
Manuel Janeiro
A Arturo Lorenzo
Los dispositivos lumínicos que he instalado en mi estudio son cinco pantallas led de 60×60 cm. Extienden por toda la habitación una irradiación uniforme y clara con la misma temperatura de color que la luz del día. Son idénticos a los que se utilizan en comercios, hospitales, colegios, oficinas… Espacios en los que es preciso extirparle a la luz el significado, reducirla a su función básica de proporcionar visibilidad desposeída de alusiones.
Tras la claudicación del día, con sus blancos, azules y amarillos, con sus dibujos de sombras, con las misteriosas proyecciones que otorgan movimiento a las cosas, con los pequeños rompimientos de gloria que vienen de la hojarasca de un árbol, que refractan en los ventanales y se extasían en el escritorio transformándolo, llega la noche —o la profunda tarde— y necesito esa luz sin alma que revela desapasionadamente las páginas de los libros, la libreta de notas, la pantalla del ordenador. Es como nos decían de pequeños que era la comida de los astronautas, píldoras sin sabor.
La luz de los centros comerciales, de los aeropuertos, de mi estudio no quiere existir, odia significarse. Es luminosidad proficiente, luz racional, sin sentimientos. Las pantallas de led —soles artificiales e inmutables— son hijas de los neones, pero estos estaban todavía tan cerca de las bombillas de tungsteno —un tembloroso filamento, una sentimentalidad de noche antigua— que se podía hacer arte con ellos, que se podían cargar de atribuciones y símbolos, como lo hicieron, por ejemplo, el cineasta Godard en Alphaville o los artistas conceptuales Bruce Nauman y Joseph Kossuth. Las pantallas led son casi cuánticas, fotones que propagan luz sin más. Sabrán los físicos adscriptos a la Teoría de Cuerdas si sus partículas vibrantes nos están insinuando la existencia de lo inalcanzable.
Nosotros somo seres antiguos, comprendemos simbologías pretéritas, como el claro de luna, las pavesas del fuego, la llama estremecida de las velas y quizá los mensajes de la luz en los templos.
La arquitectura cristiana es un ejemplo. Capillas, iglesias y catedrales se construyeron siguiendo un precepto dictado por los puntos cardinales. Al este la vida, al oeste la muerte. En el sur la intensidad divina, en el norte las estratagemas del mal. Jesucristo ocupa el lugar del sol naciente, el Sol Invictus de los remotos cultos. Su altar se sitúa en la cabecera, y los vanos del ábside proyectan columnas de claridad cegadora, rayos que deslumbran a los fieles. De este modo, el altar a contraluz es invisible, solo se puede imaginar. Por el contrario, la luz escarlata, carmesí y granate de los incendios del ocaso, se manifiesta como una lámpara votiva en el rosetón de la portada y les recuerda su condición a los mortales.
Luego están los maravillosos clamores, los prodigiosos espantos del sur y del norte: los vitrales. Con frecuencia en la arquitectura gótica se repiten los temas de las vidrieras en las fachadas septentrionales y meridionales. La misma morfología, la misma sintaxis, las mismas narraciones. Es solo la luz proyectada, la luz teñida lo que las diferencia. En el sur el policromado baño que te envuelve te eleva a los divinizados ámbitos de cielo y tierra. Se derraman los frutos. Susurran los pájaros y el agua. Descienden enredaderas que abrazan a las espigas y a los santos. En el norte una angustia azul te aprisiona el alma, te acongoja la conciencia. Las imágenes se vuelven negras. Se evidencia el sinuoso camino de la penitencia.
Hace muchísimos años me quedé encerrado en la catedral de León. Eran todavía los tiempos en que las catedrales más que monumentos eran lugares de oración. No había taquillas, ujieres, audioguías, ni siquiera visitas guiadas. ¿Iba yo allí a rezar? Lo dudo porque me acababa de desprender de la fe, pero no así del sobrecogimiento de lo sagrado. Acudía a la caída del día como el que tiene una cita consigo mismo. Contemplaba. Veía como la tarde abandona la vida enardecida de los vitrales sureños para poner una brevedad cárdena en el rosetón de la fachada occidental.
Se me fue el santo al cielo y llegó la noche. Debí pasarle desapercibido al ostiario o ese día realizó una ronda superficial. La noche de León era profunda, las luces de la calle no alcanzaban al claristorio. Ni siquiera los ventanales inferiores traslucían la luz de los faroles urbanos. La oscuridad retrotrajo el templo a su origen románico, a su origen profundo de colina de la que habían huido los dioses. La semántica de la luz quedó en suspenso y yo tuve la sensación de estar a la intemperie, de ocupar un caserón inhabitable privado de los relumbres cósmicos.
La luna debía de estar en cuarto menguante, porque poco más allá de la media noche iluminó, tras el altar, los dobles ventanales de las capillas del deambulatorio. Mas fue una luz triste, una resurrección de Cristo opaca. Luego recorrió el sur y parece que devolvió, fantasmalmente, algo de color a las escenas del cielo, a los escudos nobiliarios del triforio. Después me quedé dormido sobre la madera de un banco.
Gondomar, 7 de marzo de 2024