Gotas de amor extenuado

Marina Miranda

Ahora que todo el mundo envía WhatsApp o correos electrónicos yo escribo cartas. Lo hago para nadie. Pongo en el sobre un nombre ficticio, una dirección imaginaria. Se perderán todas o llegarán a un lector desconocido, pero al cabo, ¿no es eso lo que hacen los escritores, no escriben para los desconocidos?

​Ayer mandé esta carta:

Querida amiga o querido amigo, he dejado de vivir con Eduardo. Llevábamos treinta años luchando el uno contra el otro, sin tregua, sin paz, sin armisticios. Una guerra inacabable que empezó cuando nos conocimos. ¿Es eso amor? Sea lo que sea el amor, nosotros estábamos convencidos de habernos enamorado el mismo día en que comenzó la batalla. De hecho, la sangre de las heridas nos parecía más dulce que la sangre del amor contradicho o, dicho de otra forma, el dolor de las heridas sangrantes desparecía anestesiado por la sangre balsámica del amor. Por eso no consentimos que nos separase nadie, ninguna dificultad, ningún contratiempo. Ni la diferencia de edad ni los problemas económicos ni la oposición familiar y lo más duro de todo, nuestra propia guerra.

​Al principio, los combates eran una lucha cuerpo a cuerpo en la que hacíamos el amor, viajábamos juntos, comprábamos propiedades… Después cada uno de nosotros intentó vencer al enemigo sometiéndole a asedio, dejándole sin suministros. Poco a poco, desaparecieron los rituales comunes, salir a cenar los fines de semana, dar un paseo los domingos por la mañana, dormir abrazados… Al final, llegamos incluso a pasar la noche en distintas habitaciones, por los ronquidos, por los calambres, por el insomnio, nos decíamos, pero el beso que nos dábamos de despedida ponía una lija en nuestros labios. Hasta las horas de las comidas encontraban pretextos laborales para desencontrarnos. Quedó solo el silencio y la soledad y el hielo, hasta que no pudimos más, hasta que los estallidos de las bombas de relojería, de las minas antipersona dejaron de tener efecto. Ni siquiera esos fuegos nos salvaban ya del aterimiento.​

Ahora pasan los días sin Eduardo. En el campo de batalla ya no quedan despojos. En la alfombra se ha inhumado el rencor. Los gritos han desaparecido tras las puertas cerradas. Los espejos de los baños vuelven a ser lugares solitarios. Los visillos del salón no traslucen nuestros cuerpos cuando se encienden las lámparas. A veces, ojeo los álbumes de fotografías o me parece escuchar el ruido del coche de Eduardo en el garaje. Solo es un instante extraño, un minuto infinito, pero me suben desde el corazón, se me encaraman a la nariz y a los ojos gotas de amor extenuado.