Manuel Janeiro
En su poema épico de mil veintidós versos hexámetros, la Teogonía, Hesíodo se propone decir la verdad. Por si cabe alguna duda, al principio del poema dictamina: “que, si bien el hombre sabe lo suficiente para inventar mentiras convincentes, también tiene la habilidad de decir la verdad cuando es necesario”.
A nosotros, tan proclives a relacionar la verdad con la ciencia nos resulta difícil creer que las musas, tras enseñar a cantar a Hesíodo mientras pastoreaba sus ovejas en el monte Helicón, le revelaran verdades que pudiéramos hoy considerar científicas.
Sin embargo, el poeta no se aparta un ápice de la verdad: “Al principio era la nada y de la nada surgió el Caos. El Caos generó a Gaia (la Tierra) y después Gaia concibió a Eros (el deseo) y a Tártaro (el inframundo)”.
Caos, Gaia, Eros y Tártaro, quedémonos con este esquema sucinto, con estas deidades primordiales, porque basta para afirmar que Hesíodo acierta, que dice la verdad, y a continuación demos un salto mortal desde la estructura del pensamiento/lenguaje del siglo VIII a. C. hasta la estructura del pensamiento/lenguaje contemporáneo y descubriremos que la nada del poeta coetáneo a Homero es la misma nada de Stephen Hawking, la ausencia de todo. El astrofísico y cosmólogo lo justifica así: “La ausencia de todo, dado que no puede existir nada anterior a la puesta en marcha del espacio y el tiempo, pero eso no quiere decir que no hubiese materia y antimateria ni que un punto más pequeño que un átomo no pudiese contener una densidad y energía impensables de las que brotara todo lo que existe. Tras su explosión. Tras el Big Bag que originó el universo”.
El Big Bag es idéntico al Caos de Hesíodo. Los físicos actuales explican que la gran explosión puso en marcha la expansión del universo y se formaron las primeras estrellas. Estrellas de primera generación que dieron origen a los astros y planetas que conocemos hoy. El poeta de la Grecia Arcaica nos dice que el Caos (Big Bag) originó a Gaia (el planeta Tierra). Pero tras esta importante anticipación, Hesíodo abandona a Stephen Hawking para proseguir con Charles Darwin. La evolución biológica y la selección natural son para el rapsoda griego dos hijos de Gaia: Eros y Tártaro. Ambos dioses representan las leyes fundamentales de lo que llamamos ahora síntesis evolutiva.
Eros (el deseo) es el gran engendrador, aunque sujeto a las inexorables leyes de Tártaro (le atribuimos aquí al dios los conceptos de prisión, desaparición y muerte). Todo lo que nace muere, morir es condición inapelable para la evolución de las especies. Eros ama alocadamente, produce mutaciones sin descanso, nuevos y nuevos seres, pero la muerte es la encargada de la selección natural, de señalar a los que vivirán mañana y de provocar la continua regeneración de la energía.
Hesíodo nos habla como nos hablaría en la actualidad un científico moderno. No nos miente y, no obstante, nos decepciona. Theogonia significa “las generaciones de los dioses” y el poeta no nos dice nada de Dios. ¿Se lo calla todo o las musas no saben nada de Dios? El largo poema hesiódico intuye la creación del universo y traza una completa genealogía del panteón griego, pero en lo que respecta a la naturaleza de lo divino solo nos ofrece símiles, metáforas, analogías…; trasuntos de la vida humana.
Si queremos saber algo sobre ese ser que nos ha acompañado siempre —siempre quiere decir desde el principio de los tiempos hasta que comienza a agonizar lentamente en la segunda mitad del siglo XVII— ni Hesíodo ni la ciencia nos sirven. Tendríamos que empezar liberando a Dios de nuestras necesidades. La respuesta a la pregunta sobre la creación del mundo la ha respondido la ciencia y Hesíodo. La solución a nuestras cuitas las resuelve la medicina, la psicología, el derecho y la fortuna. La inmortalidad todavía no está en nuestras manos, aunque el llamado “inmortalismo” comienza a dar sus primeros pasos. Si Dios no es nuestro creador ni nos concede deseos a partir de la oración con sus milagros ni nos asegura la vida eterna, ¿para qué sirve? Ya no lo necesitamos.
Aun así, ¿podemos todavía pensar en un Dios no utilitario o, mejor dicho, de una utilidad desconocida que bien podríamos llamar la función de Dios, algo verdaderamente relacionado con lo sagrado? Desde luego, evitaremos recurrir a las instituciones que lo representan. La idea de Dios, latente en la conciencia de los homínidos ha tenido desde su origen muy malos representantes. Le ha pasado como a las firmas comerciales del siglo XIX, que si elegían mal a sus viajantes se arruinaban. Esto es uno de los principales argumentos de los negacionistas sociales, la villanía de las iglesias, por eso el socialismo ha sustituido en cierta forma a los credos. Sin embargo, no parece lógico probar su inexistencia apelando a las instituciones que lo representan. “¿Qué tiene que ver la hipocresía y desfachatez de la iglesia con la sublimidad de Dios?”, dice Stendhal.
Personalmente se me ocurre que la literatura es un buen instrumento de pesquisa. A lo mejor, porque la literatura, al igual que la música, franquea la puerta a lo sagrado o es en sí lo sagrado. A mi entender, los poetas son más fiables que los teólogos.
Los literatos se niegan a prescindir tan fácilmente del pálpito de lo divino, son hijos de Hesíodo. Aunque sea como Damaso Alonso para interpelar a Dios, para afearle su conducta de permanecer en la indeterminación de las sombras, de ser tan ajeno. O para exigirle que exista como Unamuno. San Manuel Bueno, el párroco de Valverde de Lucerna, le pide a su amigo, el ilustrado del pueblo, al pie del lecho de muerte de su madre, que mienta: “dile que sí a tú madre, que rezarás todos los días por ella. No le quites su inmortalidad. Estos minutos que le quedan son la única inmortalidad que existe”. Si Dios no existe debe existir, Unamuno no puede prescindir del alma, aunque esta no sea inmortal.
Tampoco sabemos qué es el alma. Podría ser la latencia de Dios en nosotros o quizá el producto de un complejo sistema nervioso como el humano, pero los animistas, con los que me siento cada vez más identificado, ven el alma en los animales, en los vegetales e incluso en las cordilleras y los valles. La naturaleza es una reunión de almas, proclaman.
El poeta Amado Nervo, sin embargo, no concibe el alma sin su condición imperecedera y dice: “¿Y por qué no ha de ser verdad el alma? / ¿qué trabajo le cuesta a Dios que hila / el tul fosfóreo de las nebulosas / y que traza las tenues pinceladas / de luz de los cometas incansables / dar al espíritu inmortalidad?”.
Gloria Fuertes, con su poesía doméstica y pura, su poética de andar por casa, su verso radicalmente mortal como ella misma, no le pide a Dios inmortalidad alguna, constata solo que Dios existe inserto en las cosas del mundo: “Padre nuestro que estás en la tierra, / en el surco, / en el huerto, /en la mina, / en el puerto, / en el cine, / en el vino, /en la casa del médico. (…) Padre nuestro que estás en la tierra, / en el cigarro, en el beso”.
Me gusta mucho este poema de Gloria Fuertes, es, a todas luces, una prueba irrefutablemente subjetiva de la existencia de Dios. La poeta lo encuentra con facilidad, no le pasa como a Francisco Giner de los Ríos que lo busca con desesperación: “¿Dónde, dónde está Dios / esta noche de Dios / sobre la hierba?” o a Blas de Otero, a quien atormenta la duda: “Quiero tenerte, / y no sé dónde estás. Por eso canto // Lenguas de Dios, preguntas son de fuego / que nadie supo responder. Vacío / silencio. Yerto mar. Soneto mío, / que así acompañas mi palpar de ciego”.
Estar ciego es la condición imprescindible para descubrir a Dios: “Tu luz en una umbría de blancura: / los que ven no te vemos / ¡mucho mejor!, a oscuras, / ¡la fe!, te ven los ciegos”. Dios es una umbría de blancura para Miguel Hernández, mientras que para Juan Ramón Jiménez es el ciclo infinito de los colores, los renacimientos de la luz tras atravesar el prisma: “Dios deseado y deseante, / siempre verde, florido, fruteado, / y dorado y nevado, y verdecido”.
Reparo en este momento del bosquejo que los poetas citados se refieren a un Dios antiguo. Un Dios personificado, aprendido en los viejos bancos de las iglesias, en los pupitres escolares de los colegios de curas, en las prácticas familiares. Un Dios semejante a las divinidades de Hesíodo. En mi limitada memoria literaria conservo sin embargo dos versos de Emily Dickinson. Dos versos que hablan de Dios sin materializarlo en la hierba, en el surco, en las nebulosas, en la luz… Dos versos que yo relaciono con las investigaciones del neurocientífico Bobby Azarian y los físicos teóricos Sabine Hossenfelde y Vitaly Vanchurin. Estos expertos consideran que el universo puede ser una red neuronal gigante capaz de pensar, aprender y evolucionar. No quiero decir, en base a esto, que el universo sea Dios, solo digo que es una forma de pensar en Dios distinta. Una conciencia inteligente que incluye a todas las conciencias y que les da sentido. Una forma de revisar el axioma del indeterminismo y el mito de la inmortalidad. Y cito, por fin, los versos de Dickinson:
“Fue muy tarde para el hombre / pero temprano para Dios”.
A más no llego, no puedo “dar a la caza alcance” como San Juan de la Cruz, porque yo no sé nada de física, no sé nada de Dios, acaso, al igual que los viejos poetas, lo vislumbro algunos días en las linternas o sobre los cimborrios y me quejo de su ausencia, no frente al infortunio y la muerte, sino frente a las cosas pequeñas, como cuando, por ejemplo, en Navidad llegan los WhatsApp felicitadores y tengo la certeza de que contienen menos Dios que aquellas postales de cartulina que pintaban con los pies, con la boca, los mutilados.
Siento no saber nada de física, no saber nada de Dios más allá de los altares domésticos en donde se me manifiesta un aroma de Dios desde la infancia: recodos de pasillos, ventanas, álbumes, arañazos en los muebles antiguos… Siento también no saber nada de filosofía, porque tengo el presentimiento de que Hegel con su desarrollo dialéctico del Espíritu Absoluto o Spinoza con su Dios Substantia sive natura (substancia o naturaleza) o Teilhard de Chardin con su Punto Omega y la Energía Divina entenderían, es decir, coincidirían con las recientes investigaciones de Bobby Azarian, Sabine Hossenfelde y Vitaly Vanchurin del mismo modo que Stephen Hawking coincidió con Hesíodo.
Gondomar, 30 de diciembre de 2023