Manuel Janeiro
Mientras me fumo el último cigarro de la tarde burlando la vigilancia de mi mujer y de mi hija —ellas no saben que esos tres cigarros diarios, aparte de saberme a gloria, me recuerdan que ambas todavía me quieren— caigo en la cuenta de que me he quedado corto.
Escribí hace unos días un texto sobre los jardines y no hablé de las flores, no hablé de los nacimientos, no hablé de la muerte. No hablé suficientemente de la noche y de la vida que se ve, los cazadores, los recolectores, los merodeadores…, y de la que no se ve, la que concierne a las raíces, a las galerías de los topos y a las madrigueras de los ratones que a veces se confunden con las colmenas enterradas de los abejorros.
Diga lo que diga siempre me quedaré corto, pero esa es la gracia. El reto del escritor consiste en luchar contra las limitaciones del lenguaje, y nunca vence. Aunque el lector se crea que sí, que algunos vencen, él sabe que una y otra vez sale descalabrado. Garcilaso de la Vega, Shakespeare o Paul Celan se fueron a la tumba con la derrota en los labios.
Los más aguerridos, los de ánimo más fuerte, combaten a pecho descubierto al enemigo y ensayan un poema a la rosa. Son como escolares antiguos, eternamente asiduos al primer amor y a las noches estrelladas de julio. Los cobardes evitan la primavera, los atardeceres, los palios de algodón y los cielos azules.
Basta con decir, a sabiendas de que es insuficiente, que estás sentado al lado de las lágrimas blancas de la Espirea y llega un abejorro. Atruena, se adueña del aire, enmudece a los pájaros. Se introduce en la cascada de flores y obtiene lo que sea, polen o néctar. Por un momento calla y regresan los grillos, las ranas, los trinos de los pardales y el alarido de los cuervos. Es un nada, al rato sale derrumbando pétalos y se aleja con su orquesta de alas, bordones de contrabajo y escobillas de baterista arrastrándose sobre la tronadora.
Y están las mariposas. ¡Oh, las mariposas! ¿Quién se atreve con ellas, lejos ya de las clases de Gramática? Las mariposas vivían en los poemas y en los cuentos, en las rimas y en las cantinelas. Las mariposas volaban ayer entre los adjetivos, los sinónimos y el complemento de género y ahora lo hacen sobre las margaritas. Vuelan sobre las margaritas contradiciendo al mundo. Mientras nosotros vamos de la lozanía al gusano, ellas van del gusano al ser sobrenatural inexplicable. O sí, explicable. Son la metáfora perfecta de la resurrección, de la transformación, del alma. La efímera inmortalidad de las mariposas no es la terriblemente humana y poco imaginativa del cuento de Borges, sino la de la idea de cielo: la permanente belleza que formularon Platón y Jesucristo. Vuelan mariposas azules sobre las lígulas blancas de la margarita shasta, vuelan las mariposas de la col sobre la estrella de la margarita purpúrea.
Existen multitud de variedades de margaritas. Las hay solares, las hay como estampados de un vestido de verano, las hay que tiran de ti, las hay que gritan no me olvides. Respecto a la luz son de dos tipos, las que se cierran al anochecer y las insomnes. Margaritas que velan y margaritas recogidas sobre sí mismas. Unas son centinelas de la noche y otras legiones de sépalos dormidos.
Las mariposas, las margaritas, los lirios que desaparecen de un día para otro, las rosas que cambian a diario de carácter, las camelias que dejan una alfombra de corolas ajadas sobre la hierba, los dientes de león que emigran a los tejados, los recitales de los pájaros, las libélulas que se juegan la vida sobrevolando los nenúfares de los estanques, las procesiones de las hormigas en los troncos de los árboles, las lagartijas hambrientas, los sortilegios de los insectos, los aguaceros que dan de beber a los caracoles, a los sapos y a las lombrices de tierra, están ahí, existiendo. Me incitan para que aprenda el nombre de la Fotinia rosácea, de la Diosma hirsuta, del Lorepetalum chinense. Me retan a escribir de las flores sin repetir demasiado la palabra pétalo. Quieren que pierda el miedo, que sea capaz de escribir un cuento que diga: érase una vez la primavera.