El misterio de los calcetines

Un relato del género negro

Manuel Janeiro

Estoy convencido de que les pasa a muchísimas personas. Los calcetines se pierden y ya está, no tiene mayor importancia. Se dice jocosamente que se los come la lavadora, que se los lleva el viento del tendal, que se esconden en el cuarto de la plancha, que se escabullen en los entresijos de los cajones. La gente se compra calcetines nuevos y listo. Por eso venden en los almacenes packs baratos con decenas de pares.

Mi problema es que un día decidí investigar qué ocurría con los calcetines perdidos. Tengo información científica, soy racionalista, no creo en explicaciones sobrenaturales. En todo caso, dudo de que se pueda demostrar la existencia de Dios por su contrario: un diablejo de ínfima categoría que atormente a los mortales robándoles sus calcetines. ¿Para qué? ¿Para qué blasfemen y se condenen? ¡Menudo Mefistófeles de pacotilla!

Mi madre, que me defendía siempre, argumentaba que yo no era obsesivo como explicaban los informes escolares, sino que era un niño con tesón, con mucho amor propio. Mi padre decía que era un berzotas tozudo. Tendrán razón ambos, no quiero tomar partido ahora que ninguno de los dos está conmigo.

El caso es que, recientemente, me entregué a la búsqueda de una explicación lógica aplicando investigaciones guiadas por la razón, al estilo de Conan Doyle o Agatha Christie. Lo primero que hice fue una limpieza exhaustiva de los cajones de mi vestidor. Ordené, clasifiqué, escudriñé. Encontré objetos inesperados que me pusieron al borde de las lágrimas, como, por ejemplo, la pluma estilográfica de nácar que me regalaron en mi primera comunión, pero ni rastro de los calcetines. La ciencia admite los actos inconscientes, así que extendí la búsqueda a otros ámbitos de la casa: los cajones de mi escritorio, la biblioteca (miré incluso entre las páginas de los libros), las alacenas de la cocina, la despensa, la nevera, el congelador. Puse especial atención en el interior de la lavadora y el cuarto húmedo: pinzas de la ropa, cesta de la plancha, colección de bayetas y trapos, pero ni rastro de los calcetines.

Decidí entonces interrogar a los miembros de la familia, mi mujer y mi hijo. Lo hice primero discretamente, pero ante la falta de colaboración, es más, ante su indiferencia, pasé a la acción y exigí que me mostraran todas sus pertenecías. Se negaron rotundamente y me tildaron de loco. Dicha actitud me pareció algo más que sospechosa. Aguanté el chaparrón y a los pocos días, pretextando una indisposición, me quedé en la cama y aguardé a que mi hijo se fuera a la universidad y mi mujer a su trabajo. Puse patas arriba todos sus armarios y cajones. Esperaba encontrar multitud de calcetines míos entre las medias de mi mujer o en la leonera en la que mi hijo arrumba su ropa. La mañana duró lo que dura la llama de un fósforo y ellos me sorprendieron intentado reducir la revuelta de prendas a sus estantes y cajoneras.

Mi mujer habló conmigo seriamente. Dijo que estaba poniendo en riesgo la convivencia, la familia, el matrimonio. Fingí desistir, enmendarme, renunciar a mi estúpido empeño. Dejé pasar los días en aparente calma, pero con la certeza de que estaba cerca de aclarar el enigma. La realidad es que mis calcetines desaparecían y las cosas reales deben poder explicarse mediante la observación, el análisis y la descripción utilizando principios científicos y lógicos. Me quedaba una observación fundamental, me quedaba la asistenta.

Opté por un interrogatorio sutil, indirecto. Comenté con la señora lo útiles que pueden resultar los calcetines para limpiar los cristales. Nada como una mano experta enfundada en un buen calcetín para eliminar esos molestos brillos que quedan en los cristales tras enjabonarlos y aclararlos. Técnica que también se puede aplicar a la vitrocerámica con éxito. La mujer me miró espantada y me dijo que a ella jamás se le podría ocurrir tamaña bobería. Me pareció sincera. Rechacé la idea de que mis calcetines estuvieran siendo utilizados como utensilios de limpieza. Sin embargo, no dejé de desconfiar de la asistenta. ¿Y si ella estaba proveyendo de calcetines a su marido y a sus dos hijos varones a mi costa? ¿Y si los calcetines eran sencillamente robados? Creció en mí esa sospecha hasta el extremo de terminar despidiendo a la asistenta. Mi mujer me puso de vuelta y media. Me llamó de todo, me llamó enfermo y sugirió que fuese al psicólogo urgentemente.

Estuve a punto de renunciar a mis investigaciones el día en que, ya sin asistenta, constaté que los calcetines seguían desapareciendo. Había sido injusto. Había privado de su trabajo a una inocente. Me rehíce al poco. Pensé que ni Sherlock Holmes ni Hércules Poirot claudicaban ante las dificultades. Probablemente el recuerdo de estos dos grandes investigadores me condujo a la idea de contratar a un detective privado. Acudí a una agencia e hice seguir a mi mujer y a mi hijo durante una semana. Quería saber todos sus pasos. Si los calcetines no estaban en roperos equivocados y descartados los actos inconscientes y el robo, no quedaba otra alternativa que los actos conscientes de mi familia. Algunos de sus miembros, mujer o hijo, los hacía desaparecer. ¿Con qué propósito? ¿Desquiciarme? ¿Volverme loco? ¿Practicar con mis calcetines encantamientos? ¿Estaría alguno de ellos convirtiendo mis calcetines en objetos fetiches?

El investigador privado me entregó un completo informe (testimonios fotográficos incluidos) de las actividades extra hogareñas de mis dos seres queridos. No he de revelar aquí los sorprendentes contenidos del informe, no son objeto de la presente investigación, diré solamente que ninguna de las curiosas correrías descriptas en él tenía nada que ver con mis calcetines.

Me vi obligado a replantearme las indagaciones. Adopté una nueva metodología que partiera de cero. Advertí que todos mis calcetines eran de color negro, primer error: se confunden los unos con los otros y es imposible seguirles la pista. Debía deshacerme de mi colección de calcetines y comprar pares más personalizados, calcetines con identidad. Adquirí un par azul marino, un par burdeos, un par verde botella, un par amarillo ocre, un par marrón carmelita y un par verde musgo. Los ordené con esmero en su cajón. Como, tras el despido de la asistenta, fui castigado a encargarme personalmente de la lavadora y de la plancha, el control sobre mis calcetines debería ser absoluto. Imposible las pérdidas.

Creí desfallecer cuando una tarde oscura de noviembre, tras repartir el contenido de la cesta de la plancha en las correspondientes habitaciones, comprobé que me faltaba un par. Revisé la lavadora, la secadora, revisé el cuarto de la plancha, recorrí los pasillos, las escaleras que aceden a los dormitorios, reconté mil veces los pares ordenados en mi cajón que me miraban cromáticos, silentes, burlones y no obtuve ningún resultado. Nada, no había nada que hacer, estaba desesperado, el par de calcetines burdeos había desparecido inexorablemente.

Después de una temporada de apatía en la que fui perdiendo poco a poco calcetines (un día solo uno azul, otro día los dos carmelitas) experimenté una iluminación, se puede decir que una epifanía. Recordé un axioma científico. Dice más o menos así: “mientras que muchas cosas reales pueden explicarse mediante enfoques científicos y racionales, siempre es necesario reconocer los límites de nuestro conocimiento actual y estar abiertos a nuevas investigaciones y descubrimientos”.

Con esta sabia advertencia en la boca como un ensalmo entré en la mercería del barrio y me compré dos docenas de pantis negros talla XXL. Fue mi salvación, mi conquista de la serenidad, mi cura. Se acabó la incertidumbre. Mis obsesivas preocupaciones se diluyeron como una piedra de hielo en un vaso de whisky. Los pantis nunca se pierden, se rompen antes.

Gondomar, 6 de diciembre de 2023

1 comentario en “El misterio de los calcetines”

  1. No deja de sorprenderme que un texto sobre algo tan habitual, rutinario, desquiciante a veces, pueda ser tan interesante. No puedes dejar de leer porque necesitas saber como va a acabar. Enhorabuena como siempre, mi sincera admiración. Aunque a veces me preocupes…

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