Balada de invierno

Pedro Plasencia

El invierno es tiempo de engorde. No es cuestión de los animales de bellota que ramonean felices en la montanera, ni de los capones puestos a cebo para el festín de Navidad o de Año Nuevo, sino de los kilos que muchos humanos acumulamos en la estación fría. Demasiadas horas en el sofá, guisos contundentes, escaso ejercicio físico…

Aquel invierno no fue diferente a tantos otros. Me hallaba por entonces en esa edad en la que las más de las conversaciones giran en torno a la dentadura o a dejar de fumar; y luego de una mala noche por culpa de la tos y de la premiosa digestión de la cena, me levanté con el propósito, firmemente arraigado en las horas de insomnio, de renunciar a algo: tal vez el vino, el tabaco, el café, la sal, el azúcar, los bollos, la carne roja…, pues abstenerse de todas las cosas buenas al mismo tiempo me resultaba una idea aterradora.

El cielo de Madrid apareció despejado, como es lo habitual en esa estación, y, luego de sorber un delicioso té rojo que me preparó Margarita, me dije que bien podía comenzar el día dando un largo paseo, en lugar de arrellanarme en el sillón a escuchar una cantata de Bach como venía haciendo en las últimas semanas. Así pues, embutido en gorra de lana y pellica de piel tomé calle Alcalá abajo en dirección al Retiro. Apenas había caminado un par de minutos cuando, de forma sorpresiva, fuertes ráfagas de viento racheado trajeron una lluvia harto desapacible, de modo que me pareció que lo más prudente era resguardarme en la cafetería más cercana. Nunca antes había entrado en aquel establecimiento, ni tan siquiera había reparado en él, pero lo encontré limpio y acogedor, aunque un poco rancio con su exagerada decoración kitsch.

Me hallaba ya mojando un delicioso croissant en el café con leche, olvidado por completo de la dieta que me impuse a primera hora de la mañana, cuando reparé en el extraño sujeto que se sentaba en una mesa frente a la mía a escasos metros de distancia. Vestía de forma bizarra, aunque elegante, una capa española de terciopelo negro; y a pesar de que nos hallábamos a cubierto en un local caldeado, envolvía su cuello con una bufanda roja y llevaba puesto un sombrero de ala ancha tan negro como la capa.

Negro era también el pulgoso perro de lanas que daba vueltas sin cesar alrededor de la mesa del extraño, sobre la que posaba un vaso largo medio lleno de una bebida verde; ¿pipermín?, ¿absenta? No sabría decir. El hombre me miraba sonriente, casi con descaro, como si me conociera de toda la vida; creo que en un momento hasta me guiñó un ojo. Me incomodó tanta familiaridad en un perfecto desconocido, aunque en algo, no sé en qué, me recordaba a mi padrino, un rico ganadero de Extremadura muy amigo de mi padre que, sin falta, todas las Navidades nos regalaba un jamón de Montánchez. Pero el parecido se limitaba a que, salvo en los días más calurosos del verano, mi padrino siempre vestía una capa de paño de Béjar similar a la del caballero cuyo rostro, no obstante, me seguía resultando conocido.

Por fin caí: yo había visto esa figura en una ilustración. Estaba casi seguro de que se trataba de una litografía de mi vieja edición de la Divina Comedia ilustrada por William Blake.

En su extravagante actividad, y para mi fastidio, el perro mal encarado se iba aproximando cada vez más a mi mesa en caprichosas espirales. ¿Qué pintaba un chucho pulgoso dentro de una cafetería decente? Ni su dueño era ciego como para necesitar un perro lazarillo, ni aquel establecimiento parecía un lugar en el que se permitiera la entrada de mascotas. Me dio por pensar que en su curvo recorrido el can tendía algo así como lazos mágicos, como si, cual araña tejedora, diseñara un círculo dentro del cual envolvernos a su dueño y a mí, tal vez con la aviesa intención de encerrarnos juntos a fin de exponerme al influjo de una poderosa fuerza maléfica.

Los clientes del local no parecían percatarse de la peregrina actividad del chucho, yo diría que ni tan siquiera eran conscientes de la presencia del extraño o de mi persona. No nos miraban, o no nos veían. En una de sus vueltas el perro consumó su diseño envolvente, y en ese instante tuve la sensación de que había sido trasportado a una dimensión no terrenal. El can se hinchó como un globo y al poco entró en incandescencia hasta consumirse como una mariposa en las llamas, o más bien como una bola de algodón impregnada de alcohol. Y entonces, en cuanto me tuvo completamente aislado frente a él, el sujeto me miró de nuevo, esta vez con perturbadora intensidad, y con voz alta y maneras delicadas me habló en los siguientes términos:

—Amigo; aprecio en el iris de sus ojos que el colesterol y los triglicéridos están acabando con su salud; y me apena, pues parece usted un hombre inteligente y discreto, lo que viene a ser lo mismo.

—¿Es acaso usted médico?” —le repliqué.

—Soy más que médico; ultra médico, diría. Con solo una fugaz mirada puedo leer lo que de cualquier mortal está escrito en las Tablas de Harmonía: el pasado con todos los detalles desde el día de su nacimiento y la hora en que la Parca vendrá a buscarlo; que en su caso será irremediablemente esta tarde a la hora de la siesta, exactamente a las 16,46 horas del reloj.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, porque algo había en aquel hombre, o lo que fuera, que hacía verosímiles sus pronósticos.

—No se alarme, señor —continuó diciéndome— porque todo tiene remedio; incluso la muerte. El azar, un poco con mi colaboración, ha querido que cuando usted se disponía a dar su paseo un repentino aguacero le haya impelido a entrar en este café, el cual no se encuentra propiamente en la calle Goya, como usted cree. Aquí antes un río de aguas pestilentes, nunca visitado por los pájaros ni por las flores, alimentaba una laguna hedionda, y un álamo negro señalaba el acceso a una de las múltiples puertas de mi mansión, la puerta de Occidente para ser exactos, la que algunos sitúan por error en el Monasterio del Escorial, otros en Cascais, en lo que llaman Boca do inferno, y otros en Sirte, en la costa de Libia.

—¿Entonces, usted…?

—Sí, soy el de los siete nombres. Pero vamos a tutearnos; puedes llamarme Mefistófeles, o más familiarmente, Mefisto. ¿Que por qué estamos aquí los dos, dentro del círculo mágico trazado por mi perro? Verás; busco aliados y hace meses que me he fijado en ti. Ya sé que no son buenos tiempos; hay mucho descreimiento. Desde luego, la Edad Media y el Romanticismo fueron períodos más propicios para mí, aunque también para Dios; pero aún se puede pescar algo. Mientras tomabas tu desayuno he visto como mirabas de soslayo a la joven camarera, Margarita, creo que se llama. Su cuerpo es tentador, verdaderamente irresistible. Yo puedo hacerte gozar de ella y de todos los placeres de la vida, puedo devolverte la flor de la juventud en toda su plenitud con la sola condición de que me entregues tu alma. Es la vieja historia que sin duda conoces.

—Caballero; usted se confunde —le contesté—. Yo no soy un espíritu romántico. Deprisa se va bien, pero despacito también. Asumo el error y no me dejo consumir por el hastío. Tampoco he alcanzado la sabiduría en los libros, como usted puede creer. ¡Pobre de mí! Es infinitamente más extenso lo que ignoro que lo que conozco. Ahora que he encontrado el placer de la renuncia —porque en verdad también se puede ser feliz en la renuncia— ¿voy a echarlo todo por tierra? Aunque bien pensado, ¿realmente renunciamos a algo? No llamamos igualmente renuncia a la pérdida de aquello que se nos arrebata en contra de nuestra voluntad, y en mayor medida cuando se llega a esta edad que es albergue de todas las enfermedades y antesala de la muerte. ¡Qué maravillosa simplicidad la del espíritu humano! ¡Qué fáciles resultan el autoengaño y la conmiseración! ¡Qué gran poder el de la contrición de corazón! Ahora por fin, Mefisto, aunque en un mar de dudas, tengo algunas certezas.

—Eso son inventos de Dios, mentiras, mala cosa. En cualquier caso, no todos los placeres que te ofrezco tienen que ser necesariamente hijos del vicio y de la perversión. Por ejemplo, uno puede desear el retorno a la juventud para enmendar infamias cometidas. No es que me satisfagan esas inclinaciones piadosas, pero lo importante es el trato. El pasado no existe. ¿Y tú te niegas el futuro? Cada día del universo mundo trae una luz diferente, y no hay dos vinos o dos mujeres que te proporcionen idéntico placer. Te ofrezco lo más bello, lo más grande. Piénsatelo bien.

—Sí, Mefisto, como Fausto, soy un anciano con algunas lecturas, que sin embargo ignora el misterio de la vida; pero he tenido mujer e hijos, y desde luego he disfrutado de los placeres de este mundo antes de resignarme a una estoica renuncia. Tú no ofreces mucho más. Fausto se arrepintió, y el holandés errante acabó aborreciendo la vida. No digo que no vaya a aceptar tu pacto, pero vamos a dejarlo así: me bajas el colesterol y me devuelves a los cincuenta. No deseo volver a ser joven. El sol de la senectud calienta lo mismo que el de la niñez.

—Sea. Como te digo, lo importante es el pacto. Ahora, bebe un sorbo de este verde brebaje, y con ese simple gesto nuestro contrato estará sellado.

Han pasado más de cincuenta años desde mi encuentro con Mefistófeles. Yo sigo teniendo el mismo aspecto que me dejó aquel día, el de un varón maduro en la cincuentena, fuerte y sano. No me atacan los virus, ni desde entonces he conocido la enfermedad. Como y bebo lo que quiero, que nada me sienta mal, pero todos mis amigos murieron hace décadas y Margarita, la última en dejarme, falleció va ya para un cuarto de siglo luego de diez años de padecer en el angustioso silencio de las plantas esa terrible enfermedad que llaman Alzheimer. El espíritu se evaporó de su cuerpo dejando la carne sin sentido.

La verdad es que ya no entiendo nada de este mundo en el que me toca vivir. Los bancos se ríen de mí, para cualquier gestión burocrática la Administración me exige que me descargue una app en el teléfono móvil, que apenas sé cómo funciona, cerró el Cine Salamanca, el Alcalá Palace, el Universal, el Benlliure… Ya no queda ninguno en el barrio, como tampoco salas de baile, ni se dan combates de boxeo en el Palacio de los Deportes. Y, lo que es peor, cerró la Cruz Blanca de Goya, donde en tiempos felices solía tomarme unas cañas con Tip o con el Fary.

El Barrio de Salamanca ya no merece la pena, y supongo que ningún otro de Madrid. Digo “ningún otro” porque ya no viajo por Madrid si no es por fuerza mayor. ¿Para qué? La sociedad toda está enferma de odio, de egoísmo y de podredumbre; las guerras se multiplican, los políticos se corrompen como nunca antes se había visto; y ningún placer me tienta, ni tan siquiera el sexo o la comida, pues apenas pruebo bocado porque siempre estoy aburrido e inapetente. Y de lo otro, de lo del sexo, ni hablar. ¡Menudo lío!

En definitiva; no hay un minuto de mi vida en el que deje de lamentarme por no haber muerto aquel lejano día de invierno durante la siesta, exactamente a las 16,46 horas del reloj, como estaba escrito en las Tablas de Harmonía. Que Margarita me encontrara yerto en el sillón, fulminado por un infarto de miocardio. Sí; deseo intensamente morir, pero no ignoro que los pactos como el que yo subscribí cuando tomé un sorbo de aquella asquerosa absenta, son irreversibles. Condenado me encuentro, pues, a arrastrar por los siglos de los siglos un triste deambular en un mundo que ya no es el mío.