Moscas

Manuel Janeiro

Una creciente piedad por todos los seres vivos no me ha librado de la guerra sin cuartel contra las moscas. Sé, en efecto, que el ser (entrando en el concepto heideggeriano como un elefante en una cacharrería) se manifiesta en todos los entes y que por lo tanto cuando mato a una mosca interrumpo una posibilidad del ser. Atento contra él, impido una experiencia suya. Una experiencia por definición única y que a lo mejor encierra algún intrincado secreto del universo. La mosca doméstica vive alrededor de quince días, ese es su tiempo concedido y su única oportunidad de participar en el ser.

Si yo pudiese hablar con lo ontológico como el que “espera hablar a Dios un día”, y aquí se revela mi confusión epistemológica y mi devoción machadiana, le preguntaría por las jerarquías. Si fuese el dios de Juan de Mairena con quien hablara me daría un orden jerarquizado, desde el ángel a la piedra pasando por el hombre, y quizá pasando también por la luz y las estrellas y la lechuga y la hierba, pero si me fuese dado interrogar al ser, imaginándolo como un principio universal en el que concurren todos los entes, éste negaría cualquier tipo de clasificación jerárquica. Yo estoy tanto en ti como en la mosca, amigo, me diría. Sí, claro, pero la mosca y yo somos incompatibles, le respondería.

Lo antedicho podría traducirse a consideraciones morales que van más allá de las moscas, que atañen a la relación que tenemos los humanos con los animales. En lo que a esto respecta voy avanzando poco a poco. No quiero colaborar en la masacre. Progreso con dificultad hacía el veganismo. Si hablamos de indumentaria, vestido, calzado y complementos, no hay problema. Me encantan los sucedáneos sintéticos de la piel con los que Adolfo Domínguez confecciona sus cazadoras, la resina de los cinturones y los zapatos de loneta y caucho, pero ¡ay! incurro todavía en el canibalismo fraterno y devoro de vez en cuando, en palabras de Francisco de Asís, al hermano cordero, al hermano cochinillo, al hermano pulpo a la gallega. Lo hago con mala conciencia. Me siento en el mesón Las Cubas de Arévalo y pido un lechón asado a la segoviana con la mala conciencia agravada por el infanticidio. Es la tradición, me digo: cordero a la sepulvedana, chuletón de Ávila, cocido de Lalín, jamón de Guijuelo, morcillas de Burgos, farinato con huevos a la salmantina. La tradición es un espanto. El crimen organizado comienza con los matarifes y las salas de despiece de los mataderos y termina con las obras de arte culinarias que sirven en Arzak o El Bulli. Las naves refrigeradas de los mataderos recuerdan a las dependencias de la morgue. Forenses y carniceros provistos de guardapolvos blancos, azulejos fríos, luz cenital, cuerpos en canal de animales y hombres.

Cosas así pienso para, sentado en el restaurante, alentar mi ideológica propensión vegetariana. Al fin y al cabo, también están en la tradición española las sopas de ajo cervantinas, las berenjenas de Almagro, las ensaladas de judías y pimientos rojos de Murcia y los gazpachos puestos a enfriar en el silencio de los patios de Córdoba.

Si estas son las observaciones que me hago en la mesa, sufro cuando un pájaro se estampa contra los ventanales de mi casa, demasiado grandes, demasiado limpios. Si paseando por los senderos del parque encuentro un camino de hormigas pongo buen cuidado en no pisarlo. A las lagartijas y a los abejorros los salvo con el ganapán del agua de la piscina, pero a las moscas no, a las moscas las persigo encarnizadamente.

He dispuesto un arsenal de armas mortíferas. Los matamoscas son infalibles, incluso los que venden en los chinos. Tengo uno a mano mientras escribo. Yo estoy a lo mío, a la literatura, pero ellas son enemigas tenaces y descaradas. Va una y se pasea por la pantalla del ordenador. Yo tranquilo, enfrascado en los sinónimos, en las repeticiones, en la palabra huidiza, y ella agresiva. A posárseme en la cabeza, a picarme justo en donde calavero. Manotazo contra mí mismo. Fallo, claro, y la muy fresca se traslada a los dedos tecleantes. Eso sí que no, inmovilizo la mano que el insecto señorea y cojo el matamoscas. Una menos.

Se puede decir que lo antedicho corresponde a una conducta de defensa propia, pero he de reconocer que mi odio no tiene límites. A veces, desayunando en la cocina, veo que una pobre mosca está tranquilamente comiéndose un granito de azúcar sin molestar a nadie, pero a mí se me enciende la sangre y me falta tiempo para alcanzar el matamoscas que pende del gancho de los delantales.

Nunca fui cazador, apoyo la ley que protege a los animales, pienso que algún día seré vegetariano, pero creo que moriré siendo lo que soy ahora, un asesino de moscas.

Gondomar, agosto de 2023.

Comentarios

Tu correo electrónico no aparecerá públicamente. Los campos obligatorios están marcados con *