El vino, el whisky y la cultura

Xavier Castro

Los escritores del 98 eran primordialmente bebedores de vino. Pío Baroja amaba el vino tinto sobre todas las cosas… del beber. En cambio, los amigos del grupo de la Residencia de Estudiantes -wagnerianos casi todos, por influjo de Buñuel – y varios de los integrantes de la Generación del 27, tenían gustos más proteicos en consonancia con una época -los años veinte y treinta- en que se difunden de forma global los cabarets, las ansias de evasión y las bebidas destiladas de moda, como el whisky, la ginebra y sus combinados, amén de los cócteles misceláneos bautizados con fórmulas de sofisticada imaginación.

Pero España seguía siendo la bodega del mundo y ellos perseveraban en el cultivo de las raíces de esa religión manteniendo firme su fidelidad al culto ortodoxo, aunque incurrieran de vez en cuando en desviaciones heterodoxas. Un ejemplo de ello lo tenemos en Luis Buñuel, hereje también, como veremos, a su manera, que manifestaba: “Yo pongo en lo más alto el vino, especialmente el tinto”. En su época de la Residencia, acudía de cuando en cuando en alegre compañía a comer a La Bombilla, donde seguramente tomarían vino tinto, puesto que era lo más habitual. También se apuntaba a las escapadas a Toledo con sus amigos, donde recorrían las tabernas y las ventas, y en ocasiones incurrían en ebriedades monumentales, merced a imponderables libaciones con vino barato de Yepes. Después recuperaban fuerzas en la Posada de la Sangre. Según Pepín Bello, en aquellas juergas Buñuel descubrió que contra la resaca y la fatiga resultaba un buen remedio limpiarse los zapatos. De este modo, para despejarse animaba a sus compañeros para que le acompañasen en su búsqueda de un limpiabotas que les lustrara el calzado.

Pablo Neruda pertenecía también a la cofradía del divino fervor por el vino, como puso de manifiesto en su poesía. En los cafés y en las tertulias que se celebraban tanto en su casa como en la de Rafael Alberti, o en la muy acogedora residencia del cónsul Morla Lynch, se bebía vino tinto de Valdepeñas, además de anís de Chinchón, entre otras cosas. En efecto, no se olvidaban tampoco del ponche, compuesto de cinco ingredientes variables, en cuyo inventario intervienen el licor (generalmente coñac, ron o aguardiente), la fruta, amén de azúcar y canela. Pocos se refrenaban en sus escarceos con esta mixtura polivalente y ecléctica por virtud de la cual -valga esta especie de oxímoron- buena parte de aquellos escritores pillaban borracheras de campeonato. El trago de whisky les inspiraba notablemente también a varios de ellos, como revela Alberti.

Neruda, como gran gozador epicúreo que era, lo tomaba en cuanto se presentaba la ocasión, como sucedía a menudo en la tertulia a la que asistía en la casa de Morla Lynch, en la que también solían participar Maruja Mallo y Gabriela Mistral Su afición venía de muy atrás, puesto que ya anteriormente en Ceilán, uno de los placeres de Neruda consistía en regalarse con un buen trago, como confesaba que había hecho, por vía de ejemplo, en una ocasión: después de nadar en el mar se sirvió en su verandah dos o tres whiskis con soda” . Su espíritu hedonista, de bebedor acrisolado, contrastaba con la austeridad de Ortega y Gasset. Neruda recelaba mucho del gran pensador, aunque acabó contemporizando con él y publicando en su revista. En una carta enviada a Morla Lynch, fechada el 8 de noviembre de 1930, Neruda, se lamentaba de las dificultades que estaba encontrando para editar un libro suyo en España. Conjeturaba que la culpa era de Ortega, contra quien lanza una acida filípica atribuyéndole sus contrariedades al respecto: “Supongo que en el rechazo de mi trabajo habrá contado el antisudamericanismo de Ortega y Gasset, ese vampiro escolástico”.

La afición del poeta chileno por la bebida destilada era ampliamente compartida en el mundillo de los artistas y la sociedad literaria de su época. En particular, por Pepín Bello y Buñuel, quienes por las noches “nos poníamos bien de whisky”. Y cuando querían darse un lujo se gastaban los dineros tomando un whisky en el Palace, o se iban al Rectors Club a escuchar jazz. A muchos de ellos esta música moderna les encantaba, como también el dry martini. Esta era una de las bebidas favoritas de Luis Buñuel, junto con la ginebra. En sus memorias daba una recomendación: “En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar ginebra inglesa”. Y, en París, donde la vida le resultó milagrosamente barata por la insólita revalorización artificial que había experimentado la peseta como divisa, por motivaciones más patrióticas que de economía real, se pudo permitir algunos lujos en restaurantes y cafés. Una gran parte de la actividad surrealista en la que participó Buñuel se desarrolló en el café Cyrano, situado de la place Blanche. Pero a él le gustaba también el Select, de los Campos Elíseos y fue invitado a la inauguración de la legendaria Coupole, de Montparnasse. Allí, por cierto, se dieron cita Man Ray y Aragón para preparar el estreno de Un chien andalou. De cafés como estos salieron muchas de las ideas que llevó a sus películas.

La afición al whisky fue cada vez mayor, por el halo de prestigio social de que estaba nimbado y también porque sus partidarios sostenían que era una bebida digestiva, amén de refinada con más tino que el aguardiente, por ejemplo. En Galicia tuvo también una escudería de prosélitos entusiasta, cuyo buque insignia tal vez haya sido Luís Mariño, un intelectual seductor y divertido, del que se decía que era el mejor traductor de Johnnie Walker al gallego.

El problema de las bebidas caras, como el whisky y otros licores, era la codicia: resultaba un gran negocio para los establecimientos que lo servían recurrir a la adulteración. Entre los aficionados al trago en los años cincuenta estuvo de moda la mencionada marca. En su círculo de adeptos circulaba la especie, a modo de advertencia, de que convenía agitar la botella antes de desenroscar el tapón, puesto eran muy corrientes las falsificaciones. Refiere Juan Benet, en Otoño en Madrid hacia 1950, que los recipientes eran abiertos por la parte de abajo con un diamante, para no violar el precinto, y rellenados con un licor de garrafa que al ser agitado no producía la alegre espuma del auténtico escocés.

Un hecho real en muchas ocasiones, quizá con visos de leyenda urbana, en especial en lo concerniente al recurso del diamante. Había al respecto bastante controversia. Pero el caso es que de este asunto se hablaba sin parar en las tertulias de los cafés. Entre medias, no faltaba alguno que al tiempo que agitaba con furia los hielos en su vaso, previo al trago, dirigía enconadas miradas hacia el encargado de la barra, mientras en la jukebox Juliette Greco cantaba denuestos sartrianos. ¡Y qué bien perfila esta clase de escenas de nuestro imaginario social Manolo Vázquez Montalbán en su Crónica sentimental de España!