Nuevo calendario

Manuel Janeiro

Este año los regeneradores fríos de enero no aparecen. Aquellos que purificaban el suelo, ponían orden en bulbos y rizomas y cauterizaban con hielo las heridas de los árboles. No sé qué será de los escolares sin sus pasamontañas, ni de las montañas sin su festón de nieve. ¡Ay! de los ríos que aguardaban esperanzados. ¡Ay! de las truchas privadas del letargo. ¡Ay! de nosotros.

Cuando rompimos las estatuas de los dioses (Cavafis) nos convertimos en seres arrojados al mundo (Heidegger), mas no habíamos logrado hasta ahora romper el mundo. Lo rompieron las glaciaciones, los meteoritos, la mudable axialidad terrestre. Acontecimientos supremos e inevitables a los que tuvimos tiempo de adaptarnos. Sin embargo, en esta mañana tórrida de enero en la que salimos a la calle sin bufanda nos asombra la sospechosa calidez del día; suena a trampa, a impostura. No es uno de esos días de febrero a los que se asoma una vanguardia loca de la primavera. Se percibe la enfermedad del clima. Dan ganas de volver a casa, dan ganas de buscar el frío. En el portal habíamos creído necesitar abrigo. Los edificios mantienen cierta fidelidad al invierno, todavía.

Los que pertenecemos a la antigüedad del pasado siglo echamos de menos a las castañeras. En los tiempos de los sabañones o llevabas guantes o te comprabas un cucurucho de castañas, sobre todo en el centro de la península. ¿Qué habrá sido de esa estirpe de mujeres viejas que vendían en invierno castañas y boniatos asados, en entretiempo cigarrillos sueltos y durante el periodo escolar golosinas? Dulces abuelas incitadoras del vicio. Un día pasabas sin querer de comprar caramelos SACI, paloduz, regaliz…, a comprar un par de Bisontes huérfanos. Y más allá del error de la nostalgia, al que soy tan proclive, la desaparición de las estaciones ¿no será un anuncio de los ángeles exterminadores, los mismos que condujeron la última plaga de Egipto? ¿Morirán los primogénitos? ¿No nacerán los hijos de las lavanderas blancas, de las garzas, de los zorzales en nuestros pagos de invierno? ¿No serán ya las golondrinas —muertas también las violeteras— nuestras aves precursoras de primavera? ¿Abortarán los árboles, el brezo, la hierba… privadas sus semillas de dormancia en el útero frío de la tierra? Puede que a algunos no les preocupe que las cigüeñas se vuelvan endémicas y que no surquen los cielos invernales las bandadas de estorninos, que se hayan hecho definitivamente escandinavos, pero a mí me asalta esta mañana de invierno veraniego, esta mañana de terrazas llenas y bañistas tomando el sol en la playa una sensación de peligro, un sobresalto ante la idea de que el mundo, al que estábamos arrojados y resignados, se esté desestructurando.

En 1959 Stanley Kramer estrena La hora final, una película protagonizada por Gregory Peck y Ava Gardner. La nube radioactiva ha destruido el hemisferio norte y avanza inexorable y lentamente hacía Australia. Un submarino norteamericano se dirige a la isla. La tripulación pasa sus últimos días con los supervivientes australianos. Hay una historia de amor tan serena como desesperada entre el capitán del buque y una mujer de la localidad. Finalmente, el gobierno decreta el suicidio colectivo y reparte dosis de veneno indoloro para evitar una muerte lenta y degradante causada por radioactividad.

No habrá en el futuro suicidios colectivos. Se proyectan lujosos refugios subterráneos que salven de posibles desastres ambientales o nucleares a los muy ricos. El más espectacular de todos, en fase de construcción, es el liderado por James O’Connor en Texas. Se llama Trident Lakes y con una extensión de 238 hectáreas cuenta con campos de golf, de tiro y de polo; varios spas, un enorme centro comercial, restaurantes y una bóveda de ADN. Además, estará rodeado por un muro de hormigón de 3,6 metros de alto que, dotado de dos torres de vigilancia, evitará la intromisión de indeseables. A mi juicio, solo le falta una cripta a la que trasladen el calendario agrícola de San Isidoro, para que los privilegiados supervivientes dispongan de una tradición cultural que les recuerde la tierra de las estaciones, la tierra natural de la que provienen.

Aun así, personalmente prefiero la solución La hora final (antes de película fue una novela de Nevil Shute, 1957) que la solución Trident Lakes. Llámenme romántico, pero creo que la humanidad se merece, al menos, una extinción digna. Aunque, bien pensado, ¿de qué estoy hablando? ¿A qué viene este agorero pesimismo si luce el sol, si hace un tiempo magnífico, si estoy ahorrando en calefacción, si ayer mismo cené con mi mujer en un restaurante al aire libre? ¿Qué le veo yo de malo a este enero del que ha huido el frío y sus signos?

Gondomar, 28 de enero de 2024

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