El jardín de las Hespérides

Manuel Janeiro

Para Antonio Piñero

1

¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen en esta basura pétrea?

T.S. Eliot

Por todavía no sé qué culpa fui condenado a una tierra baldía. El contrapunto de la arcádica Stuttgart (la elegía de Hölderlin). Allí no había cielo ni hierba. No había manto vegetal ni musgo. Una oscuridad verde ceniza envolvía el boscaje y ennegrecía los ánimos. Cientos de eucaliptos se apretaban los unos contra los otros transformando la claridad en luz nocturna. El eucaliptal esclavo apestaba los suelos, desangraba las nubes, enmudecía cualquier cántico de insectos o pájaros. Los árboles antípodas, que en su continente de origen perfuman el bosque, aquí, condenados a una explotación desoladora, desecan el monte, acidifican el suelo, reducen el contenido de arcilla y nutrientes. Las especies autóctonas desaparecen bajo su sombra y con ellas numerosos reptiles y anfibios e insectos y pájaros.

No tuve otro remedio que talar los eucaliptos invasores, arrancar sus raíces, pero la tierra tardó en recuperarse. Al principio todo era lodo, sollozo de la lluvia en el barrizal encharcado. Fue necesario cerrar las heridas del terreno abrigándolo con sucesivas cosechas de hojas que traje desde lejanos bosques vivos, hacer acopio de estiércol y de las algas secas con las que la pleamar marca sus límites. El cuidado alimentó la tierra que al final del invierno se salpicó de hierbas: nomeolvides de campo, dientes de león, ortigas, garranchuelos, panizos silvestres… Bendije al viento que habría traído sus semillas hasta mi tierra baldía. Las hierbas florecieron en junio y se extendieron. La siguiente primavera todo el antiguo eucaliptal era una pradera verde pespunteada del azul de las nomeolvides, de las colas de caballo de los panizos, del rosa de las malvas, del blanco anacarado de los saúcos. Entre las matas de diferentes verdes empezaron a vivir los escarabajos y a sobrevolarlas las moscas de miel y las avispas. Cuando cavé los primeros hoyos para plantar árboles llegó el primer petirrojo. Estos pájaros, que parecen ángeles de Andrea Mantegna, acompañan a los labradores y a los jardineros. A dos pasos de ti rebuscan en la tierra removida, en la tierra rica en lombrices y larvas. Entonces supe que la maldición había cesado y que podía, por fin, celebrar un pacto con las ninfas del atardecer.

2

Dicen que la obscura tierra perforan y todo lo penetran, todo lo exploran.

Apolonio de Rodas

Han pasado los años con una suave inmortalidad extendiéndose por lo que sí puedo llamar ahora jardín de las Hespérides. Los árboles, los parterres de flores, los ingentes pueblos de las aves se eternizan nutridos por las manzanas de oro. Solo yo envejezco en el paraíso encontrado, mas sin advertirlo. Porque cada otoño, Eritía, la más joven de las tres doncellas de occidente, renueva las hojas de los olmos, enciende los pámpanos de las vides, enrojece las semillas del espino de fuego y pone topacios en los dedos de las nandinas. Año tras año, veo pasar la Pascua adornada con los frutos rojos de cotoneasters, lentiscos y piracantas como si nada pasara, como si el tiempo fuese un círculo.

Y en primavera, Egle, la más sabia de las tres diosas del ocaso, provoca en los sauces una fuente de hojas. Con ella nace la luz imperecedera de todas las aguas del jardín, las que alimentan a los nenúfares del lago, las que corren por las desnudas flores de las magnolias —esas que mantienen vivo a lo largo del día el espíritu de la aurora—, las que tañen un himno antiguo en la roldana del pozo, las que viven en el brillo de la hierba. En primavera todo son acontecimientos perdurables, prodigios de la eternidad, como que crezca en las riberas del arroyo el berro o que los tallos de la menta de lobo invadan los caminos o que vuelvan los rosales a cubrirse de rosas.

Y en verano, Héspere, la más hermosa de las tres hijas de Atlante, adormece a los olmos, los sume en la siesta de la tarde para que se oiga solo el murmullo de los insectos. Unos tremolan, vibran, estridulan y otros arrugan el aire. El jardín se inmoviliza y la ninfa lo convierte en la inmutabilidad de un cuadro. Los rojos de las fotinias han adquirido su carmín ya para siempre, las corolas de las margaritas no pierden un solo pétalo, el pitósporo exhala su perfume primigenio a duna y los pájaros son dibujos en las ramas, dibujos en el cielo, dibujos en la continuidad sin fin.

El invierno reúne a las que Hesíodo llamó diosas de las voces claras. Las tres ninfas danzan en el hielo. Sus velos se empapan con los aguaceros, relucen de escarcha, brillan en la estrella vespertina y mantienen viva la noche pura con sus canciones. En las noches de invierno el cesto de frutas está colmado de manzanas. En los días de invierno entre las nieblas el laurel no muere.

En el jardín de las Hespérides, cuando llegan las garzas grises al campo anegado y el cuervo reclama el reino de los cielos y se llenan de agua los ríos secretos, las tormentas sublevan al océano que lo circunda para que la barca de Caronte naufrague entre las olas.

Yo no advierto en invierno que la muerte se afana en cerrarme los ojos y me cobijo en las hojas impenetrables de la cryptomeria o tras los cristales empañados de la casa. Y como el que empieza un paquete de sal y cree que no se va a terminar nunca o el que corre las cortinas de su alcoba noche tras noche y piensa que las cuerdas no se van a romper jamás, me invisto con la corona de laurel de Apolo y creo firmemente que la inmortalidad del jardín de las Hespérides me protege.

Gondomar, 20 de octubre de 2023

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