Los hermanos Ciudad Real

Manuel Janeiro

La ducha parece ser un lugar idóneo para el ensimismamiento desbocado de los pensares absurdos. Debe ser lo contrario a la meditación, que es un ensimismarse en la nada. Esta mañana me asaltó bajo el chorro pulverizado de agua caliente la locución “hijo puta”. Estuve opinando para mí mismo que es una expresión binaria y antagónica. Lo mismo funciona como insulto que como alabanza, depende del contexto, o sea, que es algo que interesa a la pragmática, esa nueva ciencia de lo semántico. Si te llama hijo puta un enemigo quiere decir que eres de la peor calaña, pero si te lo dice un amigo puede estar refiriéndose a tu sagacidad, incluso a tu gracejo y simpatía. Por supuesto que su correcta apreciación depende mucho de otra ciencia lingüística derivaba de la fonología: la prosodia. Afortunadamente ha perdido su significación primitiva de hijo de prostituta, con su lamentable acervo connotativo machista, clasista y despiadado. Nadie que reciba ese epíteto siente hoy que se está poniendo en cuestión la santidad de su madre. Nadie salvo los hermanos Ciudad Real.

Los hermanos Ciudad Real eran gemelos univitelinos, monocigóticos y lo eran tanto que resultaba imposible distinguir uno del otro. Clones absolutos. Ni un pómulo ligeramente más abultado, ni una oreja un poco más grande, ni una ceja menos poblada, ni una sombra en la nariz diferente. Nada, idénticos, intercambiables. Para más homogeneidad sus padres los vestían con rigurosa uniformidad. Tenían doce o trece años y llevaban el mismo jersey de lana gruesa color verde, las mismas botas, el mismo pantalón de pana entre gris y granate oscuro. Además, los hermanos Ciudad Real no ponían mucho de su parte para personalizar su indumentaria. Lucían exactos despellejamientos en sus botas de cuero, sinónimas rodilleras en sus pantalones, homogéneas coderas en los jerséis —informales, modernos— que les tejía su madre.

En aquel rancio colegio escolapio todavía no se estilaban los hallazgos de la pedagogía moderna. Todavía no se consideraba beneficioso ubicar a los hermanos gemelos o mellizos en distintas aulas por aquello de su socialización individual, del desarrollo de una personalidad propia. Se actuaba por orden de lista según los apellidos y punto. En aquel centro docente también estaban abolidos los nombres propios. El nombre propio se suponía pernicioso. Algo familiar, doméstico, antiacadémico. En todo el bachillerato nuestros compañeros de curso eran Jiménez, Losada, Rovirosa, Menéndez… Por eso nos hacía tanta gracia cuando oíamos a una madre o a un padre llamarle, por ejemplo, a Corbacho, Luis María o a Gutiérrez, Toñito.

Así las cosas, los profesores, curas o no, lo tenían difícil para distinguir a un Ciudad Real del otro Ciudad Real. Tampoco se andaban con melindres. Los había taxativos, cuando gritaban ¡Ciudad Real! y los dos hermanos, que naturalmente se sentaban juntos por imperativo de la lista, abrían mucho los ojos señalándose el pecho, el profesor volvía a gritar, ¡venga, los dos, a la pizarra! Otros decían tú mismo, haciendo una indicación con el dedo, y otros más ofuscados clamaban, ¡el que sea, coño! Esta última circunstancia producía desencuentro y soterrada pelea en los hermanos Ciudad Real. Los dos se acantonaban en sus pupitres y se freían a codazos y solapadas patadas hasta que el docente resolvía, generalmente a hostias. Siento emplear una palabra tan grosera en este escrito, pero es que no hay otra. En aquella memorable institución no se daban cachetes ni bofetadas ni coscorrones o capones, solo se daban hostias.

Entre nosotros, el alumnado, la canalla de proa, no había problemas. Tampoco distinguíamos a un Ciudad Real del otro, ni falta que hacía. Los dos eran tipos guais, cojonudos, fardones… y los dos jugaban muy bien al fútbol. Pongamos que se trataba de echar un partido en las disputadas y abarrotadas porterías del patio. Los capitanes echaban a pies para escoger a los suyos, el que hacía pie y raya elegía primero. ¡A Ciudad Real!, gritaba el ganador. ¡Al otro Cuidad Real!, gritaba el perdedor, y santas pascuas. La pequeña dificultad de que en la contienda le diéramos un pase al Ciudad Real equivocado, la resolvíamos poniéndole a uno de los dos algún distintivo, por ejemplo, un gorro o una bufanda atada en la cabeza, o bien, obligándole a despojarse del jersey y jugar en camiseta.

He dicho que los Cuidad Real eran buena gente. Eran gente estupenda, gente coherente. Empezaron compartiendo el bocadillo y pasándote los deberes hechos y terminaron compartiendo cigarrillos y pasándote postales pornográficas magníficas, pero tenían un defecto, se encolerizaban con facilidad. Se les ponía un no sé qué en los ojos y se les hinchaban las venas del cuello. Las peores peleas que uno se pueda imaginar eran las de un Ciudad Real contra el otro. Se arreaban de verdad, patadas, puñetazos, mordiscos… Cuando lográbamos separarlos, ambos ensangrentados y llorando de rabia, uno de los Cuidad Real nos explicaba entre sollozos y berridos: es que este ha insultado a mi madre. Me ha llamado hijo de puta.

Gondomar, 31 de enero de 2023

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