Elogio de la mala hierba

Eloy García

​Nos asomamos a las cunetas. A las medianeras de las autopistas y las autovías. A las rendijas del embaldosado que tapiza las calles de nuestras ciudades. A las naves en ruinas. A los vertederos improvisados. A los descampados contaminados por años de vertidos. A todos aquellos lugares que nuestro modo de vida ha esterilizado a conciencia. En estas zonas propicias a albergar restos nos llama la atención con viveza dos fenómenos singulares. El primero es aquello que el filósofo esloveno Slavoj Zizek denominaba las “imágenes del capitalismo en reposo”, es decir, las mercancías que se han vuelto residuo, que han perdido el brillo que las hacía deseables y que, por tanto, han terminado saliéndose del circuito de la valorización y comercialización. Latas de cervezas y refrescos azucarados, botellas de plástico o de vidrio, bricks de zumos, restos de azulejos y ladrillos amalgamados con cemento y varillas oxidadas de acero, tazas de váter partidas por la mitad o esos restos de lavabos con la grifería herrumbrosa. El catálogo de todo lo que desechamos y que se escapa del circuito de recogida y tratamiento oficial, formando pequeñas montañas silenciosas en lugares en los que la vista no se detiene demasiadas veces ni demasiado tiempo. El segundo fenómeno es la presencia de ciertas especies vegetales, aquellas cuyos nombres no forman parte del acervo común desde hace tiempo y ya solo ciertos eruditos expertos en botánica manejan con soltura. Una búsqueda rápida en Google nos devuelve un listado de nombres fascinantes: juncia, garranchuela, pasto dentado (cola de caballo), pasto varilla (falso mijo), cola de zorra amarilla (hierba de paloma), hierba mijera (amor de hortelano, lagartera, panicillo), almorejo (panizo silvestre), amaranto, orgaza (marisma, salado), bolsa de pastor, bledo blanco, planta de la leche (cactus catedral), perejil borde (conejitos, zapatitos), verruguera (verrucaria, heliotropo), Amapola (rosella), pasacaminos, (lengua de pájaro), verdolaga, tomatillo del diablo, carraspique (telaspio), ortiga anual, borroncillo. Expulsadas de las zonas de cultivo a base de herbicidas por su competencia con las especies comercializables que forman parte de nuestras cestas de la compra, todas ellas han ido colonizando lugares impensables a priori. Supervivientes de campañas sistemáticas de exterminio desde hace décadas han ido adaptándose a entornos ya no hostiles sino directamente tóxicos, siendo capaces de poblar lugares en los que la vida pareciera imposible.

Ambos fenómenos, ese “capitalismo en reposo” —que parece casi tan incompatible con la vida como su hermano el “capitalismo en movimiento”—, y la toma de espacios por parte de especies vegetales expulsadas de lo que durante miles de años fueron sus lugares de crecimiento natural, comparten un intrincado trayecto vital repleto de encuentros y cruces que nos hablan en voz baja sobre la vida que nos espera en este planeta nuestro amenazado por una catástrofe ecológica en pleno desarrollo.

Nos atrae de la mala hierba su condición de especie plebeya. Carente de la majestuosidad de los árboles —la aristocracia del mundo vegetal—, del atractivo fugaz de todas las plantas que exhiben flores o cambios de coloración en sus hojas, del encanto casi entrañable de los musgos o de la belleza marciana de los líquenes, la mala hierba discurre de forma casi subterránea en su tránsito existencial frente a nuestra mirada. Nadie se detiene a apreciar la estética de sus formas o el porte de su presencia. La mala hierba pertenece a una imaginaria casta de intocables vegetales. La encontramos por todas partes, ocupa los peores lugares que podamos imaginar y no tiene nada destacable en apariencia que haga que nosotros, los humanos, nos detengamos a observarla con la dedicación y la fascinación que nos producen todas las demás especies vegetales. Ornamentamos las casas con flores frescas o con plantas singulares, nos ensimismamos mirando árboles en una suerte de contemplación que roza el misticismo, y, a veces, nos arrojamos a los prados cultivados a disfrutar de su frescor y de su contacto. Frente a estas acciones, nada nos mueve con respecto a la mala hierba. Una suerte de invisibilidad pactada tácitamente marca nuestra relación con ella. En su insignificancia radica su fortuna, pues la especie humana es especialista en consumir con avidez todo aquello que le resulta significante.

La mala hierba, sin pretenderlo, además, posee una dimensión política. El término “política” procede de la palabra polis. Es, a partir de esta, que entendemos la política en sentido estricto como la gestión de la ciudad, que, recordemos, para los griegos era el hábitat natural de los seres humanos, pues fuera de esta solo podían vivir los dioses y las bestias. Sin embargo, “política” tiene una raíz alternativa. Como nos recuerdan Chantal Mouffé y Enesto Laclau en el origen del término también se halla la palabra pòlemos, referida esta al conflicto y al antagonismo. La mala hierba es política porque es polémica. Crece allí donde no se la espera. Es impredecible en su extensión. Ocupa lugares que nunca estuvieron pensados para ella. Se adapta a las peores condiciones que han dejado tras de sí las obras de los seres humanos. Resiste y se hace fuerte allá donde ninguna otra criatura viva podría hacerlo, y, al consolidarse, posibilita pequeños ecosistemas hiperlocales donde otros seres sobreviven gracias a ella. Hay, en la mala hierba, una suerte de resiliencia abrumadora, una capacidad para adaptarse de la que carecen la mayoría de las especies y, sobre todo, un descaro refrescante, una voluntad inesperada de encarar las peores circunstancias, de hacerse fuerte en ellas, y, al tiempo, de desplegar los mimbres necesarios para que otras vidas pueden tener lugar.

La mala hierba es, por tanto, ejemplo de casi todo lo que es bueno y de casi todo lo que funciona bien para replantearse la existencia en nuestro planeta agonizante. Tanto en su dimensión ecológica como en su manera de desplegar una dimensión política sin pretenderlo. No explota recursos dejando residuos tras de sí. Proporciona los primeros elementos para que zonas no aptas para la vida comiencen a tener la posibilidad de dar acogida a esta. Se instala silenciosamente sin apenas llamar nuestra atención. En cierto sentido, es una refugiada que hace hogar allá donde la palabra «hogar» simplemente carece de cualquier posibilidad de significar algo. Se asienta donde nada vivo debería hacerlo. Su condición plebeya la aparta de la mirada de la codicia y de la pulsión explotadora. Su dimensión política nos recuerda que lo imposible puede llegar a suceder. Podríamos decir en voz alta, con orgullo: querría ser mala hierba.

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