Manuel Janeiro
No entiendo ni un solo signo del lenguaje de los pájaros. Me ha ocurrido como a esos aprendices deslumbrados que, por pura devoción al arte que iniciaban, han creído dominar su oficio. He mentido. Cuando afirmaba en cuentos, biografías y poemas que había aprendido el lenguaje de los pájaros, que entendía las habladurías de las urracas, el griterío de los cuervos y las antífonas de los mirlos, mentía. En mi desesperación recurrí a Anaximandro y no encontré ni en su escrita ni en la doxografía una sola palabra a este respecto. Lo que se decía de él y de Melampo y del divino Esopo no eran sino alegorías provenientes de los insondables órficos.
Y, sin embargo, mi ignorancia es tan antigua que parece haberse convertido en una sabiduría, por eso miento. No me preguntaba de niño por el significado del trisar de los vencejos ni por las voces —lejanas, mudas— de las golondrinas. Por las mañanas unas y otros alentaban a sus crías, enseñaban a cantar a sus polladas. Se asomaban al balcón de las tejas, al pretil de los nidos de barro y les decían “sui, sui”, “chiri, chiri” a las bocas rojas, a las cabezas negras de sus progenies. Eran gritos limpios, de chiflo, de silbo de caña verde que traspasaban el antepecho de la ventana donde se ventilaba la ropa blanca. ¿Qué había que entender? Aquella polifonía de trinos era así y le daba sentido al mundo, ordenaba las cosas embelleciéndolas, pertenecía al mapa de los cielos. Aquí, en las ciudades de la tierra, las acacias cantaban las coplas que se saben de memoria los gorriones, los pinos mansos soportaban al anochecer la escandalera de los estorninos y en la calle de los pajareros (Fray Ceferino González), pinzones, jilgueros y canarios componían una babel de quejas. En la infancia no nos preguntábamos mi hermana y yo por la gramática de los pájaros cantores ni por el diccionario secreto que traduce el idioma de las aves. Sobraba salir a la azotea, asomarse a los tejados para sentir sus palabras, las despedidas de los vencejos, el zureo de las palomas mendigas en las buhardillas abandonadas.
No obstante, ahora, cuando llegan hasta mí las ultimas olas de la pleamar del tiempo, me paso las horas muertas escuchando a los pájaros. Me gusta esa envoltura de sílabas encabalgadas que se deslizan, que insisten, que de repente florean o se persiguen en fugas. La asombrosa armonía de un coro repleto de solistas en el que cada voz va por su lado. ¿Pero qué expresan? Ya no siento en el hueco del alma sus mensajes. No sé si las currucas susurran o presagian la llegada de la lluvia, si los petirrojos son pura tristeza, si lamentos de amor los verderoles, si los graznidos elegiacos del cuervo son por sus muertos o por lo míos y si los gorjeos antifonales de los alcaudones anuncian el último mayo que verán mis ojos.
Y cuando se va apagando el día, ¿qué les pasa antes del silencio en el que los sume la noche? ¿Por qué continúa como si tal cosa la coral polifónica a la que se agregan el ruiseñor y el cuco? Hay atardeceres en los que creo percibir una queja por la brevedad del día, y otros, una prisa por vivir, unas ganas alocadas de aprovechar el último relumbre de la tarde, y las más de las veces me parece que confunden los claros vestidos del horizonte nocturno con los encajes rosas y blancos con los que se adornará el alba. Por eso de repente callan y hay como una amargura en el aire. Nada puede llenar ese vacío, ni los grillos, ni las rasgaduras de los murciélagos, ni el ulular del búho que predice el desconsuelo de la noche.
Sin embargo, hay algo peor que la pausa impuesta por el luto noctámbulo. Hay horas terribles en las que a plena luz del día desparece el clamoreo de los pájaros. Desconozco la causa, salvo cuando antecede a un huracán, un terremoto o al avance del ejército enemigo. A lo mejor, esas horas sin pájaros no existen y sólo son una percepción equivocada, un compungimiento de la conciencia. Pero no se respira, falta oxígeno en el aire, fuerza vital en los pulmones y la sangre circula como si fuese sólida, duelen las articulaciones y algo peor que la tristeza te invade. Un desánimo atroz, de paraíso perdido, se apodera del mundo.
Gondomar, junio de 2023.