Marina Miranda
La distribución de la casa en la que viví hasta más allá de la adolescencia se caracterizaba por sus largos pasillos y la ubicación laberíntica de sus habitaciones. Mi hermano y yo ocupábamos habitaciones contiguas. Ninguna de las dos habitaciones disponía de armario. El mobiliario, además de la cama, consistía en un buró de persiana antiguo, una butaquita y una silla de trabajo. Estos muebles eran idénticos en las dos habitaciones, los burós de castaño, las camas vestidas con colchas gruesas de algodón blanco y las butacas tapizadas en chintz liso de color teja. No teníamos armario, pero al otro lado del pasillo, justo enfrente de las habitaciones, una cortina pesada que parecía confeccionada con el telón de un teatro daba paso a un pequeño cuarto ciego que nos servía de vestidor. Casi todo el espacio de ese lugar estaba ocupado por un ropero gigante que mi hermano y yo compartíamos. Tres puertas para él, tres puertas para mí. De pequeños el vestidor era un mundo, nuestro lugar preferido. Hacía de cueva, de casita, de tienda, de coche de policía… En él dormían nuestras muñecas, nuestros revólveres de cowboys o de agente secreto. Nuestra madre mantenía en orden el ropero, colocaba la ropa, ordenaba los cajones, elegía las prendas que nos teníamos que poner. Hasta que todo eso se acabó y fuimos informados, mi hermano y yo, de que ya éramos mayores y como consecuencia de ello el armario pasaba a ser de nuestra incumbencia. En adelante deberíamos doblar nuestros jerséis, colgar los pantalones y faldas de sus respectivas perchas y mantener los cajones en perfecto estado de revista.
En ese momento empezó la diferencia y el escándalo. Nuestra madre se escandalizaba. ¡Cómo es posible que el armario de tu hermano esté siempre perfecto y el tuyo hecho un desastre! ¿Qué hacen tus zapatos fuera del zapatero? ¿Por qué metes tus prendas en los cajones como si las metieras en la lavadora? Desde luego, hija mía, pareces tú el hombre y tu hermano la mujer. Abría las puertas de la sección de mi hermano y me decía: ¡mira!, sus jerséis doblados y ordenados en los estantes como en una tienda, da gusto verlos.
La casa que Brais y yo compartimos en Pinar del Rey era un apartamento en la décima planta de un edifico de doce pisos. Los muebles eran todos de Ikea, sin excepción, salvo la butaquita tapizada en chintz que yo rescaté de casa de mis padres. La pobre yacía en una esquina del salón haciendo casi siempre de ropero, ahí arrumbábamos las prendas de abrigo cuando llegábamos a casa reventados. El apartamento era minúsculo, un salón con cocina incorporada, un baño y un dormitorio, pero el ventanal del salón se abría a un paisaje urbano que al anochecer nos recordaba a Manhattan. Queríamos nosotros que nos recordase a Manhattan, aunque, en realidad, la panorámica no lograba desprenderse de cierto aire castizo y triste, como si la noche palpitante de luces no borrara del todo la soledad manchega. El armario, ¡ay el armario!, cerraba fatal, sus puertas correderas se salían de las vías cada dos por tres. Brais procuraba arreglarlas, yo las hubiese metido en el trastero y dejado el armario así, con la boca abierta. Cierto que lo que se veía no era muy edificante, un revoltijo en el que se mezclaban prendas femeninas y masculinas. Mi compañero se ponía de vez en cuando a ordenarlo, demasiada promiscuidad, decía. La misma promiscuidad que en la cama y no rechistas, le contestaba yo.
Cuando Brais me dejó plantada resulta que no era porque se había liado con la nueva adquisición de su despacho de abogados. Una meritoria en prácticas que estaba cursando el Máster de Acceso a la Abogacía. No era porque la chica fuera verdaderamente monísima y dijese Brais de una manera que parecía que estaba diciendo: ¡ay! mi amor, ¡ay! vida mía, ¿cuándo vamos a dejar atrás estos legajos y abrazarnos? Era porque yo era desordenada y sucia. Era porque estaba cansado de mis pantis arrugados en los cajones. ¿Crees tú que se puede vivir con una persona que no es capaz ni de ponerle el tapón a la pasta de dientes? Un estudio científico revela que muchas parejas se van al garete por discrepancias en la forma de apretar el tubo del dentífrico, me decía mientras le saltaba el corazón en el pecho porque había quedado con su aprendiza.
Vivo ahora en una casa grande del barrio de Humanes. Un viejo chalet destartalado de dos pisos que cuenta con un sinfín de habitaciones, todas para mí. El chalet no disponía de armarios empotrados y yo no me molesté en comprarlos en Ikea, se les salen las puertas.
Cuando invito a cenar a algún hombre aprovecho para pedirle que me ponga un poco de orden en la cocina, les encanta. Según mi experiencia a los hombres les encanta el orden, aunque el primer día, la primera noche, ni se fijan.