
Manuel Janeiro
Nosotros éramos una familia feliz de tijeretas. Vivíamos mi madre, mi padre y mis hermanos en un arce de oscuras hojas. Nuestra madre cuidó afanosamente de sus huevos, los volteó, los humedeció y los salvaguardó de los malos vientos, por eso habíamos nacido todos sanos y fuertes. Además, estábamos bien alimentados. Comíamos hasta hartarnos hongos aromáticos, nutritivos líquenes y deliciosas hojas muertas.
Desde que aparecía el sol por las ramas del árbol que acariciaban la aurora, hasta que se ocultaba por las enrojecidas y lejanas ramas del oeste disfrutábamos de la existencia. A mí me parecía imposible que nos ocurriera cualquier desgracia. ¿Qué podría pasarnos bajo ese cielo azul en el que se recortaba el árbol, en la sombra dulce de las hojas verdes, en las oquedades protectoras de la corteza que nos cobijaba de noche?
Los días se sucedían infinitos, prolongándose en un discurrir seguro e interminable. Sabía, eso sí, que teníamos enemigos. Los insectos carnívoros y los pájaros se alimentaban de los de nuestra especie. Oíamos, a veces, el zumbido de las avispas, veíamos, en ocasiones, la silueta de un pájaro. Pero eran siempre amenazas lejanas, un peligro que no reparaba en nosotros y que apenas nos sobresaltaba. Es natural que nunca nos elijan a nosotros, me decía yo, a una familia tan feliz no le puede pasar nada malo, como que uno de nosotros sea devorado lentamente por las mandíbulas de una avispa o que caiga ensartado en el pico de un pájaro. Siempre estas cosas terribles les ocurren a otros, a algún otro de los innumerables congéneres que pululan entre las ramas. En un universo tan vasto, tan inacabable como el árbol que habitamos es materialmente imposible que seamos nosotros alguna vez la víctima.
Esto creía yo firmemente, pero un aciago día el cielo se volvió blanco y en vez de la suave lluvia cayeron copos de nieve. Las últimas hojas corrieron a sepultarse en el suelo nevado y el hielo se apoderó de la corteza del árbol. En un plis plas, mis padres y mis hermanos murieron congelados y esa misma suerte hubiera corrido yo si no acertara a refugiarme en el oído de un pastor que se había apoyado en el tronco del árbol para guarecerse del temporal. Inmediatamente, el hombre, se llevó la mano a la oreja e intentó extraerme con su dedo índice, pero yo me agazapé todo lo adentro que pude en aquellos oscuros y cálidos conductos semejantes a las oquedades de la corteza del arce.
El pastor pasó una mala noche, con molestias y sonidos extraños en el oído que constituía mi amparo. Mañana vas al médico, le dijo su mujer, se te debe de haber metido una tijereta en el oído. El pastor acudió muy de mañana al dispensario del pueblo y esperó en la sala de espera hasta que llegó su turno. Buenos días, doctor, dijo, nada más traspasar la puerta. Se me ha metido una maldita tijereta en el oído. ¡No, hombre, por dios!, dijo el médico riendo. Eso es una leyenda. Proviene precisamente de que tijereta en inglés se dice earwig, insecto del oído. Pero bueno, añadió, vamos a examinar el problema, y acercando el otoscopio a la oreja del pastor descubrió que, efectivamente, un cuerpo extraño obstruía el canal del tímpano.
Fue entonces cuando tuve la certeza de que se acercaba el final de mis días. Apenas tuve tiempo de contarle al pastor la historia de mi vida, aprovechando el lugar privilegiado en el que me encontraba. El pobre hombre no tuvo más remedio que escucharme.
Mientras se cernían sobre mi cuerpo las pinzas —no las gráciles y acarameladas que adornaban mi cola, sino las de frío acero que usaba el médico— tuve un rápido presentimiento. Pensé: es muy probable que en el futuro este pastor simultaneé su oficio con el de contador de historias. Parece ser que entre los humanos existe la costumbre de convertir a los pastores en poetas y fabuladores.
Gondomar, 9 de octubre de 2023.