, dándole todo lo que ella era, procurando crecer tanto como él… entregada, día a día, al día. Aunque fuera presa, no se había rendido a ser una madre presa. Siento que todavía no la he admirado lo suficiente. Hace años ya. Estaban a punto de llevarse al niño porque cumplía tres años, y ella seguiría dentro. Se pondría a estudiar para cuando saliera.

¿Qué nos sostiene, Ettore?

¿Cuál es tu tesoro? ¿Qué se esconde del día y a la vez le da todo su sentido, cada uno de tus días? Te imagino con la radio en la cocina, el punto perfecto de tu suéter naranja, asomarte apenas un segundo a la ventana que da al estanque y desayunar una bocanada de aire frío. A mí me sostiene escribirte a ti, imaginarte del otro lado del papel. Cantarte la endecha de los pétalos que van palideciendo. ¡Oh, rosa! –hubiera podido alabar… pero te digo, no están los tiempos ya para esas intensidades. Vale más, para ti y para mí, describir la geometría de la caída, del deslizamiento, la danzante  recipitación en la que se nos da la vida.

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