Miguel Ángel Mendo
El asunto era esquivar mediante un sinuoso y rápido viraje de la lengua, la palabrota cuando ya estaba a punto de salir. En este caso se trataba de no proferir la irreverente interjección “joder”, lógicamente, ante un auditorio en el que se hubiese colado un adulto.
Jo, la primera sílaba ha surgido espontánemente, impulsivamente, con ese rabioso arrastre gutural un tanto asqueante que los castellano-parlantes (y me refiero a los castellanos de Castilla, que por más abajo y por Extremadura lo han esquivado con su suavidad aspirada) compartimos con los árabes y con nadie más. Tras ese peligroso inicio parece prácticamente inevitable la consumación del taco, de la palabrota… ¡Jo… der! Pero no, aún queda una sílaba, y una sílaba es todo un universo. Por una sílaba pillada a tiempo se ha librado uno muchas veces de un silencio familiar de ultratumba, de un reproche verbal directo o de un pescozón (equivalente, como se ve, a amonestación, tarjeta amarilla o tarjeta roja). Te puedes quedar, por ejemplo ahí, en los puntos suspensivos, o sea, en el jo a secas, y no quedas mal. De hecho es una expresión que ya ha dejado su huella y su memoria, y que estoy seguro que aún se dice millones de veces al día en nuestro país. O sea, que debería figuarar por méritos propios en el Diccionario de la Real Academia. Pues bien, ¿por que no?… juguemos al diccionario. Yo lo pondría así:
Jo: Interjección interrumpida propia de los niños. (Me gusta lo sintético).
Por curiosidad, y porque a veces elucubro con que, ahora que se consulta por internet, el dicionario ha dejado de ser un museo de palabras, he ido a ver si aparecía (con la definición que he dado yo o de cualquier otra manera), y… quiá, esta no se ha actualizado, ni se actualizará:
Jo: interj. Voz para detener las caballerías, como ¡so! Ú. en León para detener los bueyes o las vacas.
Bueno, pues decía que te puedes quedar en jo, y todo va relativamente bien, es bastante aceptable por educadores y progenitores (¡cuidado, sólo a partir de los ocho o diez años, según familias[1] y colegios!), o si vas más lanzado, te puedes desviar a un jobá, o incluso a un jobar, que puede ser asumido por ciertos curas, ciertas monjas y algunas visitas no elegantes, aunque puede que te miren con picardía y de refilón unos breves segundos. Por cierto que yo de pequeño creía que jobar era un verbo que significaba fastidiar, pero es porque lo confundía con jorobar, y porque era parecido a gibar, otro equivalente de joder que sí aparece, afortunadamente, ¿no te giba?
Gibar. 2. fig. y fam. Fastidiar, molestar, vejar.
De todas formas, era mucho más seguro desviar ese jo…, si se podía, hacia jolín o jolines. He dicho que era mucho más seguro, pero tendría que añadir que era también mucho más cursi. Lo utilizaban las chicas sobre todo y eso lo convertía en tabú para el grupo. Podías, pues, decir jolín o jolines en tu casa, ante una situación de flagrante injusticia, como expresión del máximo estado de indignación, pero nunca ante tus propios compañeros o incluso amigos. Del blandurriento jopelines ni siquiere merece la pena hablar. Y no digamos del estupidizante jorrepeteleínes.
Sin duda lo más transicional (!) era jopé. Ahí ya te la estabas jugando, pero nadie te podía acusar de nada.
—¡Cuidadito con lo que dices, eh!
—¡Pero, jobá, papá, si he dicho jopé!
—¡Pues ni jopé ni jopá!
—¡Jolín!
Al final, como vemos, la conversación se convertía en una especie de galimatías de sonidos cacofónicos solo apta para españoles-parlantes.
Jopeta era otra variante más. Era el intento de arreglar el peligroso jopé añadiendo una sílaba un tanto inocente al final. Y, bueno, yo no la utilizaba mucho, la verdad. Era como de niños pequeños.
Esto era así. El jo se colaba y había que ser rápido o la cagabas. Y era así a pesar de los libros infantiles y de los tebeos, que, necesitando usar un lenguaje coloquial, ponían en boca de desalmados piratas, gángsteres o pérfidos asesinos expresiones tales como cáspita, caracoles, caramba, córcholis, carambola, caray… (con C), o rayos, repámpanos, (rediez o ridiela no, que eran de paletos, igual que rediós de campesinos o recontra de viejas), recórcholis… (con R), o demontre, demonios, diantre, diablos… (con D), por sólo citar algunas. Así es que era una locura y una puñetera hipocresía, como casi todo.
Luego, cuando, más de mayor, empecé a leer novelas de serie negra y vi que los personajes soltaban sus buenos tacos en letra impresa, me encantó. Ahora ya no hay programas de televisión donde los invitados e incluso los presentadores no paren de decir “ordinarieces”, pero antes de la transición (que también abrió la mano en el lenguaje), y durante un tiempo, fue una gozada empezar a escuchar tacos en las obras de teatro, e incluso en las películas. Si los traducían bien. Porque desde entonces hasta ahora en las películas de acción, incluso infantiles, aparentando una liberación verbal ilimitada, vemos decir estupideces tan anglosajonas como ese “¡mueve tu maldito culo!” que por estos pagos no lo dice nadie, y espero que nunca acabe por contagiársenos.
Luego descubres también que eso de los tacos es una pura chorrada. Mi querido profesor de francés, don Narciso, a veces soltaba un simple y sonoro ¡puñales!y era más que sufuciente. No había tenido que soltar un taco, y sin embargo, inmediatamente todo el mundo se callaba.
[1] Esther me cuenta que un día se le escapó un ¡jo! (de alegría) comiendo en casa de su amiga Mar, y el padre se levantó de la mesa indignado y se fue. Ella se excusó, toda colorada: “Perdón, se me ha escapado”, y la madre remató: “Será porque lo utilizas a menudo.” Cree recordar que hizo una pésima digestión.