Miguel Ángel Mendo
Tenía Benito una mañana nueva en su billetera de piel, bien dobladita, entre una invitación que nunca usó para la discoteca Tiffany’s, el carnet de identidad y el teléfono de aquella chica en un trozo de servilleta de papel, con sus propios números, grandes y medio absorbidos por la celulosa. Había también, en otro apartado de la cartera, un billete de quinientas pesetas azul, de cuando había billetes de quinientas pesetas, una foto de Photomatón con Manolo, pedos los dos, y un billete de metro de 10 viajes casi agotado.
Pero la mañana, tan nuevecita, sin usar, refulgía allí levísimamente, entre las pelusillas y el polvo de tabaco acumulado en los bolsillos interiores de la gabardina, la cazadora o la americana azul, según época del año o circunstancia. Debía de ser una mañana soleada, puede que un poco triste, porque últimamente venían algo peores, aunque se la habían pasado muy bien de precio, en plan colegas, y porque el tipo en cuestión, por lo visto, sólo trapicheaba con mercancía de primera calidad. En Zarzaquemada la compró, con un grupo de amiguetes que fueron a pillar algo por allí el verano anterior; eso sí, de confianza, porque uno era del barrio. Y, al menos según se leía en el trocito de papel cel‑lo que ya casi sin eficacia cerraba el envoltorio de celofán, era una auténtica mañana turca. “Istambul Summer Morning”. Cosa rica.
—¡Benito! ¿Qué andas haciendo? —la voz de su madre desde el pasillo alertó las manos del chico, que se movieron con suma celeridad: cerraron la billetera, la introdujeron en el cajón de la mesa y terminaron por situarse luego, estratégicamente, la derecha en el lateral de la frente, sujetando la cabeza, y la izquierda a un lado del libro de biología abierto por la página 137. Todo ello un instante antes de que la puerta de su cuarto se abriese.
—¿Se puede saber qué puñetas pasa ahora? ¡Si no me dejas en paz no puedo concentrarme!
—Tienes que ir inmediatamente a sacar las entradas al Callao. Ha llamado tu padre preguntando si habías ido ya a por ellas. ¡Y le he dicho que sí! Así que tú verás.
—¡Pero que ya te he dicho que no tengo tiempo! Ayer no pude porque tuve que ir a recoger unos apuntes a casa de Calero, a Peña Grande. Y ahora estoy aquí, hecho polvo, dejándome las pestañas con esta mierda de la síntesis del ADN, que no hay quien lo entienda. ¡Y el examen es dentro de ocho días!
—No hace falta que hables así, Benito, por favor. Tú aplícate y verás cómo no es tan difícil.
—¡Y tú qué sabes! ¡Esto es un martirio chino!
—Bueno, que tu padre va a llamar dentro de una hora. ¿Qué le digo? ¿Que no has querido ir a por las entradas?
—¡Joder, ya estoy harto! —Benito se levantó enérgicamente de la silla, cogió el bolígrafo de la mesa y lo tiró de plano sobre el libro—. ¡No puede uno ni estudiar! ¿Así queréis que apruebe?
—¡Un momento, un momento! ¡Menos humos! Tu padre te pidió el favor hace casi una semana, y tú dijiste que sí. ¿No? Pues mira, podías haber ido cualquier día de estos, en vez de quedarte toda la tarde ahí tirado viendo la tele. Así es que, si no has podido antes, tienes que ir ahora, porque tu padre cree que las entradas ya están aquí. Tienes todo el tiempo del mundo para estudiar.
—¡Que no puedo, mamá! ¡Que no puedo!
—Bueno, como quieras. Voy a llamar a tu padre ahora mismo y le digo la verdad. Yo no quiero líos. ¡Que esta noche no vamos al cine, después de dos meses intentando ir, porque al niño no le sale de las narices ir a sacar las entradas!
La puerta sonó como un disparo de escopeta al cerrarse de golpe.
Benito se quedó allí de pie, mirando al suelo. Miró luego al flexo que iluminaba la superficie brillante de las páginas del libro de biología, las sobadas páginas plagadas de retorcidas cadenas de moléculas de aminoácidos, proteínas y vitaminas, y dio una patada a una esquina del armario.
—¡Venga, dame el dinero! ¡Dámelo! —gritó a grandes zancadas por el pasillo—. ¡Voy a ir a sacar esas malditas entradas de una puñetera vez!
Con la cazadora puesta Benito volvió a su cuarto. Parecía decidido. Sacó la billetera del cajón y la metió rápidamente en el bolsillo interior. Apagó la luz del flexo y salió. Luego se acercó a la mesita del salón, se entó en el brazo del sofá y marcó un número en el teléfono.
—¡Como no te des prisa te van a cerrar la taquilla! —volvió a protestar su madre desde la cocina.
Alguien cogió el auricular al otro lado.
—¿Manolo? Soy yo.
—…
—No, es que no puedo hablar más alto. Oye, he pensado que voy a lanzarme.
—…
—Sí, ya no lo soporto más, necesito un poco de aire.
—…
—No, no ha pasado nada. Lo de siempre. Pero es que, llevo unos días dándole vueltas al asunto. Como siga esperando más, se me va a pasar de fecha.
—…
—No, no, todavía no se ha estropeado, ni mucho menos. Brilla cantidad. Bueno, ¿qué? ¿Te apuntas?
—…
—Sí, claro que hay de sobra para los dos. Yo, toda la mañana no la quiero.
—…
—No, no es que tenga miedo, es que… Tú ya has probado otras, ¿no? Y con media va bien, ¿no?
—…
—Sí, Estambul, verano, ya lo sabes.
—…
—Ya, ya sé que todas son de verano o de primavera.
—¡Benito, que te van a cerrar la taquilla! —insistió su madre.
—¡¡Que ya voy!! —gritó Benito, exasperado—. ¡Joder con la tía ésta…! Bueno, qué, Manolo, ¿te apuntas o no?
—…
—Tío, siempre dices lo mismo
—…
—Ya, ya.
—…
—No, si yo lo entiendo. Pero también podías dejar de salir con ella un día, ¿no? Chico, es que os encoñáis de una manera…
—…
—Ya, ya.
—…
—Vale, vale.
—…
—¡Que sí, que vale! Ahora, yo, desde luego ya no espero más. ¡Tú te lo pierdes, macho!
Benito bajó las escaleras mucho más despacio que otros días. Llevaba, junto al corazón, el resplandor de un sol, la fuerza de un nuevo espacio, el misterio de un tiempo a explorar con los cinco sentidos. Allí, doblada; entre el DNI y el teléfono de una tal Marisa, aquella chica con la que morreó en la fiesta de Santi, demasiado lejana ya la memoria de su cintura, demasiado perdido el olor de su pelo, demasiado borrosa la imagen de su insegura mirada.
El parque estaba a tres calles. Benito se subió el cuello de la cazadora y se cerró la cremallera hasta la barbilla. El frío, a pesar de todo, penetraba por todos los resquicios. Caminó deprisa, como con miedo a que su decisión se interrumpiese. Sorteó varios charcos junto a la churrería y al pasar por El Extremeño ni siquiera quiso mirar quién había dentro.
El parque estaba casi desierto. En vez de dirigirse hacia la farola central, hacia aquellos dos bancos donde solían reunirse las tardes de verano con las cervezas, subió el camino que lleva a la parte alta, a la zona de los toboganes de los niños.
Los bancos estaban húmedos, chorreando casi. Excepto uno que pillaba debajo del gran pino. Se sentó. Miró a su alrededor antes de abrir la cremallera y meterse la mano en al bolsillo de la cazadora. Sus dedos enrojecidos, helados, temblaron ligeramente al liberar la trabilla y abrir de par en par la billetera. Surgió un pequeño rostro, unos ojos huidizos, una barbilla picuda sobre su propia huella dactilar, confuso laberinto en espiral, y un nombre y dos apellidos tecleados en mayúsculas, orlado todo ello por la bandera nacional. Dos dedos torpes se colaron por debajo del DNI y bulleron con delicadeza hasta que hicieron aparecer una esquina del preciado envoltorio. La cinta adhesiva se abrió casi sin tocarla y Benito extrajo con sumo cuidado de la bolsita de celofán un pequeño papel de estaño doblado en ocho partes. “Istambul Summer Morning”, releyó por enésima vez. Era lo único que ponía. Una mínima esquina del estaño, viciada de tanto haber sido levantada, mostraba su tendencia a doblarse hacia arriba. Las puntas de los dedos de Benito, inquietas, pinzaron cuidadosamente la esquina y la desplazaron muy levemente. Una pequeña y dorada luz inundó de emoción y de miedo sus turbios ojos. Un hálito de humedad ardiente, de humedad henchida de mar, un aire tibio y ferruginoso, con cierto dulzor de marrones y de rojos enmohecidos, estalló blandamente en su mirada, iluminándola por momentos. Sí, ahora sí estaba convencido: deseaba por fin penetrar en aquella mañana, sumergirse en aquella luz sensual, enigmática y distante. Ya no tenía más dudas Benito.
Una gruesa mano se interpuso a sus deseos. Una gruesa mano que arrancó el papel doblado de entre sus dedos. Había dos policías de pie ante él, y uno de ellos, el de más allá, ya estaba comunicando por el walki-talki con sus superiores. El otro, con bigote, le miraba muy serio sujetando aquel objeto plateado, aun sin abrir. Ni siquiera pestañeó cuando su recio pulgar aplastó profesionalmente, quirúrgicamente, la esquina que tendía a levantarse y de cuyo interior aún surgían reflejos tornasolados. Y el brillo de los ojos de Benito, el parque entero, el mundo volvió una vez más a teñirse del viejo y raído gris de todos los días.
Benito, incrédulo, se dejaba llevar hacia el coche‑patrulla que había algo más allá, junto a la fuente de piedra. El peso inhumano de la congoja le rompía el pecho. Se detuvo implorante, tres años más niño.
—Es que, verá…, yo… Tendría que ir sin falta a hacer un recado muy muy importante a mi padre… —balbuceó.
—Ahora, en el coche, le cuentas a mi compañero todos tus problemas. Está estudiando psicología por correspondencia —dijo con sorna el de bigote.
—Vete a la mierda, gilipollas —respondió el otro abriendo de mala gana la puerta del conductor.