Manuel Janeiro
Al contrario de Wim Wenders, que fotografió a los ángeles, yo no los he visto nunca. Me parece que fue en la antigüedad tardía cuando los ángeles de Abraham sustituyeron a los dioses domésticos de Roma. Ángeles, lares y penates comparten una encarnadura sutil, de la misma naturaleza que el aire, según Apuleyo. Pero los primeros, mensajeros y soldados, obedecen el designio de Dios, mientras que los manes en su conjunto protegen a la mujer y al hombre.
Durante los tiempos inmortales de la infancia anduve por Madrid confiando en los ángeles. Es más, en aquel cuarto de ventanas guarnecidas con los visillos de batista que cosía mi madre, creía sentir el calor de el de la guarda. En la peana de pared, como un lararium, flotaba la Virgen sobre una nube orlada de querubines, con sus caras de fuego, con sus tres pares de alas abrillantadas. Los días de invierno los espíritus celestes bajaban por las cuerdas de la lluvia y se quedaban a vivir en los charcos. De día como pompas de oxígeno, de noche como faroles reflejados. La lluvia traía su voz corriendo por los desaguaderos, cantando a coro en los imbornales, repicando en los alfeizares del patio. Cuando viajaba en los autobuses de dos pisos, ángeles de piedra sostenían los tímpanos de la Gran Vía. Todo eran ángeles. Aún no tenía manes porque todavía no tenía muertos. O sí los tenía, inconstituidos. Eran los de mi padre, los que me llevaba a ver todos los primeros de noviembre en el cementerio de San Isidro. Mañanas de sol frío, antaño, y puestos de flores que exhalaban un aroma a río, a jardín, a infusión de rosas. Solo recuerdo dos lápidas desgastadas de mármol blanco sobresaliendo apenas de la tierra. San Isidro era un cementerio antiguo, abigarrado, sombrío. Se apretaban las tumbas, las lápidas y los nichos los unos contra los otros. Arriates minúsculos en los que malvivía un boj raquítico separaban algunos enterramientos de los otros. Los de los abuelos de mi padre no tenían linderos, solo un palmo de tierra, y estaban rodeados de otras lápidas cuadradas tan pequeñas que los muertos deberían estar de pie. No obstante, frente a ellos, tres cipreses crecían pegados a un muro. No sabía entonces que el ciprés es el árbol consagrado a los manes. Pero quizá, la triada aquella fue un presagio, mensajera de algo que llegaba hasta mí desde los templos y los patios romanos.
Ahora, de viejo, no sé qué ha sido de los ángeles. He seguido a lo largo de los días con fidelidad su trayectoria, sobre todo en el cine. Mis ángeles preferidos son Clarence, Dudley y Damiel. El primero es el ángel de Qué bello es vivir, el segundo el de La mujer del obispo y el tercero el de El cielo sobre Berlín. Henry Travers, Cary Grant y Bruno Ganz, respectivamente. Wim Wenders no habría hecho El cielo sobre Berlín si no hubiese rodado antes Henry Koster La mujer del obispo y éste no habría concebido su película si el año anterior no hubiera estrenado Fran Capra Qué bello es vivir. ¿Inspiración, plagio, homenaje, aprovechamiento de éxitos… o estrategia angiológica para seguir encarnándose en el mundo? Sea como fuere, ningún ángel, seductor y galante como Cary Grant o humilde y feo como el portentoso Travers, se ha materializado jamás ante mis ojos. Por otro lado, desconozco dónde estarán mis dioses lares. No soy en absoluto experto en las divinidades romanas, pero creo que los lares son dioses lugareños que moran en las encrucijadas y me temo que estén perdidos, desconcertados. No sabrán con seguridad a qué lugar pertenezco. Si al barrio de La Latina, y me seguirán aguardando en la esquina de Mediodía Grande con la calle Humilladero, o a los pagos que riega el río Miñor en el verde occidente y me contemplarán apostados en los cruces donde el rojo del atardecer se sume en la profunda noche.
Sin embargo, entre tanta incertidumbre, tengo la certeza de que los penates están conmigo. Dioses de la sal, de las alacenas de la cocina, de las fresqueras han seguido mis pasos de casa en casa. No tengo estatuillas de bronce, terracota o cera para representarlos, pero tengo su altar. Su larario es una mesa. Estoy seguro de que fue elaborada con madera de ciprés, aunque en realidad sea de nogal o de pino albar. Fue mesa de comedor, de habitación en la que estudian los niños, de desván antiguo. Mantiene, en las profundidades de su madera maciza, inmortal, indestructible, las huellas de nosotros cuando estábamos vivos, y en su profunda entraña, en su naturaleza más honda, nuestros espíritus. En la actualidad preside el centro de mi casa, por centro quiero decir un lugar sagrado. La baña la luz del sur y está orientada ligeramente al poniente. Mi oración es limpiarla con aceite de lino y abrillantarla con cera de abejas. Aliviarla de todas las fatigas que ha sufrido. Luego la escucho y siento el latido de los penates. Mi madre, mi padre y mi hermana Adelita me hablan a su través desde sus tumbas. Recitan un carmen eterno. Musitan un latín arcaico que yo, completamente lego, comprendo.
Gondomar, 15 de noviembre de 2023