Marina Miranda
Javier Méndez Fole era guapísimo, aunque a mí los rubios de ojos azules siempre me habían parecido insulsos, como desteñidos. Además, me tenía harta el javierismo de mis compañeras. Revoloteando a su alrededor, echándosele encima, interrogándole con las tetas. Y él dejándose querer, toqueteando aquí y allá como el que no quiere la cosa. ¡Es un sobón!, me decía yo.
Estudiábamos Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información y terminamos siendo amigos. Caímos en el mismo grupo de iluminados; los que fundaron el fanzine Pura Vida, dedicado al periodismo literario y a la fotografía; los que se reunían a medio día en el Argüelles y por las noches en el Café Comercial; los que, a las tantas, cuando cerraban las puertas del Elígeme continuaban su perorata en la calle.
Intimamos más durante la temporada en la que a la redacción del Pura Vida se le ocurrió publicar, en sus dos páginas centrales, una foto novela por entregas en homenaje a Sir James Matthew Barrie. Se titulaba Peter Pan en la pura calle. Consistía en fotos de Peter Pan y Wendy haciendo insensateces por todas las nocturnidades del Madrid amotinado y cutre. Se incluían tejados (como los de El diablo cojuelo), estaciones de metro, urinarios públicos, las casas bajas de Vallecas y, naturalmente, infinitud de bares. En los bocadillos de los personajes Peter Pan y Wendy hacían entrevistas y lanzaban proclamas políticas y sentimentales. Una de las características de nuestra peculiar versión de la obra de Barrie es que el personaje de Peter Pan lo interpretaba yo y el Wendy Javier Méndez Fole. Más que gracioso resultaba provocador un Peter Pan con caderas y pecho enfundado en su bodi y sus leotardos verdes, y una Wendy con barba de tres días, como la que puso de moda Miguel Bosé, luciendo básicamente un camisón azul profuso en cintas rosas.
Nos besamos en repetidas ocasiones por requerimiento de la acción. Era un beso estático, inmóvil durante el tiempo que el fotógrafo necesitaba para la toma. Yo sentía el calor de su cuerpo, el suave tacto de unos labios jóvenes, pero nunca pasó nada. Terminaba la sesión y regresábamos cada uno de nosotros a nosotros mismo, aunque en ocasiones pasásemos el resto de la noche juntos; charlando, haciéndonos amigos. Amistad que se estrechó con el tiempo. Nos resultaba fácil hacernos confidencias, compartir nuestras cuitas, aconsejarnos el uno al otro sobre nuestros líos sentimentales. Pronto comprendimos que los dos éramos cazadores, pero de distinta estirpe: el confundía el amor con el sexo y yo no. Por eso, en aquellos tiempos, yo me dedicaba con conciencia al sexo y él al amor catastrófico.
Pasaron algunos años y como consecuencia de las catástrofes de Javier un día terminó viviendo en mi casa. En el piso alquilado que yo tenía en una de esas calles oscuras que se despeñan en la Gran Vía. La verdad es que fue una época magnífica, profundizamos en la camaradería. Cada uno participaba de la vida del otro y la enriquecía. También teníamos una vida propia de nosotros dos construida en las largas sobremesas, en las salidas al cine o a las exposiciones y conciertos, pero, sobre todo, en una larga conversación ininterrumpida. Éramos absolutamente libres al tiempo que estábamos acompañados.
Se me viene a la cabeza la noche en la que un pretendiente ocasional me tenía arrinconada contra el portal de mi casa. El chico insistía y yo todavía no había decidido si le iba a dejar subir o no, pero le dejaba insistir. En estas apareció Javier por lo alto de la calle y al acercarse exclamó: ¡muy bien!, ¡muy bien! El chaval ni se despidió. Puso pies en polvorosa. Javier y yo nos que damos un rato allí, en la calle solitaria, muriéndonos de risa. Parecida circunstancia la vivimos otra noche de verano en la que un grupo de amigos habíamos salido a cenar y después a tomar unas copas en las terrazas de la Castellana. Javier tonteó toda la noche con una periodista de El País que se llamaba Chus. De madrugada me tocó a mí llevar a la periodista a su casa. Vivía en uno de esos edificios con jardín de Cea Bermúdez. Javier iba en el asiento de atrás y se bajó para acompañar a la chica. Cruzaron la avenida y se eternizaron en el portalón de la finca. Javier arrinconaba a la periodista contra la verja. Desistía, avanzaban juntos un trecho por el jardín, se abrazaban, y retrocedían. Aquello parecía no tener fin, bajé la ventanilla y grité: bueno, Chus, ¿sí o no?, que yo quiero irme a casa. La periodista levantó el brazo, me dijo adiós con la mano y desapareció entre los parterres de siemprevivas. Cuando mi amigo ocupó el asiento del copiloto le dije: pero qué estúpida, ¿no? Y otra vez risas y más risas.
Nos perdimos la pista, asuntos profesionales, distintas ciudades e incluso continentes. Nos reencontramos hace poco más de un año en un congreso en Madrid. Los dos habíamos envejecido, pero nos reconocimos. Las canas que entreveraban el rubio de Javier le daban un aspecto todavía más desteñido. Volvimos a frecuentarnos y un día hicimos el amor. Echamos el primer polvo después de treinta años de habernos conocido y empezamos a vivir juntos. Ahora yo le echo de menos, echo de menos al Javier de entonces, a mi amigo. Tengo que sentarme a hablar con él tranquilamente. Tengo que decirle que me doy cuenta de que estamos hartos. Que los dos estamos hartos de nosotros mismos.