La isla de las almendras

Pedro Plasencia

A  Fernando Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Álvaro de Mendaña, Pedro  Sarmiento, Juan Serrano, Pedro de Ortega, Andrés de Urdaneta y tantos  otros navegantes de los mares del Sur.

Hacía días que todo nos daba el fin del mundo. La región de los mares por la que transitábamos no figuraba en las cartas de navegación, el astrolabio se había vuelto inservible, no alcanzábamos a divisar estrellas en el cielo, y, según el piloto mayor, nos hallábamos fuera de toda coordenada geográfica conocida, tal vez al borde mismo del abismo del que unos navegantes portugueses nos habían advertido en una taberna de Lima poco antes de embarcar, una fosa de profundidad insondable que, como un gigantesco embudo, se había tragado ya media docena de barcos. No dimos crédito a lo que nos decían nuestros comensales, e incluso nos burlamos de ellos, pues aquella noche, entre jarro y jarro de vino, nos contaron también que en su último viaje habían desembarcado en una parte del estrecho que comunica la Mar Océano con la Mar del Sur, la que llaman Tierra de los Patagones, donde los insectos eran grandes como pájaros, los pájaros como carneros y las ovejas como vacas. Finalmente, en su incursión tierra adentro, dijeron que divisaron a lo lejos un hombre, tan alto, que lo confundieron con una torre; solo que se movía. Y en este punto los aguerridos lobos de mar corrieron despavoridos hasta la playa, subieron a las naves y zarparon a toda vela. En fin, ya se sabe que los portugueses son dados a exagerar, y no debemos creer todas sus fantasías.

Pero, en efecto, todo indicaba que nos hallábamos en las puertas del finis terrae, o de aquella fosa abismal que se tragaba los barcos, porque la siniestra extensión del mar, que nos estaba devorando, a lo que más se asemejaba era al zaguán del infierno, si es que este antro estuviera hecho de agua y no de brasas. Aunque las olas no eran tan violentas como las que habíamos tenido que sufrir meses atrás en aguas del Golfo de Panamá, y apenas de vez en cuando barrían la cubierta, la fuerza irresistible de la corriente nos arrastraba a su antojo sin que nada pudiéramos hacer por evitarlo, al tiempo que una lluvia sin fin, un aguacero comparable en nuestra imaginación a aquel con el que Dios castigó a los contemporáneos de Noé, nos sumergía desde hacía más de un mes en una oscuridad que apenas permitía distinguir la noche del día.

Para colmo de nuestras desgracias, era tanta el agua caída del cielo como la que se colaba por las vías que los moluscos habían perforado en las maderas sumergidas de la nave; y aunque taponábamos los agujeros con nuestras camisas, que andábamos ya medio desnudos, no dábamos a basto para achicar el agua que inundaba la bodega.

Habíamos olvidado cómo era la luz del sol e incluso la de la llama, ya que nos habíamos bebido el aceite de las lámparas para ocultar el repugnante sabor de los bizcochos de pan mohoso plagado de gusanos, único alimento que nos quedaba en la despensa; y las escasas velas que aún no se habían consumido, se nos apagaban como sopladas por el mismísimo diablo. Solo los aterradores relámpagos iluminaban a ráfagas nuestros rostros demacrados por el hambre, las bocas desdentadas, las encías sangrantes por el escorbuto, los ojos hundidos en sus cuencas y enrojecidos por la malaria.

De modo que un día, “ese día”, entendimos bien a las claras que todo esfuerzo por cambiar nuestro destino era inútil. Nos confesamos con el padre franciscano que iba de capellán en la nao, y, resignados en Cristo, dispusimos nuestros espíritus para el momento, sin duda cercano, en el que las tenebrosas profundidades acabaran al fin por engullirnos.

Pero siguieron transcurriendo los días y las noches, y no acabábamos de llegar al finis terrae. Parecía que la nao se desplazara en círculos, como una noria, siempre alrededor del mismo punto. Y así debió de ser en efecto, porque cuando, al cabo de una semana a contar desde el día en el que nos confesamos, cesó la lluvia, y los pocos que quedábamos con vida vimos asomar en el anchuroso cielo un sol radiante que cegó nuestros ojos hechos ya a la oscuridad, llegada la noche el piloto mayor pudo determinar por la posición de los astros en la bóveda celeste nuestra propia posición sobre el mar. Y, como si los cuarenta días pasados no hubiesen sido más que un sueño, esta resultó ser 9 grados de latitud norte y 123 de longitud este: exactamente la misma que teníamos al poco de tomar la derrota sudoeste rumbo a los confines del mar de la Especiería, donde, más allá de la línea equinoccial, esperábamos hallar la Tierra de Ofir con el templo y las minas de oro del rey Salomón. Esto es, cuando llegó el diluvio y la corriente comenzó a engullirnos.

Otro día avistamos una pequeña isla a la que logramos arribar sin apenas esfuerzo, y al poner pie en seco comprobamos que nuestra suerte era dispar, pues no se veía en toda la tierra rastro alguno de ñame silvestre, cocoteros u otros árboles frutales; pero, por otro lado, cosa prodigiosa, la arena de la playa en la que desembarcamos se hallaba casi por completo cubierta de almendras. Aquello parecía cosa del diablo. ¿Cómo, no habiendo un solo almendro en la isla, podían contarse por miles las almendras dispersas por la ribera del mar? Obviamos conjeturar una respuesta lógica al enigma, y nos pasamos la tarde entera partiendo y masticando malamente los amargos frutos, del mejor modo que nuestras desdentadas y doloridas encías nos lo permitían después de machacar entre dos piedras las almendras ya peladas. Y luego, una hora antes del crepúsculo, nos adentramos cosa de media legua en el interior, para pasar la noche al cubierto de una espesura, en la que por la mañana habíamos localizado un manantial de agua dulce.

Durante toda la noche oímos pasar grandes bandadas de pájaros, y cuando al día siguiente a media mañana volvimos a la playa en la que habíamos anclado el bergantín, encontramos de nuevo la vasta extensión de arena cubierta de almendras verdes, cuando la noche anterior solo habíamos dejado las cáscaras de las que nos comimos. Un demonio juguetón las había esparcido sin duda, si es que no se trataba de un milagro de Nuestro Señor, que quería salvarnos de morir de hambre después de todo lo que habíamos padecido mediando su consentimiento.