Eloy García
Hay una imagen recurrente en los atardeceres de cualquier barrio de cualquier ciudad que podamos imaginar. Terminado el horario infantil, retirado el ejército de progenitores y abuelos al cuidado de los niños, casi acabada la luz del día, en ese tramo en el que la tarde aún no ha muerto y a la noche le da como pereza comparecer, es frecuente que la guerrilla adolescente tome el relevo de la soldadesca familiar que había ocupado los parques infantiles durante el intervalo vespertino. Salen de las zonas en sombra más próximas, de portales en penumbra y de las entradas de los locales comerciales cerrados que carecen de persiana metálica. Encienden sus altavoces bluetooth y conectan sus móviles a ellos mientras seleccionan cuidadosamente las playlists de spotify, youtube o tiktok. Sentados en los suelos de tartán o pegados al metal de los columpios, hablan en voz baja y solo suben el volumen para reírse. Es la suya una risa diferente al grajeo infantil de las horas anteriores. Mientras los niños parecen entonar un cántico colectivo de resonancias aéreas, los adolescentes semejan un conjunto de solistas desorganizados, intempestivos y poco oportunos en sus intervenciones, profiriendo risotadas que hacen estremecerse a los jubilados que ocupan los parques biosaludables contiguos.
Es corriente ver a los adolescentes ocupando los diversos elementos de un parque infantil, tratando de amoldar sus estaturas ya-no-de-niños a estructuras en las que apenas caben. Subidos a los columpios, haciendo girar los carruseles a toda velocidad, tirándose por los toboganes en posiciones imposibles o forzando al límite la resistencia de los balancines. Resulta conmovedor observar la extrañeza de quien sabe que no va a poder volver nunca a disfrutar de algo de la manera en la que lo hizo durante muchos años. En pocos lugares como en un parque infantil se siente con tanta intensidad el paso del tiempo como una expulsión que nunca cesa. La infancia, que en su flujo de inconsciencia es lo más semejante a la eternidad que experimentaremos nunca, un día se termina abruptamente. De pronto amanecemos arrojados a un páramo por partida doble: el propio cuerpo se vuelve un lugar extraño y el mundo, anteriormente un lugar cargado de misterio, emoción y sentido, se vuelve terra incógnita: lo familiar pierde su brillo y se revela como algo vulgar, lo desconocido produce sentimientos ambivalentes y el ánimo oscila entre el deseo de la exploración y el pánico a ser sujeto de malas experiencias. El único asidero para un adolescente expulsado de sí y del mundo son sus camaradas, los iguales que están en el mismo punto vital, la comunidad heterogénea de los deshauciados del paraíso infantil. Juntarse en un parque en el que se han vivido tantas horas de felicidad acaba por ser el acto más natural. Y así, entre los éxitos reguetoneros de turno y las letras hipertestosterónicas de los ritmos urbanos, entre las risas desaforadas y los susurros que construyen la intimidad, los vemos arremolinados en los crepúsculos conjurando la extrañeza y la sensación de pérdida, interrogando al futuro agarrados a sus compañeros. Transmitiendo desamparo y camaradería, nostalgia y ansiedad por el futuro a base de desparramarse por los toboganes o de llevar los columpios al límite de sus posibilidades.
Cuando el atardecer termina, la creciente envoltura de oscuridad no desanima al grupo. En el carrusel los chirridos metálicos se mezclan con las risas desaforadas. Algún balancín ha sucumbido al exceso de gente amontonada sobre él. Los columpios persisten en su vaivén pese a la sobrecarga evidente. Suenan los ritmos de dos por cuatro un poco asordinados y, entre las sombras, se adivina el espíritu de la infancia poseyendo a los adolescentes. Se puede sentir en el aire una onda de choque que sacude el entorno: la energía de quienes están abriendo la incierta lata del futuro como una celebración teñida de tristeza.
Para el adulto que transita fugazmente y con prisa cerca de estos lugares, un poco de todas estas emociones reverbera y sacude su ánimo. Mientras disminuye la velocidad del paso, su cuerpo evoca el mareo del carrusel, la oscilación del columpio, la caída del tobogán o las sacudidas del balancín. Y lo hace por partida doble, combinando la memoria intacta de la experiencia infantil con el recuerdo de las visitas ya de adolescente al paraíso perdido. En esta visita inconsciente y fugaz a su pasado remoto, algo del adulto se queda enganchado al caudal de sensaciones. En décimas de segundo, como en un torbellino imparable, su estado de ánimo es arrastrado simultáneamente por la ligereza y la camaradería, la inconsciencia y la incertidumbre, el disfrute y la inseguridad. También, la colisión del niño y del adolescente pretéritos con la persona actual y la consciencia de estar atrapado en el magma espeso de la madurez. Despertado de su ensoñación por una risotada de alguien que ha salido despedido del carrusel, reanuda el paso. En su cabeza, un vaivén y una ligereza que llegan de muy atrás en el tiempo. Un cálido oleaje de recuerdos e imágenes que parece traer los restos de un naufragio.
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