Ámpelo el maletilla

Pedro Plasencia

Como todo el mundo sabe, o debería saber, la ampelografía es la rama de la botánica que estudia la descripción de las variedades de la vid y los modos de cultivarlas. ¿De dónde viene el nombre?  ¿Cuál es la etimología del término?

Leemos en los clásicos que Dioniso, antes de iniciarse en el arte de seducir doncellas, amó a Ámpelo, efebo frigio de espléndida melena, vástago feliz de un sátiro y de una ninfa, según Ovidio; o del sol y la luna, según otros autores. La pasión del dios del vino por Ámpelo fue absorbente durante una primavera y un verano, tiempo en el que la pareja disfrutó de la naturaleza y de la desnudez de sus cuerpos en las frondosas silvas y en los arenales de Ísmaro.

Eran las diversiones preferidas de los jóvenes cabalgar sobre fieras salvajes y pelear sobre la fresca hierba o sobre la cálida arena de la playa, friccionando y retorciendo sus cuerpos atléticos. Dioniso, por lo general, se dejaba vencer por Ámpelo, y éste, satisfecha su vanidad, cabalgaba vientre con vientre sobre el dios tan dulcemente derrotado. Tras el combate, de nuevo los placeres de la vida agreste: los banquetes de fruta, los baños en las frescas pozas de los ríos y las carreras a lomos de tigres y de panteras. Tan sólo de un peligroso animal advirtió Dioniso a Ámpelo: “Guárdate mucho de los cuernos del amargo toro”.

Pero, como siempre acaece en los mitos, cada vez que un oráculo o un dios pronuncia una advertencia admonitoria, el mal sobre cuya amenaza se previene acaba irremediablemente por producirse. Sucedió así que una tarde en la que Ámpelo vagaba en soledad por los montes, se dio de bruces con un toro que bebía del agua de un regato a la sombra de unas rocas (“toro montaraz, aún no uncido al yugo” —dice Nono de Panópolis—).

El muchacho recordó la advertencia de Dioniso, e hizo ademán de alejarse; pero la mortífera diosa de la Fatalidad, que por azar transitaba aquel umbroso paraje, se le acercó, y, adoptando la tentadora forma de una hermosa joven, le habló con palabras engañosas a fin de convencerle de que nada tenía que temer. Estas fueron las venenosas palabras que la diosa susurró al oído de Ámpelo:

“Yo te convertiré en conductor… para luego sentarte encima del toro. De este modo, Dioniso, tu señor de naturaleza taurina mucho más te alabará, cuando te vea sentado en las ancas de tu toro”.

Y el vanidoso Ámpelo sorbió el veneno. ¿Cómo el más diestro de los jinetes de Frigia iba a ser menos que la delicada Europa, que cabalgó sobre las espaldas del toro Zeus? La tentación fue más fuerte que la prudencia. El joven se aproximó al animal, lo acarició, y luego de trenzar un lazo y un freno de caña… “tendió una abigarrada piel sobre lo alto de su lomo y montó el espinazo del toro”.

La monta del astado hizo sentir a Ámpelo un placer nunca antes experimentado; y el loco entusiasmo lo llevó a gritarle con atrevimiento a la luna, que en fase de cuarto creciente comenzaba a mostrar sus cuernos bovinos:

“Apártate de mí, cornuda Selene, conductora de bueyes. Pues ahora tengo cuernos y conduzco un toro”.

Y la diosa, que escuchó desde lo alto aquellas groseras palabras, mandó un tábano, el mismo moscón zumbador que en otro tiempo atormentara a la princesa Ío cuando fue novilla, bicho molestísimo que respondía al nombre de Oistros, y le concedió licencia para que se cebara a picotazos en las ancas de la res. El toro, insufriblemente irritado por el aguijón del tábano, dio brincos colina abajo, y en una de sus fuertes sacudidas hizo perder el equilibrio al jinete. Ámpelo cayó por tierra de tan mala manera que se rompió el cuello. La enfurecida bestia corneó entonces a placer el cuerpo desmadejado, lo prendió de un pitón, y lo arrastró un largo trecho hasta dejarlo yerto, ensangrentado sobre el polvo.

Por las circunstancias de su muerte Ámpelo sería el primer maletilla. Como Ámpelo, tentado por el afán de gloria, el imberbe capea se expone a un riesgo excesivo. Como Ámpelo, los maletillas son jóvenes de delgada cintura, casi niños, cuyas vidas siega la guadaña de la parca aún en agraz valiéndose de los cuernos de un morlaco resabiado. Como Ámpelo, la última huella del breve paso del maletilla por el mundo es un charco de su propia sangre, licor derramado sobre la polvorienta arena de un pueblo en el que se es forastero. Como Ámpelo, los maletillas mueren en la calurosa tarde a la hora en la que empieza a asomar la luna.

De este modo encontró Dioniso el cuerpo sin vida de su amigo, sucio y ensangrentado, aunque todavía bello, y lloró su muerte sin consuelo.

“El cadáver que se hallaba tendido sobre el suelo, conservaba aún su gracia. La palidez no había llegado a cubrir su rosada piel”.

El primer impulso del dios, desgarrado por el dolor, fue dar muerte con sus propios cuernos al causante de la desgracia:

“…pronto vengaré tu muerte, mi prematuro muerto; llevaré a la rastra hasta tu tumba el errante toro y allí le daré muerte. Pero no voy a matar a tu homicida con un hacha, pues así tendría él la misma suerte que los toros degollados, que mueren con su cabeza desgarrada. En cambio, sí desgarraré el duro vientre del toro con la punta de mi cuerno, porque él te precipitó en la muerte con la punta de sus largos cuernos”.

El llanto del Dioniso no cesó hasta que las Horas, interpretando en las tablas de Harmonía el calendario cósmico de Helio, con la descripción de todos los acontecimientos acaecidos y por acaecer desde el comienzo hasta el fin del mundo, comprendieron que el designio de Ámpelo era convertirse en una planta hasta entonces desconocida, la vid, de cuyo fruto nacería el néctar que permite a los hombres olvidarse de sus cuitas.

Y así fue, efectivamente: el cuerpo de Ámpelo se hizo cepa, y su sangre se transformó en el rojo zumo de los racimos que, amorosamente estrujados por las manos del dios, le evocaron el rosado color de la piel del efebo muerto:

“Gracias a la dulce bebida tendré a Ámpelo dentro de mi corazón (…) Querido Ámpelo, aún después de la muerte, otorgas bienaventuranza al corazón de Baco, cuando mojo mis miembros con tu bebida”.