Miguel Ángel Mendo
1
Mira, Aparicio, cacho cabrón, ya llevo más de nueve meses viviendo más que tú, ¿te enteras?
Y tan campante que estoy, para que te jodas. Sí, he sufrido un poquito, y un muchito, algunas cosejas de esas de amores y desamores, y de soledades y atiborramientos (que no sé qué es peor), como sabes perfectamente, pero mira, chaval, aquí ando, respirando, diciendo tacos, dando patadas a las piedras, pegando gritos y comiendo langostinos como un rey. A veces.
¿Que no me envidias?
Eso lo veremos, macho. Voy a hacer que me envidies, por mis muertos (o sea, tú, y Chus, entre otros y destacados muertos míos). Porque, desde luego, no me vais a dar envidia vosotros, como pretendías tú ayer, que me andabas puteando y cuchicheando. Te reías, ya lo sé que te reías, pero me es igual. Yo aquí ando vociferando, cocinando un pollo tomatero de esos bioecológicos, un biopollo de granja, y con unos amigos nos lo vamos a zampar esta noche de Nochevieja… ¡Tu cumpleaños! ¡Claro! Por eso me he puesto a coloquiar contigo.
¿Que nunca te gustó el día de tu cumpleaños y te escondías? Pues te jodes.
Bien que lo sé, que una Nochevieja nos pilló en el barco de Génova a Barcelona, en el Canguro, de vuelta de aquel cochambroso y magnífico viaje a Roma, hartos ya de hacer kilómetros en tu Dyane6, y pasaste totalmente de la fiesta discotequera a bordo, y me dejaste colgado toda la noche, sin dedicarme ni una puta palabra, agrio y malhumorado, metido debajo de las mantas desde que nos embarcamos.
Hoy no tienes donde esconderte, para mí al menos, y voy a hablar contigo todo lo que quiera, todo lo que la lengua me dé de sí (de mí, perdón), hasta saciarme, y tú te vas a aguantar porque no puedes defenderte, ni quieres, ni me importa tres narices que quieras escabullirte. Pero ya sé que no. Tú te ríes de todo, ya lo sé, incluso de aquello que tanto miedo te daba, que era cumplir años, o algo así.
Hoy te felicito tu no cumpleaños, Aparicio. Con lo cual me contradigo. Hoy, mejor, te echo en cara tu no cumpleaños, Nochevieja, un puto año más. Y tú que no lo vas a ver.
Nueve meses de muerto. Bien, supongo que ya te habrás adaptado a eso. ¿Qué digo? Supongo que eres el más coñazo de todos los tipos que pululan por ahí, o el más imprescindible en ese mundo de ociosos, que esa es tu salsa, macho. Perdona, tío. Y la mía. Yo que sé. Fuera este rollo.
Nueve meses, digo, y no me enternezcas con tus chantajes de pena, macho. En nueve meses puede que te pongan a currar otra vez aquí abajo, ¿no?
En nueve meses se fabrica un hijo, y un alma, supongo, que lo habite. Todos los controles de calidad se han ido de vacaciones, y te habrán dado el pasaporte para acá, macho, a currarte la página de la generosidad y el amor, sin resentimientos, y ahora a lo mejor estás berreando en Tombuctú o en la Pampa argentina, no, no, que tú estás ya enteradillo de cosas, y te habrán mandado a tomar la teta calentita y bien gorda de una mamá del lujoso occidente.
Ves que estreno cuaderno para este soliloquio-coloquio. No es que te lo merezcas, cacho cabrón, pero me lo merezco yo, que deslizo mi Parker Vacumatic con extrema suavidad (y ruidito del plumín rasgando al aire amarillento, este oxígeno puro —como el de tus tubos malditos, al final— que es el papel). Y claro que me lo merezco, porque… Porque quiero, y puedo.
Maldita sea, que confuso estoy. Solo digo afirmaciones de gallito gilipollas, porque no sé nada. Y porque no quiero que me veas (que te veas) tan liado y tan triste, que me descubras hecho polvo. Por vivir. Hecho polvo por vivir. Y sabes, sabes perfectamente, que tengo que defender la vida, aunque tú, desde luego, no hicieras —casi— el mínimo esfuerzo —o tal vez solo al final, no seamos injustos— por defenderla.
Una lágrima, ya has visto, ha pasado rozando el cuaderno. Te has librado de mi lacrimógeno estilo, que odiamos los dos, y sobre todo tú, y en eso sí que he aprendido algo de ti. “Sufro, me retuerzo, me arrastro por los suelos, y el fango me entra a borbotones…” Cuánto nos hemos reído de aquellas épocas de adolescente (aunque entonces no nos conociéramos) en que los dos (y todo el que tuviera un alma sensible) escribíamos aquellas gilipolleces.
No. No caeré en eso. Ya lo sabes perfectamente.
Y menos el día de tu cumpleaños, cacho cabrón.
2
Sigue siendo tu cumpleaños, pero ahora estoy algo menos cabreado. Estuve pensando un día en el chiste de los dos pelotaris vascos, que tú conoces, en el que uno, después de muerto, baja a darle al amigo dos noticias: la buena es que, en efecto, en el Cielo hay frontón. Y la mala es que él, el vivo, juega el próximo domingo.
La verdad es que me dio miedo pensar que podrías bajar a decirme algo; no por saber que iba ir pronto para allá a jugar —en nuestro caso sería una partida de billar a tres bandas—, sino por el hecho de verte en plan fantasma —siempre lo has sido de todas formas, Aparicio—, por el hecho de hablar con un muerto (porque tú eres un muerto, y no me digas ahora que no). Lo que ocurre es que ese pensamiento y ese miedo fue cuando llevabas poco tiempo en la fosa, yo creo que ahora no tengo ese problema. Es más, si vienes a decirme que tenemos mesa reservada para el próximo domingo, me apuntaría, fíjate. Con un vermucito. Y mesa grande, claro. Nada de billar cutre de barrio cutre. A veinte carambolas.
Aunque llevo tiempo sin darle, te iba dar un repaso de mucho cuidado. Por éstas.
Pero bueno, no bajes. Mejor déjalo para más adelante. Que me tiemble bien el pulso. Pero una buena temblequera de Parkinson. Solo así podrás ganarme, cacho cabrón.
3
“Si nacemos, nacemos para hollar cabezas de reyes”. Esa era una de tus frases preferidas de “Campanadas a medianoche”. (Por cierto, he tenido que buscar en el diccionario eso de hollar, preciosa palabra, y la había escrito bien, joder).
¿Sigues pensando lo mismo? ¿Volverás a nacer para hollar cabezas de reyes, incluida la tuya, rey de reyes mío, Jesusito de mi vida, cacho cabrón?
Sí que tienes razón, lo sé. Tú y Shakespeare pasado por Welles, pero nunca entendí el énfasis con que lo decías, ni tampoco el porqué de los momentos exactos en que lo decías. ¿Es mejor estar contra? ¿Nacemos para estar contra el poder?
Seguramente sí, y con la rotundidad que supone nacer exclusivamente para ello. ¡Casi nada! Pero yo no lo entiendo. No entiendo el énfasis. ¿Era esa especie de violencia estudiantil —de gesto más bien, como la mayoría de nosotros— contra la miseria del poder?
“Fascistas”, decías muchas veces a los que ponían la música alta en los «establecimientos» públicos. No sé. Te pregunto esto porque tu misterio, cacho cabrón, murió contigo.
¿Era el peor insulto que se te ocurría, quizás? Las imposiciones. Ay, cuánto hemos odiado las imposiciones. Tú las tuyas y yo las mías. El problema es que a lo mejor vemos imposiciones en todas partes, cuando solo es que el mundo es, a veces, extranjero, incomprensible y riguroso, ajeno a nuestra incontenible pavor a perder el trazo de nuestra débil huella.
El miedo al vacío nos impulsa a concentrarnos en cada brizna de ego que nos haga, momentáneamente, tener una mínima forma, un mínimo aspecto humano representativo, incluso fiero al final, gimnásticamente heroico, que oculte nuestra angustia de precipicio de no saber ser ante el mundo, porque el dolor de la soledad es —tú ahora te has librado de él— el peor de los rigores de la supervivencia.
Te voy comprendiendo, Aparicio, en la medida en que me voy doliendo de mí y de ti. Y en este maldito cumpleaños que nunca acaba, acabaré brindando por ese vacío que tantos agujeros en la cabeza y tantos ruidos de rugidos asustadores invoca. Por esos ruidos y agujeros que nos vuelven tan rígidos, delicados e imberbes.
La dureza, incluso la tuya, tan acrisolada, acerada, acendrada, tan bogartiana, es, como ya sabes, aunque no hayas venido a decírmelo ninguna noche de estas, cacho cabrón, aunque no hayas aún venido a confesármelo (porque siempre serás un duro hasta el final), la dureza es puta debilidad. El temblor de una hoja de castaño ante el viento del otoño. ¿El viento fascista del otoño, dirías tú?
Yo no lo llamo fascista. Yo me sé débil y tiemblo. Y no sé qué es peor. A lo mejor el semblante altivo y el enemigo identificado (inconfesablemente identificado) es, al menos, decoroso.
¿Oíste aquello de “salir vivo de la vida”? ¿Qué me dices de eso, tipejo, amigo, cabroncete?
¿Estás vivo?
Esta noche, en un gesto de alguien, en un crepitar del fuego de la chimenea, en un ruido al fondo del pasillo, espero oír tu respuesta. Afirmativa, claro.
Esta noche, que cumplirás 47 años, aunque te joda.
4
Has cumplido 47 y yo unos cuantos días más, y la gente en la calle grita borracha celebrando su propia borrachera, y no me has dicho nada acerca de la vida después de la vida, o sí me lo has dicho, Jesús, pero yo no he estado atento, he estado demasiado pendiente de mí mismo y de mis propias miserias, como siempre, y no he sabido percibir los guiños y los mensajes sutiles, ni los tuyos ni los de ningún otro ente mágico, puñetas, mierda. Demasiado enlodado ando, pisando la tierra, hundiéndome hasta medio cuerpo en el barro, y así no hay manera de ver luces de estrellas, ni hálitos ni brillos, destellos o resplandores bonitos que me hablen de la vida con mayúscula. Estoy ahora en la minúscula, perdona. Ni siquiera sé si estoy solo escribiendo para mí y te pongo como excusa, Aparicio. No quiero eso, de veras. No salir de la propia mierda, no lo quiero más.
Pensaba hace un rato que tal vez el suicida se suponga valiente, osado, que tal vez imagine que despertará un cierto halo de admiración entre los deudos que deja. Y pensaba que qué equivocado estaría. Yo nunca he admirado a ningún suicida. ¿Y tú? Esto es falso, perdona. He admirado el último gesto de orgullo del perdedor. Y por lo tanto, desde ahí puedo admirar todos. El gesto que no busca la admiración sino dejar testimonio. Ufff… Palabras..
El ego no nos abandona nunca, maldita sea. Hasta el final busca un subterfugio para protagonizar algo, para fabricarse sus argumentaciones, que tal vez imagina constructivas. Sí, constructivas para su perduración en el chantaje y la extorsión. Para su supervivencia tras la muerte. El suicida es quien más mantiene vivo su ego en el recuerdo de los vivos, en el aire de este planeta.
Te cuento todo esto porque solíamos antes platicar y soltarnos nuestras inquietudes, saber por donde nos andábamos. Cuando éramos más jóvenes. Luego no. Luego vino el escepticismo de los adultos que éramos y que somos. El silencio administrativo. Cada vez más, hasta que aquel día en el restaurante madrileño del cochinillo segoviano (que tú pediste más bien como gesto estético, porque ni comer podías), aquella noche en la que ya por más que llamé a tu puerta contándote mis dolores, como ahora —en abstracto, como tenemos por norma—, por más que te busqué en dentro del pecho y de los ojos no hallé más que una única y sola puerta cerrada. A cal y canto. Siento dolor. Dolor de haber perdido la comprensión. A lo mejor dolor de adolescente estúpido que no quiere aceptar que aquellos tiempos de consuelo mutuo (“pútuo”, dirías tú) ya se habían ido con dios para siempre, y así es como tenía que ser. Ya no sé. Te lo juro, Aparicio, ya no sé.
Sé que me mata el silencio. Y si puedo todavía reprocharte algo —con lo cual afirmo mi miseria ante el infinito— te reprocho aquella cena. Y no me valen tus imaginarias disculpas y tus dolores en el pecho o el infierno que debía de suponer para ti digerir un par de patatas fritas que comiste, o el solo hecho de estar erguido ante mí en aquella mesa. Todo ello, en realidad…, te lo agradezco, qué cojones.
¿Ves mi egocentrismo?
Consiste en quejarme de lo que me hieren los demás, sin tener en cuenta todo lo que me están dando. Y aún esto último, si lo considerase así de bien no dejaría de ser puto egocentrismo, que tú de eso también sabes lo tuyo, Aparicio, hostias. Porque… ¿qué es lo que yo estoy dando o no dando a los demás? ¿Qué dejo yo en el aire de cada habitación en la que entro?
Te reprocho, cabrón, no poder escuchar ahora tu respuesta, no continuar mirándome en tu más humano espejo.
5
A veces entiendo tu renuncia, Aparicio. A veces es tan insufrible el dolor, tan insensato, tan indigno, que, más que nada, más que puro sufrimiento, lo que produce es una inmensa sorpresa, una total perplejidad. ¿Es posible aún este estúpido enfrentamiento? ¿Es real esta voladura de intestinos? ¿Aún hay que lidiar con este furor tan primitivo, tan vulgar, tan rastrero incluso?
Huir. Huir corriendo, a la velocidad de la luz, desaparecer, no estar ahí. Pero, y eso es lo más inhumano, para huir también hay que ser valiente. Lo sabemos. Hay que rajarse por dentro y tomar determinaciones. Hay que ser, contra el dolor hay que afirmar algo.
No te dejan solo estar, estar ahí, confiar en que todo pase sin mover nada, como siempre, como se habían resuelto siempre las cosas cuando el mundo era mundo, o sea en la niñez. En la niñez todo pasaba. Ahora, mierda, el dolor se queda. El amargor no ceja. La garra cada vez aprieta más, la confusión se agranda, se retuerce dentro, y no se va a quedar quieta.
¿Por qué?
¿Por qué aislarse, sentirse herido, perder, darse por vencido, declararse derrotado no es ya la solución?
No hay caballeros ahora. Ni tampoco tú, ni yo lo hemos sido. ¿Tú sí? Tal vez. El caballero herido. El Caballero de la Herida Blanca. El Caballero del Sufrimiento como Espada, del Dolor como Escudo.
¿Se puede retar a un herido? ¿A un manco? ¿A un ser desarmado de antemano? El que le rete es un truhán. Y sin embargo somos caballeros bien erguidos y de aspecto fiero.
¡Atrás! ¡El resplandor de nuestra herida puede derribar gigantes, monstruos y dragones, pero no truhanes, no malandrines del tres al cuarto! Contra ellos, no tenemos más arma que la indignación y el dolor en silencio.
6
Un hombre que ha huido una vez, que ha esquivado el reto en que la vida le ha puesto, siempre quedará marcado por el fracaso.
7
Cuéntame, Aparicio, como tantas noches de hace años, ¿cómo te va? Necesito un interlocutor como tú. Tengo los ceniceros llenos de colillas de hablar a solas conmigo y de escuchar a esos personajes de novela que siempre me hablan en clave, esos personajes tan déspotas que dictan sus recados en susurros, y tengo que gritarles para que me oigan. Tengo los oídos doloridos de tanto aguzarlos, y las sienes aplastadas, joder, de estrujármelas para escuchar sus monólogos distantes.
Y así, ahora te he convertido en papel a ti, y te escribo sobre la piel con esta pluma rasposilla que te hará cosquillas, a ti que nunca te dejaste tocar, y mucho menos hacer cosquillas.
Y al final ya era casi imposible preguntarte eso que he escrito hace un rato en tu piel, ese ¿cómo te va? Había que tener mucho arrojo para preguntarte tal cosa, porque te lo tomabas mal, como si uno fuese el censor, todos los censores que en tu vida han sido, y ante tal atrevimiento tus ojos echaban chispas —atenuadas siempre por la dignidad— de indignación. ¿Cómo es posible tal atrevimiento? Y no te dabas cuenta de que era, como siempre, un “¿cómo te va?” retórico, para un posterior “Pues yo…”
Y así se hacían las migas de por la noche, en esos cómo te va y esos pues yo. Y ahora esas migas me las hago y me las como yo solo. Bien, está bien. A qué viene ahora confesarse, coño, con lo mayores que somos.
Déjame que te haga cosquillas, al menos, Aparicio.
También está bien esto de hacerle cosquillas a un muerto.
Y ahora dime de una puñetera vez: ¿cómo te va, Aparicio?
Te escucho.
De veras que te escucho.
Solo a ti ahora.
8
Lo que más me duele de todo esto es lo que hemos dejado de hacer juntos. Millones de cosas, porque, coño, nos entendíamos medianamente bien, mucho mejor que medianamente bien. Fue un flechazo. Allí en SOAP, fue un flechazo cuatripartito: Paco, Miguel, tú y yo. Los cuatro monitores trabajando juntos. ¡Tu Dyane-6! ¡Oh la la!
Recordaré solo esa especial forma tuya de seducir por la vía del despotismo, que tan buenos resultados te dio siempre (o casi siempre) con las mujeres: apagué un cigarrillo en el cenicero de tu Dyane-6 y tú cogiste la colilla, con una indignación de amo y señor de las circunstancias (¡ay, las circunstancias, ya hablaremos de las circunstancias!), la tiraste por la ventanilla y enunciaste la primera de las 2.000 normas de uso de tu automóvil: “esto es un cenicero, no un colillero ni un cerillero.” Bueno, pues tenías razón. Y sobre todo, establecías unos márgenes de confianza retadores, que es lo que realmente seduce. Bamboleantes los márgenes y tensos. Tensos y en pugna. Como una frontera, tú, hombre de frontera ceutí-salmantina.
Como aquella noche, muchísimos años más tarde, tal vez demasiados, en que supiste, desesperadamente altivo, seducir a una de las personas más seductoras que he conocido, a Maricarmen y sus muñecos, pero sin muñecos. Había ella venido a ver a los Académica Palanca a nuestro feudo, el María Guerrero (Mary Warrior para ti), y nos invitó a todos (a ellos, los académicos y a varios de sus groupies, aunque me esté mal decirlo, o tal vez supporters) a tomar algo en su feudo, el Boccaccio. Pues bien, te pusiste tan cogorza y tan pesado, te volviste tan provocador porque no te hacía el suficiente caso, que supiste sacarle una ternura que a mí me parecía inverosímil en aquella mujer. Pero sí, ahí estaba, dedicándotela a ti. Y te llevaste el gato al agua aunque estuviese un poco tibia ya, Aparicio, y la receta un poquito pasada, y aquello ya no había hembra que se lo metiese entre pecho y espalda, o entre muslo y muslo, para ser más exactos. Pero el corazón sí. El corazón fue tuyo. Lo conquistaste. Gestos, gestos y gestas de un campeador casi en parihuelas pero victorioso siempre. Cacho cabrón.
De verdad que sabes que nos entendíamos más que medianamente bien, y que eso no fue suficiente. Nunca es suficiente la amistad, ya lo sé. Nunca completa nada, y aún menos eternamente. Lo sé por propia experiencia. Y me duele saberlo y acatarlo: la amistad no es suficiente. Nada en absoluto es suficiente. El afán, que tan bien nos describió Landero. El afán no nos deja quietos ni un solo instante. Mira tú dónde te has llevado a ti el afán, Aparicio, a la muerte pelona. O a la otra, quién sabe. A la muerte como santidad, donde el afán se convierte en sonrisa comprensiva ante la ingenuidad, en suspiro profundo, el suspiro de después de una pesadilla cruel… El afán, sí, el maldito y bendito afán, de doble cara como las monedas de ley.
¿Cuál era tu afán, Aparicio? Ese afán tan extenuante, tan recio, tan secreto, que te llevaste contigo agarrado, aferrado a tu bello brazo. O el afán, mejor, te llevó a ti a rastras hasta la tumba, ¿no? ¿O ibais a pachas? Tú, identificado con tu afán hasta el último paseo con la cabeza erguida, pero con el brazo sangrando y la muerte aferrada a él y tironeando discreta pero violenta, dientes apretados, paso entrecortado y rápido, hacia el cadalso de la muerte, tu novia de última hora, tan avariciosa ella, tan posesiva, tan exclusivista que ya solo tenías ojos para ella, y así te dejaste al fin dominar por ella, tú que aprendiste a manejar las distancias a punta de florete desde lo más remoto de tu adolescencia, tú que siempre rechazaste la tarea para otros noble y heroica de matar dragones para ellas, a sus exigencias y a sus expensas, tú que supiste fundamentalmente amarlas desde esa libertad tan extraordinaria y tan indeleble que te convirtió en el último independiente (la película de Gene Hackman, ¿recuerdas?), maldito y solo, solo hasta las más recónditas entretelas. Conducir sus automóviles, ese era el límite social máximo de tus deseos y tus debilidades para con ellas. Pero es que, Aparicio, la mecánica te perdía, ya lo sabemos. Y vas y te dejas liar por esa furcia sacamuelas que no digo que no será hermosa, no, y que no sepa follar, cosa que todos valoramos, y tú como catador especialista sensible y amador de lujo más, no digo que no sepa pedirte lo que a nadie quisiste dar, y conseguirlo por las buenas, con buenas y malas artes, claro, estamos ante una diosa, pero joder, Aparicio, que mira por dónde te lleva, y cómo vas de tieso y seco, y cómo te lleva del brazo, coño, que lo llevas sangrando.
9
Ahora, sin embargo, acaba de ser mi cumpleaños, e hice una fiesta grande, grande, y un año más que tú ya no viniste a felicitarme (no felicitabas a nadie nunca últimamente), ni a beber a mi salud (no bebías a la salud de nadie, Aparicio, últimamente, sino a tu muerte, a tu propia y exclusiva muerte —y un poco a la nuestra, joder, te olvidaste de eso—), ni a charlar con los viejos amigos, ni a requebrar a las viejas amigas, ni a traerme un regalo. El último regalo de cumpleaños que me hiciste fue hace dos años, días después de no venir a mi fiesta en la calle Malasaña —sé que lo sentiste—, y fue una máquina de afeitar de pilas, tú que intentaste enseñarme a utilizar la navaja barbera con poco éxito, tú que me llevaste a varias peluquerías de tu barrio donde nos poníamos en manos de un profesional del asunto y por el espejo nos mirábamos de reojo, regocijados de estar en aquel templo de masculinidad rapándonos al unísono las barbas.
El regalo anterior de cumpleaños fue en una fiesta en Modesto Lafuente, cuando vivía yo con Lidia, y me trajiste —nunca lo olvidaré— una flusslusspumpe, o algo así. “Homo mechanicus” tú, Aparicio, que te maravillabas ante las piezas de ingeniería más bellas —eso decías, extasiado ante un grifo de cobre, de los antiguos, que tenías encima de la repisa de tu chimenea—, me regalaste, claro, como homenaje a una mentalidad —la tuya— obsoleta y positivista y teutónica (no lo niegues en esto), esa bomba de pie para llenar de aire las ruedas de mi 600, con su manómetro incorporado y todo, y que se perdió, como tantas cosas que se perdieron, en el maletero del coche por la desidia de quien ya sabes, y lo vamos a dejar ahí, Aparicio, todo perdido en el reino de los objetos perdidos y no hallados en ningún templo, atiborrando los armarios de esa ciudad fantasmagórica adonde tantas cosas se marcharon.
Pero no tu reloj de bolsillo, el Thermidor, que, parado, porque hay que darle cuerda todos los días, luce aquí sobre mi mesa, en las 12 y 13 minutos a.m. o p.m., él no lo sabe, ni yo. Le cambié la leontina, que la tenías rota, por una tipo serpiente, de acero, cilíndrica y bien bonita.
Este reloj no me lo regalaste. Lo cogí yo después del final, en tu casa. Y lo acepto como regalo de este 48 cumpleaños, Aparicio. Gracias. Mecánica pura, de la de antes de los americanos, n’est-ce pas?
Me encanta. No podías haberme traído nada mejor. Y encima, que ha sido tuyo. Un regalo muy personal. Gracias. Pasa y tómate algo. Por ahí está Fernando, y Patricia, y Miguel, y Carmen… En fin, vamos a divertirnos un rato. De eso se trata, ¿no?
10
Julio 1997
La muerte lo limpia todo, Aparicio. Todo. Afortunadamente tenemos la muerte. Imagínate la de mierda que se acumularía en el mundo si no viniese la segadora a cepillárselo todo, sin importarle una higa si aquello que había sido plantado era hermoso, cochambroso, esencial para uno, inacabado, tembloroso, doloroso, inmenso… Fuera, se acabó. Y además resulta que nada era tan importante como lo habíamos imaginado. Se desvanece sin el sujeto que lo alimentaba o lo mantenía medio podrido. Solo permanece lo que quedó en el aire, lo insustancial, lo inmanipulable, lo que nadie puede poseer ni destruir: los recuerdos y los símbolos. Lo demás es porquería, o al menos materia absolutamente prescindible, como siempre se comprueba. No existe ya lo tuyo, Aparicio, afortunadamente. Te has librado de esa esclavitud. Incluso tu coche estará pudriéndose en cualquier cementerio de chatarra, o se habrá convertido ya en latas de sardinas. Incluso aquel poema tan íntimo y tan sagrado que protegerías de las miradas impúdicas con tu sangre, ha dejado de ser algo cargado de vehemencia, de rigor, incluso de ternura. Quedó del poema el perfume que exhaló de ti al ser escrito, ¿no es cierto, tú que lo sabes ahora? Aquel presente verdadero, no almacenable, contradictorio, impuro, fue tu regalo al mundo, a mí, aunque yo no estuviera presente en ese exacto trance, y nunca lo haya leído.
Todo ha quedado limpio, y puedes irte con las manos vacías o con el corazón repleto de emociones últimas y sustanciosas, tu vida, la vida que fue comprendida, revivida y asumida como la única realidad compuesta de millones de emociones. Ya no hay más papeles ni más deudas ni más gloria ni más dolor. Ni más perdón ni pecado latente, palpitante como una herida abierta. Se fue, a dios gracias, y allá nosotros y los archivadores con nuestros cajones repletos de recuerdos palpables, que también moriremos, y serán llevados a la basura o al chamarilero. Nadie pondrá fin a vuestro diario, Serrat, Aparicio. Nadie. Acabó por sí solo en un punto y coma, o en una palabra a medio escribir, como terminan de tocar las bandas de música de fanfarria, con un chim-pon en cualquier momento, un gesto del director —la muerte así, con la mano, chim-pon.
Libre de papeles, que guardo yo, vuela. Libre de calcetines, zapatos, bufandas, relojes de bolsillo (que guardo yo), vuela. Libre de miedos, amores, desventajas, humillaciones, victorias, vuela. Limpio de polvo y paja, incluso limpio de grano, vuela.
Vuela.
11
18 diciembre 1997
Se acerca de nuevo tú no-cumpleaños, Aparicio, ya ves. Pasa el tiempo volando, sobre todo para mí. Sobre todo para ti, mejor dicho, que ni te enteras. El tiempo, ja, ja, dirás: qué cosa tan anticuada. No, eso no, porque anticuado significa viejo, y viejo es que tiene mucho tiempo.
Intentémoslo de nuevo. El tiempo, ja, ja dirás: ¿qué es eso?
Vale.
Pues el tiempo es esta arena que se escurre entre las manos, sin olor y sin sabor (se lo ponemos nosotros, que nos encanta perfumar las cosas y salpimentarlas, porque así nos parecen más propias.) Pero la arena, quiá, luego vuelve a ser inodora e insípida, cuando se escapa por entre los dedos y se vuelve a caer en la playa sin nombre.
Bueno, me estoy poniendo metafísico, y eso que acabo de comer (no como Rocinante).
Venía aquí a decirte que acabo de borrar de mi agenda electrónica tu nombre y tu dirección. García de Paredes no sé cuántos, ya ni me acuerdo, ni quiero esforzarme en recordarlo. No me ha dolido casi nada. Y eso que me he resistido a hacerlo en otras ocasiones en que has aparecido (Aparicio aparece, o mejor: parece que Aparicio se aparece a veces). Ya lo quitaré, me decía, y pasaba de largo.
Pues ya está. ¿Te ha dolido a ti? Qué estupideces pregunto.
Y si te ha dolido, te jodes. La culpa ha sido tuya. Me has obligado, literalmente, a borrarte de mi agenda.
Nada más quería decirte eso. Como una llamada de teléfono con excusa para hacerla. Eso solíamos hacer. Las chicas no. Las chicas llaman y se dicen: Hola, fulanita, ¿qué tal? Y ya está, ya han pegado la hebra. Nosotros no. Somos mucho más… No sé cómo definirlo: ¿gilipollas vale? Estúpidos. Y tú sobre todo, Aparicio, cacho cabrón. Cualquiera se atrevía a llamarte sin una excusa… Y no al final, si no siempre. Se lo restregabas —indirectamente— por la cara. Todo muy clarito y muy nítido.
Cada vez estoy más convencido de que ese síndrome Bogart que tanto hemos sufrido, y —no es por señalar, pero— sobre todo tú, no es más que el puto miedo a ser maricón. Miedo —y perdona la puntualización profesional— paranoico.
Bueno, pues nada más. Te llamaba para decirte eso de la agenda, que es una buena —terrible, diría yo— excusa. Pero como ya no puedes cabrearte conmigo, pues eso. Ajo y agua.
Nos llamamos.
Con dios.
12
Mira, Aparicio, que aquí sigo, con 49 y medio, y te sigo ganando. Incluso voy a llegar a ser viejo y ya no es el dolor de no tenerte al otro lado del hilo telefónico, al otro lado de la mesa, al otro lado de Chamberí, que me voy acostumbrando a estar solo de ti, cacho cabrón. Ya no es el dolor, casi, porque el tiempo lo humilla todo, ahora es algo parecido a la añoranza, que es lo mismo que el dolor pero pasado por el alambique (¿purificador?) del tiempo, que pasa sin mirar a ninguna parte, él a lo suyo, que es lo nuestro, como un basurero discretísimo que hace su cotidiana tarea y ya ni nos enteramos, ni lo vemos.
Te llamo porque me ha escrito Pilar, que sé que a ti no te escribe cartas, desde Toulouse, y…
No. No sé porqué.
Me apetecía. Pero a lo mejor es que está el contestador automático y no te has querido poner. O que yo he puesto el llamador automático, simplemente.
A lo mejor es que he decidido escribir todos los días, habituarme a ello, machacarme profesionalmente, joder, que ya está bien de vaguear, y te he cogido como ejercicio literario… Tú, ejercicio literario. Eso es.
De pequeño me llamaban “el cínico”, en el cole. Creo que nunca te lo había dicho. Pero tú ya lo sabes, que, a veces cuando estoy rebotado, soy un cínico, y que lo de géminis está a lo mejor equivocado, y soy un escorpión que te pega un picotazo por detrás, a traición, cuando menos te lo esperas.
Fíjate, hoy me metería contigo. También eso es ser amigo, ¿no? Al final va a resultar que esto de la amistad es un cachondeo que vale para cualquier tipo de mierda que nos ocurra tener y soltar o compartir.
Me metería contigo, joder, porque estoy cabreado, y no te voy a decir porqué. Estaría bueno. El reto es lo que ha funcionado siempre en nuestros pagos barriobajeros (los años cincuenta son barriobajeros por definición en todo este puto solar (¿patrio?)), y no la confesión. Eso se lo dejamos a los guiris californianos, que hacen “hidroterapias de grupo”, ya sabes, y a los alemanes, que se empeñan en justificarlo todo, porque, además, no tienen cura al que soltarle la plasta semanal o mensual.
Aquí nos cabreamos con nuestro mejor amigo-cómplice, y no quieras saber porqué.
Y es que no me llamas nunca, tío. Últimamente cuidas menos las amistades que Chema, que no llama ni llamó jamás, porque le da vergüenza y además es medio vasco de corazón y espera que le llamen o se pudre, también el cacho-cabrón, y eso que está vivo.
Bueno, pues eso, que lo sepas. Te he dejado en el contestador automático, con mi llamador automático, un par de exabruptos sinsentido, que son toda esta mierda.
Espero que te rebotes un poco, aunque sea.
¡Joder, Aparicio, dime algo!
Coño, que estoy solo hoy, y más triste que un caballo. Cuéntame de qué va eso de la muerte, al menos, que me estás dando una envidia que te cagas, y no sueltas prenda.
¿Lo recomiendas? ¿Quién hay por allí? ¿Hay buen rollo? ¿Estás ex-ta-sia-do, o qué?
Mira, Aparicio, me duele un huevo una angina, la derecha, y me estás haciendo fumar como un carretero.
Vete a tomar por culo.
Febrero, 99
Junio 2019
Han pasado veinte años. Veinte años y medio más desde que escribí lo último que escribí en este cuaderno, hablando monológicamente contigo, Aparicio. Como ves, sigo con la vieja y querida pluma de mi padre, rasgando el aire, penetrando impúdicamente en el espacio mental de mi intemporal cariño hacia tu memoria. O sea, coño, reencontrándome contigo.
Anoche saqué este cuaderno de la librería y me quedé leyéndolo. En realidad más que encontrármelo por casualidad, lo encontré porque lo buscaba.
Ahora soy viejo. Infinitamente más viejo que tú, que te moriste muy joven, aunque tú no lo creyeras entonces. ¿Qué quieres que te diga acerca de esto de ser viejo? ¿De eso que, quizá, un suponer, tanto le temías tú? Pues no sé, la verdad.
Es cierto que te has librado en todos estos años que llevas muerto de un montón de miserias, de sandeces, de mediocridades realmente vergonzantes. Sí, muy cierto. ¿Merece la pena? No sé. A veces pienso que mi falta de rebeldía tiene que ver con mi maldito y probo sentido de la responsabilidad que no sé de dónde sale ni a dónde tendría que llevarme. Es como si tuviera que cumplir con una palabra dada, con una promesa de resistir, aunque no sé a quién se la di ni cuándo la di. Yo me digo que al nacer. Pero también puede que todo esto sea una pura fantasía, un puro cuento infantil.
Me cuesta acordarme de ti. Conceptualmente sí, te recuerdo. Tus frases, tus dichos. Te recordamos unos cuantos. Dejaste una profunda huella en muchos de nosotros, cacho cabrón. Un montón. Pero se me han ido de la memoria muchos gestos, el sonido de tu voz, tu forma de llevar la ropa, de arreglarte el pelo… Cosas así. A pesar de que tengo una foto muy divertida tuya en la pared. Una que te hice cuando te estabas probando un traje para el rodaje de un cortometraje del amigo (entonces amigo, ay) Miguel Ángel, y mostrabas, me mostrabas, lo cortos que te quedaban los pantalones.
Lo peor de la vejez, te lo digo en serio, es que se van yendo los amigos. A mansalva. Empezaste tú, cacho cabrón, y Chus, pero ahora se ha abierto grifo y no lo cierra ni dios. Él el que menos, ya te lo digo. Es que nos va tocando. Murió Moncho. Si Moncho, el querido Moncho. Y Javier, el Krahe. Pero ¿qué digo? Si (¡ojalá!, aunque no lo creo, así tan peliculeramente) a lo mejor os tomáis vuestras birras por allí arriba, tan panchos, y os descojonáis de nuestras simplezas cotidianas. Ojalá, digo, de veras.
Os echo de menos, pero no sé porqué. Así, en abstracto. Porque cada vez estoy menos sentimental. Y me alegro. ¿Me alegro o me preocupa? ¿Hacerse viejo es también hacerse menos sentimental? Puede ser. Aunque también hay viejos que resultan ser una pura lágrima.
Ufff… También hay antiguos y grandísimos amigos con los que no me hablo ya. Y están vivos, e incluso viven en las proximidades. Eso si es la puta vejez. Se han enfriado las emociones que nos unían. ¿Me habría pasado eso contigo si hubieses seguido viviendo hasta hoy? Me da rabia, pena, asco… pensar que sí. No, por favor. Dime que no.
Estaba pensando, terriblemente, que la muerte sella cosas. Las cierra, las firma, las empaqueta y las sella. Y que eso es lo bueno que tiene la muerte. Lo bueno de Shiva. Que no permite que se deterioren las cosas que dejan de existir. No nos permiten malograr algunas exquisiteces. Como por ejemplo nuestra amistad, Aparicio.
Una cosa buena creo que tiene la vejez, Aparicio. Te cuento. Porque como no llegaste a viejo puede que no hayas caído en ello. Para alguien que escribe, como tú y como yo, la edad te va acercando a una cierta necesidad de máxima sinceridad, va aproximándote (aproximándote te digo, no es todavía un logro, y puede que nunca lo sea) a la búsqueda de una autenticidad lo más radical posible. Ser absolutamente sincero al escribir es algo muy difícil, lo sabemos muy bien. Y no siempre somos capaces de reconocerlo, ¿verdad? Hay miedo. Porque queremos ser queridos (ya lo decía Bryce Echenique con claridad). Ser aceptados, ser valorados… Y lo curioso es, al menos tú y yo, que siempre hemos querido, aceptado y valorado a aquel que, pasando de toda convención cómplice, ha sido impecablemente sincero y honesto consigo mismo. Pues ahí está la paradoja, joder, y caemos permanentemente en ella. Que lo que más nos seduce y admira es la brutal autenticidad, pero seguimos sin entregarnos a ella como creadores.
Bueno, pues eso. Que quizá hay un poco más de valentía en la vejez a la hora de escribir. Es lo que quiero creer.
Pero… No sé si esto te interesa. Pensaba que sí. Porque compartíamos muchas veces nuestras reflexiones sobre literatura. Ahora ya… No lo sé.