El camarero y el limpiabotas

Xavier Castro

El camarero Antonio admira la psicología pedestre, pero astuta, de antañona estirpe picaresca, del limpiabotas que ejerce en su establecimiento. Lo contempla mientras permanece sentado sobre la caja de madera en que guarda los enseres de su oficio. Esta expectante. Advierte que no le quita ojo a un cliente que le parece que se aburre. Una víctima propicia. El calzado de don Fulano no está sucio, ésa es la verdad; pero su dueño se aburre, y a los aburridos se les maneja fácilmente. Se va a por él.

—¿Paso un paño?

La mirada con que busca los zapatos de su presunto cliente completa la frase. El interrogado vacila. En otra ocasión, recién llegado al café, hubiese rechazado el servicio; pero, entonces, puede que no. Considera que no tiene nada urgente que hacer, que aquella pequeña ocupación le distraerá, y por fin acepta.

Como Antonio ha comprobado infinidad de veces, lo que esa mañana le aconteció a don Fulano les sucede a millares de personas que en los cafés compran periódicos y décimos de la lotería sin ganas, y se lustran el calzado sin necesidad, porque nadie deja de otorgar lo que se le ha pedido “a tiempo». La sutileza del limpiabotas para detectar el momento propicio, es quizá su cualidad más útil en su oficio.

Los ojos de Antonio han visto mucha miseria. Antes esto le encogía el ánimo, pero ya no. Cuando llevaba poco tiempo en el oficio, conoció en el café de Fornos a un limpiabotas corcovado que en sus ratos de ocio gateaba por debajo de las mesas recogiendo colillas para luego venderlas. Era muy avispado, adoraba el vino, conocía al “todo Madrid” trasnochador, y no bien llegaba al café algún literato o algún aristócrata, le saludaba nombrándole y corría a abrirle la puerta. Zamacois le contó que aquel descendiente de El Buscón, que prefería a una propina el honor de un apretón de manos, tenía desplantes de artista. Cifraba su mayor orgullo en que don Joaquín Dicenta, una noche, le había invitado a cenar. El hecho no puede sorprender a quienes conocieron el buen humor pícaro del insigne dramaturgo. Un día, el incisivo periodista fue testigo de la siguiente escena: Dicenta tomaba café con unos amigos cuando advirtió el disimulado ademán con que el jorobado se guardaba en un bolsillo la colilla de un puro. En nombre de la higiene, le reprochó su acción y le conminó a decirle qué pensaba hacer con aquel desperdicio.

—Venderlo, don Joaquín —replicó el truhan—, que a estas cosas y a otras mucho peores obliga el hambre.

Oído esto, el autor de Juan José, entregó al doliente un billete de cinco duros.

—Para que cenes —le dijo.

Como bien saben tanto Antonio como sus congéneres, los limpiabotas conocen tan bien como ellos mismos los compromisos amorosos, especialmente los non sanctos, de sus parroquianos —de los que algunas veces son cómplices—. Nada tendría de particular que advirtieran todo esto más cabalmente tal vez que los camareros, pues sacan provecho de su cercanía corporal, desde la posición de rendida sumisión a los pies del cliente, para suscitar un provechoso flujo de confidencias. Atando cabos se enteran también de cuáles son sus tribulaciones económicas. En casos de apuro, unos y otros prestan algún dinero a los parroquianos más conocidos —que no siempre recobran—, les sirven de correveidiles, cuando no de portadores discretos de mensajes y pignoran como suyo lo que aquéllos se avergüenzan de empeñar a su nombre. Es natural que, al cabo, no pocas veces se hagan acreedores de su benevolente amistad. Se saben apreciados. Y un poco temidos, también, puesto que con razón los clientes barruntan que en su lengua se halla depositada su buena fama.

De pie en el local, el caletre de Antonio se ilumina al contemplar, en el bruñido espejo que tiene frente a él, el súbito reflejo de una mano que extrae del bolsillo de la chaqueta un billete de lotería: “Recuerdo que en la época en que rendí servicio en el café Regina trabé amistad con otro limpiabotas también jorobado, nacido en Asturias. Se llamaba Alfredo y tenía unas manos robustas y unos ojos claros y buenos, de «hombre de mar». El aplicado trabajador no se dolía de su oficio, que consideraba indispensable. Solía repetir:

—Toda persona que lleve la camisa y los zapatos limpios, parecerá bien vestida.

El asturiano sabía cómo promocionarse. Ganaba diariamente de ocho a diez pesetas —si llueve «afanaba» menos— y con ellas y lo que le reditúan los billetes de Lotería iba sacando su vida adelante. No le iba mal. No es de extrañar que cuando González-Ruano, que era buen cliente suyo, le preguntó:

—Y usted, Antonio, ¿se considera un hombre feliz? —hiciera suya la respuesta que le había oído a otro asiduo del local, Fernando Fernán-Gómez, un buen actor de genio muy vivo:

—¿Feliz yo, pero usted por quien me toma?

La catástrofe de su espinazo le convirtió en un hombre pequeño, y cuando trabajaba su cabeza desaparecía totalmente debajo de las mesas, por lo que las personas a quienes atendía se olvidaban de él, lo que le permitía enterarse de muchos secretos. Esa era su arma. El arrastrado aprovechaba la superstición de los aficionados a la Lotería, y cuando podía explotaba la “buena sombra” que el vulgo atribuye a los corcovetas. Me contó que una tarde llegó un matrimonio. El esposo le compró un décimo y le mandó limpiarle el calzado. Momentos después, en plena faena, le escuchó a ella decirle al oído: “Pásale el billete por la chepa”. Inmediatamente, levantó la cabeza como un rayo. “Eso, señora, vale un duro”. El marido repuso: «No, importa.» Y le dio el duro.

También me viene a las mientes que una vez Alfredo, con gesto recatado me mostró unas joyas que un tipo vergonzante le había dado a empeñar. Y me decía:

—Dentro de la humildad de este oficio, muchas, muchísimas veces, un limpiabotas es un confidente. 

Se sentía así un poco importante.