Los nudillos de la mano derecha

Marina Miranda

Solo ocurrió lo que sigue: a Leticia García Méndez le habían puesto sus padres un nombre cursi y eso determinó que ella se hubiera convertido en una chica elegante. Odiaba su nombre, sí lo odiaba. Le parecía un nombre pretencioso, rimbombante, hortera. Un nombre de princesa de Hollywood o de ratita de cuento con ilustraciones gazmoñas. En el colegio las compañeras empezaron a llamarle Leti, lo que resultó peor. Daría lo que fuera por llamarme Clara o Ana o María, se decía. Por eso, para contrarrestar la primera impresión que a su juicio causaba su nombre, se especializó en buen gusto. Y no es que eligiera siempre la ropa y los complementos adecuados, ninguna estridencia, ningún exceso, ningún amaneramiento sexista, y se comportara en la mesa con una correcta naturalidad, sin distinciones exageradas, es que se especializó en Estética del Arte tras hacer un doble grado en Historia y Corrientes Literarias. Precisamente en el ejercicio de su profesión conoció a Thomas Neumann, un galerista alemán que había llegado a su museo comisariando una exposición importante. El hombre le gustó a primera vista. Y le gustó mucho más en las sucesivas vistas. Trabajaban codo con codo y en ocasiones se quedaban a comer en la cafetería del museo por cuestiones profesionales. Hablaban mucho y, no se sabe cómo, pronto prolongaron su relación fuera de las horas laborables. Un día sí y otro también quedaban para visitar juntos librerías, exposiciones, otros museos, y de ahí a las salas de cine, a los conciertos y a los restaurantes. Leticia García Méndez estaba convencida de que lo que ella sentía por él, él lo sentía por ella, pero había un problema, Thomas Neumann era mucho mayor que ella. Thomas Neumann era un señor mayor que no se apeaba nunca del traje azul marino con la corbata de seda a juego. Mocasines, calcetines de hilo y gafas doradas de intelectual republicano. Ni se le pasaba por la cabeza insinuarse y mucho menos se le pasaba a él, que era juicioso y un caballero. En el canon estético de Leticia no cabía la relación con un viejo ni siquiera bajo el impulso irresistible del amor romántico, entre otras cosas porque el romanticismo le parecía a Leticia un movimiento que oscilaba entre lo ñoño, lo cursi y lo desesperado. Un espaviento, a Leticia García Méndez el romanticismo le parecía un espaviento.

​Pasaron así aquellos meses, se clausuró la exposición y llegó el día de la despedida. Leticia llevó a Thomas Neumann al aeropuerto. Durante todo el trayecto no hablaron y ella conducía con un nudo en el pecho. No se habían tocado nunca y a Leticia le daban ganas de parar en el arcén y comérselo a besos.

​En la puerta de embarque no sabían qué hacer. No hacían nada uno enfrente del otro. Adiós, adiós, se dijeron. Y él le dio la espalda a ella, pero al poco giró sobre sí mismo, retrocedió unos pasos, cogió la mano de la mujer, se la llevó a los labios y besó sus nudillos.

​Leticia García Méndez se quedó mirándose la mano. Salió del aeropuerto llevando una mano en la otra como el que lleva un cofre. No quería conducir, no quería lavarse, no quería siquiera que rozara el aire los dedos que él había besado. ¿Y qué hago yo ahora con esta mano?, pronunció mientras ahogaba un llanto.