Xavier Castro
El vino albariño ha protagonizado una historia, de éxito, desde luego, desde hace varias décadas. Se estima en nuestros días que existen importantes diferencias ampelográficas entre la casta de “Albariño” y la “Riesling” del Rin, y ya no es posible aceptar la ascendencia germánica para los viñedos de “Albariño” que se cultivan en el Salnés. Tiene esta cuestión genealógica un trasfondo que se relaciona con el prestigio identitario de la cepa y del vino resultante.
Suele aceptarse con precipitación acrítica que el linaje germánico aporta al albariño del Salnés mayor lustre y distinción. Más quizás lo relevante no sea tanto la problemática determinación de su origen geográfico como el hecho de haber conocido una existencia muy antigua, en su calidad vidueño añejo, fraternalmente bendecido por sagradas manos de frailes. Importa más -o debería importar, sobre todo- su feliz aclimatación en el terroir del país que nutrió esta vieja planta; la peculiar manera en que la casta “Albariño” fue evolucionando hasta conformar su particular hechura. Fue la conjunción astral de tales factores lo que le infundió su “genio” peculiar, su específico “carácter”. La singular carta de naturaleza que logró adquirir nuestra cepa albariña. Ha sido también muy relevante el devocional trabajo de los cosecheros, la gente labradora que en la contumaz sucesión de las generaciones ha ido transmitiendo una sabia tradición experiencial de cultivo. Bodegueros que han sabido elaborar con pasión y con técnica -a partir de la decisiva innovación que supuso el control de la fermentación maloláctica, en los años sesenta- valiéndose de sus preciadas uvas, unos caldos muy particulares, exquisitos y apetecidos. Por lo demás, el prestigio de la historia, y la contribución de la experiencia y de la técnica, siendo decisivos, no lo son todo. La viña es un cultivo, pero es también un modo de cultura, una forma de arte. Los frutos de los viñedos, transformados por la alquimia de los afanes humanos, poseen calidades organolépticas, pero revisten también irisaciones estimativas y simbólico-culturales. La imaginación y la creatividad importan mucho en este dominio de la enofilia.
Cunqueiro otorgó crédito a la genealogía renana de la cepa albariña, esto es así. Ocurre, sin embargo, que en materia de vides y de vinos la creatividad y la imaginación pueden más que la realidad prosaica que precisamente el ensalmo del vino se obstina en conjurar. La literatura está para eso -sostiene Manuel Rivas-, para pararle los pies a la pedestre realidad, tantas veces inclemente. Crea de hecho una nueva forma de verdad -que tantos sesgos suele presentar-, afincada en la leyenda, tan oculta y secreta como los misterios de Eleusis; recrea la materia prima de la apariencia tangible, del mismo modo que la taumaturgia de Dionisio transforma los racimos exprimidos en néctar codiciado por los dioses del Olimpo, que han requerido el oficio de copero para que con su experto servicio se lo escanciaran con noble arte. Es completamente perdonable el error de Cunqueiro, puesto que es este un ámbito en el que más que lo vero, importa lo ben trovato. Tengo por cierto que la creación literaria amplía y enriquece la percepción humana de las cosas con su invitación al sedentario placer del viaje, del mismo modo que el espíritu del vino altera la conciencia al insuflar en su cuerpo un hálito que contiene un cariz mistérico.
La teoría de la genealogía teutona de las mejores viñas del Salnés cuenta así con la pátina de una leyenda, que es una específica forma de verdad, que resulta auténtica no en referencia a los hechos empíricos, sino tal vez en tanto que expresión de las aspiraciones y los anhelos. En el caso del Albariño, la leyenda tudesca y cluniacense, bien puede reflejar el ardiente deseo de engrandecer y ennoblecer un vino, impulso que latía verazmente en la decida cohorte promotora de este empeño. Puede que se haya convertido en la metáfora con la que se revistió una pulsión creadora, de la misma manera que la leyenda de San Ero de Armenteira patentiza el afán de eternidad efectivamente sentido por los frailes del monasterio saliniense. Hay, de cierto, un río secreto de verdad en las aparentes ficciones, un poso de autenticidad en lo que el hombre -con más razón, si es literato- inventa.
La viña y su fruto no pueden ser solo genealogía e historia, como tampoco simple y mera decantación de la técnica enológica, que pueden hacer del vino un aséptico producto algorítmico, sobrado de perfección, pero carente de magia y encanto. Las viñas precisan de cultivo esmerado y los vinos de cuidada elaboración, pero también resultan enaltecidos por la imaginación del escritor, el amor del que lo bebe, la cálida convivencia de quien lo comparte y la creatividad cultural que propicia. Por virtud de este sabio arte de estimar los vinos y sus matriciales vides es posible trasponer la trivial y pálida realidad para remontarse al ámbito de la levedad, de lo extraordinario y lo insólito. Y es en este reino donde la existencia del albariño posee prerrogativas de monarca y cobra toda su razón de ser y su “sentido”, saturado de la poética razón querida por María Zambrano. Y así fue como se convirtió en un vino que sabe tan bien, deleita y “significa” tanto. Porque además de química refinada es portador de un orden cultural y simbólico, posee títulos que le permiten comparecer en el orbe y presentarse dondequiera, como heraldo de un país provisto de personal idiosincrasia, ducho en la recreación de una antigua cultura y que fue capaz de gestar leyendas tan hermosas como las de Cluny y San Ero.