El viaje

Manuel Janeiro

Hace un millón y medio de años los que a la postre seríamos nosotros y que conocemos como Pithecanthropus erectus abandonaron África para establecerse en zonas de Europa y de Asia. Pasaron por el actual Estrecho de Gibraltar, entonces inexistente, por Sicilia, unida a los dos continentes, y por la Península Arábiga. ¿Latía ya en estos ancestros el anhelo humano de la exploración o lo hicieron impelidos por un cambio climático? Da igual, el caso es que partieron en busca de territorios en los que fuese posible la continuidad de su especie, o nuestra especie, si se quiere. Algunos historiadores los llaman “hombres corredores”. Condición, la de corredores, que nos ha salvado tantas veces la vida. Correr, conquistar, explorar, investigar es nuestro sino. Somos un animal nidífugo.

Hace doscientos cincuenta mil años surgió en Europa Central el Homo neanderthalensis, descendiente del Homo heidelbergensis, un tipo de erectus. Los Neandertales quizá fueron menos viajeros que los Pithecanthropus erectus, pero se extendieron por Inglaterra, España, Asía Central y Suroriental y Siberia. No tuvieron mucho tiempo para viajar, vivieron solo alrededor de doscientos mil años. De cualquier forma, no se les puede calificar de malos corredores, teniendo en cuenta los modos de locomoción prehistóricos.

Hace quinientos treinta y un años el Hombre de Cromañón creyó descubrir un nuevo mundo y viajó en tres barcos de vela desde el Puerto de Palos (Huelva) hasta la isla Guanahani (actual San Salvador). En Las Indias, nombre primitivo del continente americano, los cromañones europeos se encontraron con los cromañones americanos que, tras su sometimiento, se convirtieron en mano de obra barata, muy barata, e hicieron fluir un caudal de riqueza del Nuevo Mundo al Viejo. Especias, metales preciosos, nuevos cultivos…

Hace cincuenta y cuatro años el Hombre de Cromañón viajo en el Apolo 11, una nave espacial impulsada por el cohete Saturno V, al espacio exterior, y llegó desde Cabo Kennedy (EE. UU) hasta la Luna. Mas no la colonizó y apenas si se trajo algunas muestras geológicas. Desde entonces, siguió enviando al espacio naves sin tripulación que recogieron muestras de Marte y de Venus y de algunos grandes asteroides. También sobrevoló Mercurio, Júpiter, Urano y Neptuno y exploró con potentes telescopios nuestra galaxia.

Hoy, el Hombre de Cromañón sabe que existen en la galaxia de diez a veinte mil millones de exoplanetas habitables. Es decir, cuerpos celestes con agua, fuentes de energía y temperatura semejante a la terrestre. Rastrea en ellos posibles huellas de oxígeno e incluso de combustión de hidrocarburos. La Vía Láctea, que indica el Camino de Santiago, nos conducirá de nuevo a la salvación. Seremos redimidos pronto de nuestros más horribles pecados, aquellos que solo encuentran absolución en la purificación del viaje.

Los horribles pecados conducen inexorablemente a la muerte (la muerte es la no salvación) y hemos hecho acopio de culpas. Puede que extenuemos a nuestro ajardinado planeta, que logremos convertirlo en un núcleo de hierro semejante al asteroide Psyche 16. Puede que lo reventemos con sucesivos desastres nucleares. Puede que solo consigan sobrevivir los cromañones más culpables. Sí, pero siempre quedará el recurso de la peregrinación a la nueva Compostela: alguno o algunos de los exoplanetas habitables. Siempre, claro está, que nos dé tiempo. La estirpe surgida de los Hombres erectos supo encontrar Europa, los fríos siberianos, los húmedos y cálidos confines de Asia, varias veces América y a su astro familiar, la luna. Recordemos que los primeros habitantes de nuestro pálido satélite fueron Méliès y Julio Verne. ¿Por qué no vamos a habitar las nuevas Compostelas? Cierto que se presentan determinados problemas. El primero de ellos es la atmósfera y los campos gravitatorios. Necesitamos localizar al menos un exoplaneta habitable cuya atmósfera contenga nitrógeno y oxígeno en las proporciones adecuadas, 75% y 25 %, aproximadamente, y una fuerza gravitacional que nos permita andar sobre su superficie. Pero pudiendo elegir entre diez mil o veinte mil millones de posibilidades, malo será que no nos valga alguna. El segundo problema parece más difícil, se trata de la cuestión del transporte. Cristóbal Colón tardó treinta y seis días en redescubrir América impelido por la fuerza del viento, impelidos nosotros a la velocidad de la luz tardaríamos más generaciones en llegar a la astral Compostela que tardaron los Hombres erectos en llegar desde el corazón de África a la isla de Java. Necesitamos una velocidad mayor que la velocidad de la luz, es más, necesitamos olvidarnos de la velocidad de la luz. No sabemos si la solución vendrá de la mano de la nano ingeniería o de la inteligencia artificial o de la biología sintética o de una futura ciencia absoluta, como tampoco sabemos si será el Hombre de Cromañón o la especie que lo sustituya, quizá llamada Self-evolved humans, quien realizará el viaje colonizador del espacio. No será, seguro, en naves como la actuales, será a través de una puerta. Una puerta que pliegue el espacio o que permita avanzar en el espacio a la vez que se retrocede en el tiempo.

Lo que cabe suponer es que existiendo en la galaxia exoplanetas tan favorables a la vida no contengan ya su propia vida. ¿Las formas de vida existentes en los nuevos mundos serán tan dóciles a la colonización como lo fueron los precolombinos? ¿Se dejarán exterminar mansamente? Aunque también cabe esperar en los futuros colonizadores algún tipo de progreso moral añadido al progreso tecnológico y que en vez de presentarse como conquistadores se presenten como respetuosos emigrantes en busca del paraíso perdido. ¿Quién sabe?

Del horroroso pecado de volver inhabitable el planeta Tierra nos absolverán los exoplanetas de acogida. Sin embargo, allí no acabará el viaje. Un viaje contra la extinción y que obedece al primigenio instinto de supervivencia arraigado en cada una de nuestras células animales. Advirtamos que hemos nacido en pecado original. El pecado original se llama muerte y consiste en la angustia de saberse atrapado en algo que desaparecerá seguro. Nuestro cuerpo tiene los días contados, nuestro sistema solar tiene los días contados, los exoplanetas en los que residiremos mañana tienen los días contados y, finalmente, nuestro universo tiene los días contados.

No importa, la puerta en la que se pliega el espacio nos permitirá, dentro de cien o doscientos millones de años, cuando nuestro universo colapse, seguir viajando sin tregua en busca de infinitos universos nacientes.

Entonces, la metáfora de Dios tendrá sentido. Solo necesita una pequeña corrección cronológica. Aquel Dios que los primeros homínidos adoradores situaron en el origen de todo está al final, agazapado en nosotros. La célula procariota, pasando por el pez, el anfibio, el mamífero, el primate, el homínido y los Hombres de Cromañón, evolucionará hasta alcanzar por fin el mito, hasta alcanzar el Dios.

Gondomar, 24 de octubre de 2023

Nota del autor.

Este artículo científico ha sido inexplicablemente rechazado por las revistas Nature (Nature Publishing Group), Science (American Association for the Advancement of Science), JACS (Journal of the American Chemical Society) y las españolas Estudios Geológicos (Consejo Superior de Investigaciones Ciéntíficas) y Scripta Theologica (Universidad de Navarra).

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