Carlos Oroza en el Café Gijón

Xavier Castro

​Francisco Umbral alude, en La noche que llegué al Café Gijón, al “catálogo de tertulias de lo más dispar y variopintas que se reunían en el Gijón”. El propio Umbral fue uno de los escritores que frecuentaron con mayor asiduidad las tertulias de dicho café, que representaron para él una suerte de academia socrática o de universidad.

Subraya la importancia que el legendario establecimiento tuvo para los poetas, escritores y actores nóveles que, sentados en las mesas del salón, soñaban con triunfar, sin hacer mucho caso al vacío de sus tripas, pues eran vitalistas, una especie que no perdía fácilmente la ilusión.

Umbral repara asimismo admirativamente en el enjambre de bohemios que pululaban por el Gijón en los años sesenta, dando sablazos a diestro y siniestro y pidiendo préstamos al cerillero Alfonso, siendo muy conscientes de que sería muy difícil que pudieran devolvérselos. Aunque, en el plano personal, él se inclinaba más bien hacia el dandismo, tenía, no obstante, una buena opinión sobre la bohemia, apartándose de la tradición hipercrítica y derogatoria que encabeza Pío Baroja.

Consideraba Umbral que Carlos Torroba quizá fuese el bohemio más genuino, pero en pie de igualdad con el vivariense Carlos Oroza. Otro miembro de su cofradía fue Antonio Hernández, el más afectuoso de entre los bohemios, quien elevaba plegarias al Dios Baco para que no les desasistiese a él y a sus amigos, los cuales saboreaban a veces la miel, pero con mayor frecuencia el acíbar que la vida brindaba a los fieles de paladar atribulado. Gustaban del vino tanto para festejar las horas de albricias como para olvidar los sinsabores provocados por el desamparo y la frecuente adversidad. Oroza y sus amigos de aquel Gijón que se encendía con luces de bohemia, hacían suya la máxima de Ramón Gómez de la Serna: «Hay que pagar lo que se pueda, para dejar a deber lo que no se pueda”.

Los bohemios, como Oroza, detestaban las convenciones, el filisteísmo de la vida familiar y desde luego se negaban a rendir tributo al trabajo. Los amigos eran lo más importante: “Los bohemios del Café Gijón -señalaba Umbral- se ganaban la vida a cambio de la amistad. Se alimentaban de los cafés con leche que les invitaban los establecidos, quienes sorprendidos por el arte, desparpajo, desenvolvimiento e ingenio que hacían gala los bohemios, aflojaban el bolsillo, lo hacían con gusto ya que a cambio se aseguraban la diversión”. Subsistían, pues, merced al sablazo ocasional y la ayuda económica de sus amigos y admiradores -los que, como Oroza, los tenían-, y soportando estoicamente la penuria aplicando la receta de la austeridad. La delgadez de sus cuerpos era el espejo de su sobriedad ineludible.

La singladura del café Gijón dio comienzo para Carlos Oroza en su etapa juvenil, cuando se decidió a marchar a Madrid, en donde comenzó a trabajar en una pensión, un universo por el que también pasó su amigo Francisco Umbral. Decía éste que Carlos Oroza era «el poeta maldito», maldito porque era de izquierdas… y quería dar la vuelta a la tortilla política, pero no había plaza de cocinero para ningún poeta de izquierdas. Oroza no parece haberlo vivido como un problema, puesto que el leit motiv que presidió su existencia fue que el “ocio es el estado perfecto para los grandes acontecimientos”.

En cualquier caso, en la década de los sesenta, Oroza paseó su alegre bohemia por el café, donde “cambiaba sonrisas por cafés con leche, las sonrisas las ponía él. Oroza sembraba semillas de trigo en las fronteras del desprecio”, por eso decía: «Dejar que crezca el trigo en las fronteras”.

Su amigo Umbral -como se aprecia en La noche que llegué al Café Gijón- rendía pleitesía admirativa al creador gallego, lo que no obstaba para que el poeta desconfiara de él. Comentaba a sus amigos:

“Paco está obsesionado con el éxito. Al final, no escribe para él, sino para el éxito. Es como si se me regalase el Banco de España. No sería mío, yo pertenecería al Banco de España”.

En los años sesenta se hizo famoso en el ambiente literario-poético mediante la realización de múltiples recitales, muy originales y sorprendentes, que llevó a cabo por las ciudades españolas. Muchos se percataron de que esta especie de performances poéticas se encuadraban, tanto en lo que se refiere a la forma como al contenido, en el marco de referencia característico de la Generación Beat. Resulta revelador que en algunas de las numerosas entrevistas que le hacen por aquel entonces lo califican como el Allen Ginsberg español. Oroza recitaba sus propios poemas, que conforman una obra muy potente -varias veces reescrita, como solía hacer Juan Ramón Jiménez- pero no muy abundante en títulos de libros. En sus versos libres, de neta impronta beat, predomina el ritmo y quizá cierta forma de musicalidad. Era ante todo una obra poética pensada para ser escuchada, intencionadamente decantada hacia la oralidad y la recitación. Opinaba socráticamente que los libros no pasaban de ser «cementerios de signos».

Aunque renegaba de cualquier forma de militancia, su ideología, o quizá más bien, su actitud libertaria -de cariz esencialmente individualista stirneriana, distante del anarcosindicalismo- y su posicionamiento antifranquista le granjearon problemas en la década de los setenta. Pero Oroza no se arredró: era todo un carácter.