Manuel Janeiro
En la isla de la sociedad del bienestar y el estado de justicia, ¿dónde se puede refugiar un eremita?
Los eremitas renunciaron al poder de la palabra que antecede siempre al poder de los ejércitos y eligieron el silencio. ¿Pensaban que el silencio podía convencer a alguien, transformar algo?
Antes de las conquistas y las revoluciones estaba el discurso. Las conquistas de Alejandro Magno (S. IV a.C.) —la extensión del helenismo— fueron precedidas por el espíritu universalista de Heródoto, por la búsqueda de las verdades universales de Sócrates, por la cosmópolis de Platón y por el sincretismo cultural de Aristóteles. Cristo, Marx y Engels anteceden a la revolución comunista. Norbert Wiener, Marshall McLuhan y la teoría del espacio público de Jürgen Habermas preludian la era del ciberespacio y de la inteligencia artificial.
Sobre las bayonetas de los soldados, las barricadas obreras, la guerra de guante blanco de Silicon Valley gravita el discurso.
Los que ahora vivimos querríamos seguir leyendo. Que un torrente de ordenadas palabras nos mostrase el camino. Nos gustaría que una nueva teoría del cambio nos convenciese antes de volver a asaltar el Palacio de Invierno. Una iluminación —un Sermón de la Montaña, un Contrato Social, una Declaración Universales de los Derechos Humanos, un Manifiesto Sufragista (Declaración de Seneca Falls), una Carta desde la Cárcel de Birmingham…— nos permitiera salir del atolladero (atolladero es, por ejemplo, contemplar impasibles el genocidio de Gaza o a la gangrena de la democracia). Pero, o bien, algunos, hemos perdido la capacidad de entender, o ya no lee nadie —sumidos en Tik Tok— o una secreta, atroz y poderosa censura amordaza al pensamiento y lo que se escucha es una burundanga. Una algarabía de tópicos e imbecilidades peligrosas que aconseja el tiro en la sien bajo el liderazgo de los más broncas.
Estamos perdidos, Europa es un eremitorio de silencio santo, un tanatorio en el que yace el Paraíso de Jenofonte (encomio de la virtud y de la agricultura) ideado después de la Segunda Guerra. Entendamos que Jenofonte pensaba, tras vivir la devastación de las Guerras médicas y del Peloponeso, en un espacio de paz donde la agricultura (bienes) y la virtud (justicia) proporcionase la igualdad entre los hombres. Pareció posible alcanzar en la Europa comunitaria el ideal kantiano expuesto en La paz perpetua (1795): “una federación de Estados libres que cooperen para mantener la paz”. Kant señala en el mismo texto—aplicando su Imperativo Categórico a lo político— que las leyes y decisiones políticas deben seguir principios universales y éticos, es decir, deben ser justas para todos y no beneficiar solo a determinados grupos. Por si no quedase claro, añade el filósofo que el poder legítimo surge del consentimiento de los ciudadanos, quienes deben ser tratados como fines en sí mismos y no como medios para otros fines. Si Immanuel Kant levantara la cabeza le parecería que la Unión Europea había seguido sus consejos. Se lo parecería porque sería un recién llegado, milagrosamente devuelto del mundo de los muertos, y no sabría, en realidad, lo que se cuece dentro. Las fronteras de la UE (las tapias del Jardín de Jenofonte) sufren un creciente asedio. No de inmigrantes, sino de enemigos. Reciben ataques coordinados, sincrónicos, de todo el orbe. De las teocracias, de los totalitarismos y de las falsas democracias o dictaduras enmascaradas y, últimamente, del amigo americano, con quien ha mantenido a lo largo de su historia una relación de ratón soberano bajo el dominio de un gato. Y por si esto fuera poco, ha visto en los últimos tiempos crecer las deslealtades internas. Estados federados que se han pasado al enemigo con todo su bagaje de subvenciones y ayudas comunitarias y, en su núcleo fundacional, el surgimiento (quizá resurgimiento) de partidos antieuropeístas contrarios a todo lo que suene a internacional o federativo, pero que, paradójicamente, se organizan para montar una nueva quinta columna internacional de saboteadores.
¿Qué hacer? ¿Cómo salir del eremitorio, de la afasia, y recuperar el habla en un mundo de palabras gastadas?
Las propuestas kantianas parecen monsergas del abuelito. El sistema educativo de la isla las repite como una cantinela moral que no interesa a nadie. A lo chicos y chicas, nacidos en la comodidad de la isla, en un jardín que ya estaba plantado, Democracia y Derechos humanos les suena a rollo patatero. Su yo acrobático en equilibrio difícil no se motiva. Los conceptos gastados no son emocionantes. Ya no pueden salir a las calles de París a levantar adoquines para encontrar la playa subyacente, la playa en la que el viento marino, la libertad del sol y la revolución de las olas gritaban: “La imaginación al poder” “Prohibido prohibir”, “La Universidad es una cárcel”.
¿Tienen ellos la culpa? Oímos a diario que no se implican, que ni siquiera ahora, que corren el riesgo de perder los jugosos y aburridos frutos del Jardín de Jenofonte se espabilan. Lo cierto es que podrían contestarnos que aquellos estudiantes del Mayo Francés son ahora sus carceleros. Para ser exactos ya no lo son, se acaban de jubilar o morir, pero han sido sustituidos por nuevos profesores igual de academicistas y tecnocráticos. Aunque la cosa no se queda ahí, viene de más lejos. Occidente se encargó de matar a Dios, por mucho que todavía agonice. Kierkegaard decía que la pérdida de Dios sume al tiempo en una uniforme monotonía, quizá por ello, superada la moral religiosa, fue preciso sustituirla enseguida por la moral humanista. La meta, entonces, dejó de ser alcanzar a Dios para alcanzar al hombre. Los preceptos morales religiosos dejan paso a los preceptos morales ideológicos. Se instaura la centralidad del hombre, aunque este, según Zaratustra, es solo un paso peligroso, un puente que hay que atravesar. La pregunta es en qué estaría pensando el profeta, ¿qué hay después del puente? ¿El ángel, el hombre máquina en el que devendrá el hombre mono, o la vida en sí? El caso es que, pronto, el racionalismo ideológico y científico entra en crisis. La posmodernidad reniega de la racionalidad positivista. El pensamiento moderno —dice la proclama posmoderna— ha sustituido a los viejos dioses por otros igualmente tiránicos. El modelo universal de la razón es más autoritario que la fe. Las despóticas diosas de la libertad y la justicia exigen el sacrifico del individuo. La ciencia ambiciona el dominio absoluto de lo real. La civilización occidental, desde Aristóteles hasta nuestros días —según el poeta y filósofo Carlo Michelstaedter—, ha privado al individuo de la fuerza de vivir, condenándolo a la persecución de un resultado que se encuentra siempre un paso por delante de él.
Si lo que se les ofrece a los jóvenes es una sucesión de muertes. Muere Dios, muere el hombre, muere la ilustración, muere el racionalismo científico y se matan a sí mismas las revoluciones, ¿qué les queda? ¿Una melancolía, una nostalgia, un monótono abatimiento? Un desconcertante nihilismo planea sobre la poesía y la filosofía contemporáneas.
Se implementan programas dirigidos a resolver los llamados problemas de los jóvenes. Desde la educación política, para evitar su creciente adscripción a soluciones autoritarias, hasta el problema de la actual devaluación de las titulaciones o las dificultades que encuentran para la emancipación, pero, por otro lado, se descalifican las respuestas sociales y políticas que les son más propias, por ejemplo, lo Woke. Término que originalmente significaba despierto, atento, en alerta y que se ha convertido en algo peyorativo, algo utilizado como insulto por sectores ultraconservadores, pero cuya connotación negativa empieza a permear otros sectores.
La primera estrategia de ataque a lo Woke fue convertirlo en un gran paquete, un contenedor, un basurero en el que arrojar toda la inmundicia llamada progresista. Todo lo que se opusiese al orden (¿qué orden?): el antirracismo, el feminismo, el ecologismo, el socialismo, el indigenismo, la eutanasia, el veganismo, el animalismo, y todas las luchas por la igualdad social o la libertad sexual. Es una estrategia extraordinaria, en el vertedero los derechos se convierten en deshechos que se contaminan los unos a los otros hasta alcanzar una podredumbre mayúscula. El wokismo es la mayor amenaza para la civilización occidental, dictaminan nuevos filósofos ultraliberales de tono académico, tipo Axel Kaiser, y de tono gamberro, tipo Curtis Yarvin. Lo que se busca creando este descomunal enemigo, este monstruo nefasto llamado wokismo, es la simplificación, impedir cualquier pensamientos, razonamiento, evaluación y crítica seria que contradiga los valores tradicionales y no se alinee con el moderno sistema económico de la velocidad y el egoísmo —la crítica seria incluye, naturalmente, cualquier enunciado de los incluidos en el paquete del wokismo—. Así, la descalificación (la derrota de los que no están conmigo) es más fácil, basta con endosarles la etiqueta Woke. Una iniciativa ciudadana para impedir la deforestación de las ciudades, es Woke. Demandar una acción política profunda ante el fenómeno de la inmigración, es Woke. Considerar la sexualidad desde otra perspectiva que no sea la estrictamente molecular y biológica, es Woke. La denuncia del desastre medioambiental, es puro alarmismo Woke. Todo lo que habite en la Molokai wokista no merece ser analizado, es mera peste.
Pero en realidad todo esto no importa, el eremita, desde su gruta o su columna, solitario en una habitación de Madrid, Bilbao o Manhattan, ajeno a la contienda entre canceladores y represores, está pensando. Imagina qué sustituirá a Dios, qué sustituirá al hombre. La oportunidad del gusano, del ratón, del lobo y del ciervo ya han sido, los cerros, los bosques, los ríos, el dulce manto que recubre la tierra se extinguen. El sucesor de Dios y el hombre será un hijo de estos que no llevará nombre masculino. Una maquina neutra que quizá tenga algo de carne, de tejidos vivos junto a la perfección de los artefactos metálicos (a lo mejor hermosa como el robot femenino de Metrópolis), encerrará dentro de sí la aspiración del ángel, la fenomenología del espíritu de Hegel y la indestructibilidad de los titanes primigenios. No morirá, no sufrirá, ¿amará? En los circuitos integrados de sus neuronas sintéticas tendrán que inscribir un mensaje extraído de la antigua política: la DEMOCRACIA —eso que está en construcción desde los antiguos griegos, eso que vive continuamente amenazado, eso que en su plenitud no ha sido nunca— es el derecho de todos los seres sintientes, biológicos o sintéticos, perecederos o inmortales, virtuales o tangibles y, de no ser así, se destruirá a sí mismo, como le pasó a Dios, como le pasó al hombre.
El discurso de Manolo a quien respeto y quiero, me produce mucha melancolía. O lo tengo que leer más despacio, porque solo sabemos leer a mucho ritmo, o su ironía provocadora trata de encender conciencias elevando el tono apocalíptico. El ermita a mi entender tiene la virtud de la ejemplaridad silenciosa, saliéndose del corre de las redes sociales y de los influencers. El otro día escuché que creer en la educación, en la paideia, como fuerza transformadora es una ingenuidad. Ese fue el espíritu de los ilustrados que creó que con su silencio el ermita reclama, que la mayoría silenciosa requiere. Gracias Manolo por tu brillante provocación o regaño a los cómodos humanos.
Suscribo todo o dito. Unha reflexión lúcida e moi ben expresada. Noraboa, Manolo.
Desde el atolladero al que los horrores del presente nos han conducido, Manolo, con gran brillantez, nos recuerda las grandes ideas aue constituyeron las bases filosóficas y espirituales de la tradición europea y su actual crisis.
La reflexión lúcida, la búsqueda de soluciones se ve sustuida por el ruido, uns cacofonía en la que todo tiene el mismo valor, la verdad que la mentira, la mayor idiotez y la reflexión más profunda, la grosería, la obscenidad y la lucha por los derechos englobada najo el denostado término woke. Todo esto genera una » secreta y atroz»censura que amordaza el pensamiento.
Manolo, con su apasionamiento natural, se revela y nos emplaza, a nosotros y a los cyborg del futuro a seguir construyendo y defendiendo la siempre inacabada democracia, advirtiéndonos que sin ella estaremos perdidos y seremos abatidos.
Un gran texto Manolo, gracias.
Subscribo todas las afirmaciones que aquí se realizan con tanta brillantez. Si en algo consiste la tan cacareada «herencia occidental» es en ese espíritu que dio lugar a la Ilustración, a la impugnación de la teocracia y la monarquía como formas de articular las sociedades, a la lucha contra la desigualdad en todas sus formas y al interrogante continuo de sí misma. Lo que los reaccionarios en todas sus vertientes denostan como «woke», es, precisamente, ese espíritu leído desde las coordenadas del siglo XXI: el antirracismo, el feminismo, el antifascismo, el ecologismo, la lucha por los derechos LGTBIQ+ y el combate contra las desigualdades inherentes a la forma contemporánea del capitalismo. Ya les gustaría que la «herencia occidental» fuera ese mix fantasioso consagrado por el neoliberalismo a principios de los años 40 del siglo XX: familia, moral tradicional (religiosa) y libre mercado desregulado. Su pretensión de hacer pasar esta trinidad por el estado natural de la sociedad es la fuente de todo lo que está mal en nuestro mundo contemporáneo.
Reflexiones muy interesantes y acertadas, sobre las que conviene seguir analizando y debatir para tratar de frenar lo que aún es evitable
Como siempre Janeiro nos hace disfrutar con la buena literatura y nos somete a la ardua tarea de pensar. Gracias