Por qué odio el tango

Marina Miranda

Corrían los años ochenta del psicotrópico y sanguinario siglo XX cuando Daniel y yo nos fuimos a pasar el verano a Almería. Acabábamos de licenciarnos en Derecho y los dos nos disponíamos a abordar unas terribles oposiciones jurídicas. Queríamos hacer una tregua, descansar antes del esfuerzo definitivo y estar juntos. Como no teníamos un duro optamos por la solución del campin. Ni Daniel ni yo disponíamos de artilugios de acampada, así que lo más fácil, y quizá lo más económico, fue alquilar un bungaló barato. El bungaló barato resulto ser una caseta de madera provista de una cocina minúscula pegada a una cama de matrimonio adyacente a un cuarto de baño en el que cabíamos de lado.

No hacíamos nada, salvo estar pendientes el uno del otro, salvo bajar a la playa, salvo comer ensaladas de huevo cocido y atún de lata en la mesita, más pequeña que una mesilla de noche, dispuesta en el mini porche del bungaló. Leíamos mucho, pero nada de códigos, nada de temarios de oposición. Todavía no, esos tostones nos aguardaban agazapados en el invierno, en la sucesivas primaveras, veranos y otoños que serían todos como inviernos. Leíamos novelas, a mí me dio por Bryce Echenique. Leí El hombre que hablaba e Octavia de Cádiz y estaba empezando El cuaderno rojo cuando pasó todo. A Daniel creo que no le dio tiempo a terminar Divorcio en Buda. Estaba entusiasmado con el libro de Sándor Márai, hacía anotaciones, subrayaba…

Aquel día de primeros de agosto no podíamos saber lo que se nos venía encima. Cuando decidimos apuntarnos al curso de tango que ofrecía el campin no imaginábamos sus consecuencias trágicas. El profesor de tango era un achulapado bailarín argentino de cabello engomado, aceitunada piel y talle de figurín, aunque bajito. Lo suficientemente bajo como para que su pareja le sacase una cabeza a pesar de que él usaba siempre botines de tacón. Su pareja de baile y de todo lo demás era una danesa verdaderamente espectacular. Tenía un cuerpo perfecto y una cara de divinidad inquietante. Una venus contenida con los ojos azules y el pelo negro. Se habían conocido en una academia de baile de Copenhague. Él ejerciendo de profesor, ella de alumna y se habían hecho amantes. La chica tendría diecinueve o veinte años y él estaría a punto de ingresar en la cuarentena.

Aprendimos el abrazo estrecho, la caminata, el corte y la quebrada. Al anochecer se encendían las luces de la pista de baile, un rosario de bombillas de colores colgadas de postes, y Daniel y yo danzábamos al compás de dos por cuatro interrumpidos de vez en cuando por el profesor de tango que exclamaba: ¡más sentimiento! Lo decía expulsando las eses como una serpiente. Lo decía deshaciendo la pareja, estrechando a la mujer y haciendo firuletes con ella. ¿Os dais cuenta vos? Le gritaba al hombre en cada sacada con giro, molinete o desplante que ejemplificaba el maestro. Su didáctica consistía en enseñar a lo masculino como debía bailar con lo femenino. ¡El hombre manda!, proclamaba. Por ese motivo jamás permitía que la bella danesa bailase con los aprendices mientras él lo hacía con las aprendizas. Jamás hasta que una noche la escultural danesa se encaramó a Daniel y lo estuvo zarandeando a su gusto por toda la pista.

A partir de ese momento, el profesor de tango, que hasta entonces se había mostrado ocurrente y dicharachero con nosotros, cambió radicalmente. De celebrar las hechuras de Daniel, hasta el punto de decirle: vos no teníais que trabajar, che, vos con ese cuerpo podríais vivir de las mujeres, pasó a mirarle torvamente y a no dirigirnos la palabra. La deslumbrante danesa no volvió a bailar con Daniel, pero en medio de una sesión de baile el profesor de tango montó una escandalera. Se desentendió de la música y agarrando a Daniel por la pechera lo arrinconó contra la pared gritándole que dejase de mirar a su mujer. La gente primero intentó separar al profesor de tango de Daniel y luego separarme a mí del profesor de tango al que yo quería romper una botella de cava en la cabeza.

Naturalmente no volvimos a aparecer por la pista de baile. No tuvimos más noticias del profesor de tango hasta que una noche de luna, cuando volvíamos Daniel y yo de bañarnos desnudos en la playa, nos encontramos al profesor de tango en medio del camino, borracho y empuñando una navaja. Todo fue muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos estaba yo separando dos cuerpos enlazados como en los pasos del maldito tango, el de Daniel desnudo como un ángel, el del profesor de baile ceñido a una camisa negra ensangrentada.

Después vino el juicio, en realidad nuestra primera lección de derecho práctico. Ahora yo soy magistrada en la Audiencia Provincial de Salamanca. Tengo el pelo blanco y odio el tango. Daniel creo que vive con la bella danesa en Copenhague, o a lo mejor ya ha cambiado de danzarina, o de baile, o de ciudad. ¿Quién sabe?