Manuel Janeiro

Otoño prodiga la muerte con dulzura. Las sinfonías del viento, los coros de la lluvia, el encendido ropaje de los árboles ocultan la muerte de las hojas. Absortos en el esplendor del escenario —alfombras de cadmio bajo los abedules, danzas púrpuras alrededor de los arces, láminas de oro dócil al pie de los castaños— no advertimos que el campo se vacía. De repente, los árboles deshojados azotan el aire, espantan a la luna, desabrigan los nidos de los pájaros y el hinojo y la hierba de San Juan huelen a frío.
Si no fuera por los robles el invierno sería un lienzo limpio en el que dibujar a lápiz la gravidez de las yemas, a tiza la avanzadilla de los brotes, con pintura de dedos las salpicaduras fucsias de las bergonias, con acuarela los aguaceros, con plumilla y tinta china las primeras camelias.
Mas el roble interpreta todavía la canción del otoño, la tragedia del adiós, el drama de la despedida. Este dios entre los dioses silvestres se apega a sus hojas. En el robledal el follaje es de bronce, mantiene en enero, en febrero aun, ápices de lozanía marchita.
La fronda otoñal del árbol de los druidas, hermosa como un fósil, como un insecto encerrado en el ámbar, como el sarcófago esmaltado de una reina egipcia, desconoce que el hierro llegará tras la edad de bronce y el negro de la nada abatirá a sus hijas.
Caerán ellas cual objetos preciosos sobre los helechos y los arbustos del monte bajo, y también sobre la mullida marga de los bosques en la que crecen los hongos y medita el musgo. Cada hoja rendida es una alhaja de bronce patinado, verde como los tejados de Viena, dorada como los dragones de Bratislava, marrón como el hábito de los carmelitas.
Son oro viejo, plata oscura, hierro oxidado hasta que se integran en el humus y las devoran las lombrices de tierra.
En los robledos el suelo es profundo y perfumado. Si te entierran bajo su manto dormitas. Aguardas a la primavera en la que te reencarnarán las hojas. Por mucho que creamos que Dios no existe, a través de la tierra de los robles se alcanza el reino de los cielos. Da igual el muerto. Lo mismo asciende el perro, que la flor, que el hombre.
Después de leer esta maravilla me veo obligada a pintar al dictado . Iré leyendo y pintando . Muchas gracias , Manuel .
El silencio de los robledos, el silencio del invierno, el silencio de lo y de los que ya no están.
Muy hermoso, y cuán terrible al tiempo
Emocionante, elegante, cargado de imágenes, olores, sabores, un paisaje entre palabras, hgracias!
Curiosidad, no tan superficial: RoBLe tiene las mismas consonantes que aRBoL, y en el mismo orden.
Siempre, siempre, siempre. Qué hermoso es el lenguaje cuándo lo tañes tú, Manolo.
Me ha gustado mucho
Muy bueno