Manuel Janeiro
Es un verso de una canción de Georges Moustaki. Cuando alguien quiere hablar de la salud que un día disfrutó el planeta a menudo utiliza el símil del jardín. De hecho, un jardín es el paraíso agrícola de Jenofonte y en el jardín del Edén plantó Yahveh el Árbol de la vida, según el Génesis.
Algunos ayuntamientos tienen una Sección de Parques y Jardines y el deseo de muchos habitantes de la ciudad es disponer de una casa con jardín o, aunque sólo sea, de una terraza en la que componer un vergel en miniatura. Miniatura, densamente ajardinada la de esos balcones de los barrios antiguos que dejan colgar de su antepecho cascadas de geranios y esparragueras con racimos de flores blancas en temporada.
Se dice que un jardín refleja el carácter de sus dueños, y con frecuencia su condición moral, añadiría yo. De ahí que la tónica general de los parques públicos en los últimos tiempos sea la mutilación, la poda castradora, el encanijamiento. Las corporaciones municipales semejan odiar al árbol. Les debe parecer poco la desforestación, los incendios, la guerra desatada contra el bosque y procuran poner su granito de arena. Talan ejemplares centenarios, enmuñonan chopos, tilos y castaños de indias, empiedran riberas, eliminan árboles ciudadanos de plazas, bulevares y calles. Lucen las calles sus alcorques vacíos a la espera de jardineras hipócritas.
Quien quiera tener un verdadero jardín debe iniciar una pugna contra la muerte, porque la naturaleza es persistente pero lenta. Debe vivir y debe hacerlo a la par que su floresta crece. Las plantas de su jardín y él unen sus pulsos y ambos se sostienen. El jardinero sabe que no alcanzará a conocer la plenitud de sus árboles, pero al mismo tiempo sabe que ellos le otorgan una costumbre construida con atisbos de inmortalidad. Como si tuviera la oportunidad de sentir, cada estación, cada engrosamiento de los troncos, el calor de los dioses.
Tengo una experiencia personal en la elaboración de esa naturaleza culturizada que llamamos jardín. Comencé a levantar el mío a partir de un desastre: la construcción de una casa. Las obras prodigaron el caos y extendieron la muerte. Sepultaron el manto fértil del suelo e hicieron emerger el sabre estéril. Apelmazaron el terreno hasta convertirlo en una masa pétrea incapaz de asumir el agua. Por supuesto, eliminaron la vegetación del terreno: helechos, jaras, laureles… y lo que aquí llaman hierba de conejos y en otros sitios malas hierbas. Malas hierbas que para un botánico encierran especies maravillosas como el llantén mayor, la alquemila o el diente de león. Sería incapaz de describir ahora el genocidio que las obras cometieron contra los minúsculos pueblos de los insectos: hormigas, saltamontes, escarabajos, abejorros y avispas de tierra… y también contra las progenies de los pequeños roedores. Yo sufría a diario pensando en el desconcierto de los topos y en la desolación de las madrigueras de los ratones de campo desbastadas. Incapaz de gobernar a los feroces constructores que me tocaron en suerte, ni siquiera logré impedir que enterraran escombros y otros desechos tóxicos. Les resultaba más fácil sepultarlos que trasportarlos a los puntos de recogida como rezaba el proyecto.
Tardó la tierra en perdonarnos y la primera reacción del jardín fue sublevarse, no dejarse hacer. Casi todo moría o se enquistaba en una resistencia de desarrollo cero. Nada parecía querer crecer, aunque yo acarrease tierra, plantara especies, fertilizara el suelo con hojarasca del bosque y con mantos de trébol. Supe que la naturaleza, dócil como es, empezaba a otorgarme su perdón cuando regresaron los pájaros. Lo hicieron primero las urracas, los mirlos y los cuervos, luego vinieron a pastar las palomas torcaces seguidas de los petirrojos, los carboneros y los verderones, veloces e inquietos como cometas.
Al fin, con los años, más de veinte pasaron, el jardín merece el nombre de edén, de bendición de cielo y tierra. Es un ser que alienta, convierte el agua en perfumes, las hojas muertas en fuerza, extiende paz y placer para los ojos, alivia el dolor, sana las afecciones del alma y del cuerpo, alimenta a esta lombriz, a este escarabajo sanjuanero, a este habitante de los altos cielos o a este del éter bajo de los insectos.
Pero lo más difícil para mí no fue identificarme, aprender la oración que rezan los árboles. Las preces rojas del arce, las letanías de los sauces, las avemarías de los frutales, los salmos de los laureles cuando los vence el viento, sino saber ubicarme en el espacio del rezo.
Actuar en él comprendiéndolo, gobernar el reino como si los seres vegetales, los pájaros, los reptiles y los insectos fueran sujetos de derecho. Sólo así el jardín te acepta y te abre las puertas. Te enseña los lugares desde los que se manifiesta. Siéntate aquí, en la hierba, dice, bebe de esta fuente y contempla. De noche, mientras tú duermes, él sigue creciendo. Al amanecer, las raíces, los tallos, las yemas y las hojas prosiguen. En la gloria del día continúa latiendo, y también bajo la indiferencia de la tarde. Y cuando llegue el día en el que todo se detiene él seguirá viviendo, por si tienes hijos, por si tienes deudos, por si alguien te ha querido y paseando por sus senderos, bajo las ramas de los árboles que tu amaste, te recuerda.