La geología como una de las bellas artes

Eloy García​

Caminamos por los recovecos de Punta Udra en pleno mes de agosto. Un frente atlántico trae ráfagas de aire cálido que sacuden las ramas de los pinos más aventureros —aquellos que crecieron más próximos al mar— y hace oscilar los eucaliptos y acacias que infestan la parte más interior del cabo. El cielo está gris “como una pantalla de televisión sintonizada en un canal muerto”, como decía William Gibson en el arranque de Neuromante. Un aire húmedo recalentado por extraños mecanismos atmosféricos traslada una ligera sensación de agobio al ánimo. La meteorología siempre induce emociones extrañas que oscilan entre una leve asfixia emocional transitoria y fogonazos de euforia absurda. El paisaje, el característico matorral de las Rías Baixas o matogueira está tachonado de emergencias graníticas envueltas en mantones de vegetación que hablan de la batalla sorda —y muda— entre las distintas especies que crecen por la zona. Las moles de piedra, redondeadas por la erosión, salpicadas de líquenes y de restos resecos de musgo semejan los restos de un picnic de una raza de gigantes devorarrocas. Esparcidos caóticamente parecen querer decir algo, como si su disposición correspondiera con un imaginario “haberse quedado con la palabra en la boca” previo a la producción de alguna frase. Un cartel informativo, corroído por la salitre, los vientos invernales y las oscilaciones térmicas anuales nos dice algo sobre la constitución de los pedruscos: granodioritas con cristales gigantes de feldespato potásico correspondientes a la Orogenia Hercínica que tuvo lugar hace trescientos millones de años. La descripción, como si fuera la cartela de una escultura inmensa colocada en un hipotético museo de arte protohumano al aire libre, nos emborracha con todas esas palabras misteriosas cargadas de sugerencias telúricas. Saboreamos durante unos minutos los términos: orogenia, granodiorita, feldespato potásico. En la categorización científica atisbamos un aliento poético no premeditado, un hálito lírico que parece proceder de la propia sonoridad de las palabras y que pretendiera establecer una correspondencia misteriosa con aquello que de artístico hay en la propia naturaleza. Una cita de Novalis leída en un libro de Byung-Chul Han titulado Vida contemplativa se nos viene a la cabeza: “Solamente los poetas han comprendido lo que la Naturaleza puede significar para el hombre […]. La Naturaleza les ofrece la variabilidad de su carácter infinito; y más que el hombre ingenioso en grado sumo y pletórico de vida, sorprende por sus hallazgos y sus rodeos profundos, por sus encuentros y desviaciones, por sus grandes ideas y sus rarezas». Delante de las moles de granito uno se siente poeta y hombre de ciencia al mismo tiempo y también parte constituyente de algo así como un universo reconciliado consigo mismo, de una totalidad heterogénea en la que se han respetado las características diferenciales de cada uno de sus elementos de forma espontánea.

Terminamos el paseo circular por Punta Udra mientras una poalla finísima nos envuelve con dulzura. En el punto de partida y llegada del recorrido, el aparcamiento atestado de todo tipo de vehículos nos expulsa de nuestra ensoñación vagamente romántica. Varias autocaravanas de volúmenes desproporcionados nos chocan especialmente. Últimamente el mundo de la automoción parece reducido a un imperativo categórico: mejor cuanto más grande. La arena de la playa de Ancoradouro brilla tenuemente junto al mar reflejando los penúltimos rayos de sol. No tiene cartela que recoja sus especificaciones técnicas. No hay resumen de términos que nos cuenten de qué están hechos esos granos pulidos por un millón de olas. Solo un indicador de chapa ligeramente humedecido con un nombre grabado. Allí plantados nos entregamos de nuevo a la contemplación mientras recordamos

—somos de recordar, estamos habitados por personas, cosas y textos que no dejan de hablarnos nunca— un párrafo de Elizabeth Strout en Luz de febrero en el que la protagonista, tratando de explicar su posición ante la religión sin ser religiosa, hace la siguiente reflexión: “creo que nuestra misión, tal vez incluso nuestro deber, es soportar la carga del misterio con la mayor elegancia que podamos”. Y allí nos quedamos pasmados, ante el ocaso y el delicadísimo boceto de lluvia que nos envolvía y la arena brillante y la chatarra voluminosa y las rocas y las acacias y los eucaliptos y los pinos y la matogueira. Intentando durante un tiempo que nuestro pasmo pasara por elegancia sin conseguirlo, como visitantes de un museo inexistente incapaces de dar su visita por terminada.

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