La luna duerme sola

Arturo Lorenzo

​A  veces, la verde y sangrienta luna nos devuelve a la melancolía criminal de las calles vacías por las que antes circularon gentes que un día  incluso llegamos a amar, o nos devolvieron un gesto de agradecimiento al cederles el paso o desearles un verano feliz de mares abiertos y soles  perpetuos.

A veces  llega la noche y el sueño se resiste dejándonos a la luz de la sangrienta luna de Borges, aquella que iluminaba su cara ciega en las calles de Ginebra a orillas del Leman y cuya luz él ya no podía ver,  solo sufrirla. Luna de sangre en el espejo fortuito de nuestras ventanas  que duplican su imagen de cara redonda cubierta de cráteres por los que  se pierde el sueño que sigue sin alcanzarnos. 

Y cuando no soñamos  dormidos, ensoñamos despiertos, territorio mucho más propicio para  elegir la calidad y decurso de nuestros sueños.

Dicen  los sabios que la nostalgia es la forma más rápida y peor de envejecer,  pero seguramente nosotros nos volveremos irremediablemente nostálgicos  cuando volvamos a la antigua normalidad. 

Cuando llenemos de golpe las  plazas y los mercados, cuando nos veamos envueltos en atascos de decenas  de kilómetros, cuando no encontremos mesa libre en nuestro restaurante  favorito ni hueco propicio para la toalla a orilla del mar, donde ya no  cabe ni un guijarro y el agua se vuelve sospechosamente turbia.

Qué  extraña época estamos atravesando. Los elefantes de Tailandia abandonan  los parques de animación porque ya no hay rebaños de turistas que les  ofrezcan un puñado de bayas. Se ven constreñidos a atravesar las  montañas y volver a casa, allá, en los prados del norte, donde los  aldeanos vuelven a talar los bosques para plantar maíz o avena hasta completar el mínimo de 200 kg. diarios que necesita cada uno de estos felices paquidermos. Mientras, en Siberia, los científicos trabajan a  todo ritmo para, desde el ADN de los fósiles, volver a la vida al mamut,  ese tío abuelo de los elefantes. Ya se ve en el triste mirar suyo que  se sentían huérfanos, tan grandes y solos, sin sus ancestros.

Cuando  se recupere la antigua normalidad habrá sin embargo cosas nuevas que  hacer, como, por ejemplo, dar de comer a esos mamuts resucitados. ¿Qué  les podrán ofrecer las manadas de turistas árticos que se atrevan a  aventurarse en el gélido hábitat de esos gigantes? ¿Un filete de bacalao  que ensartarán sobre un colmillo?

Maravillas  hemos de ver. Unos desalmados furtivos (tal vez solo agricultores  hartos de los destrozos de la bestia) abaten a tiros a un pacífico oso  en los Pirineos. Osos que habían desaparecido y han sido recientemente  injertados en el territorio procedentes de los Balcanes. Entretanto, un  congénere suyo, huido de la habitual imagen complaciente que nos ofrecen  los dibujos animados, circula, cordillera Cantábrica adelante, con las  fauces ensangrentadas por la sangre de una hembra osa a la que, en un  acto de incontestable violencia machista, no solo le ha dado muerte,  sino que durante semanas se da un festín con su cadáver. Acompañado por  aves carroñeras, se alimenta y disfruta con los despojos de la difunta  ante la atónita mirada de su bebé oso. Solo nos faltaba que los bichos  esos de la antigua o nueva normalidad nos dieran ideas a los  depredadores de dos patas.

Podría  resultar que de esta antigua y nueva normalidad el viento cósmico soplara favorable en la mente humana y le infundiera ideas benefactoras. Por ejemplo, la de inventar un servicio de limpieza que dé al traste  con esas islas, semicontinentes de plástico, que, bajo obesas nubes,  navegan por los mares del Sur a la deriva en busca de náufragos a los  que podrán ofrecer solo lo inhóspito de su naturaleza, tan ajena a la  Naturaleza que las vio nacer. Nuevas compañías verán florecer el  reconfortante negocio de armar una flota de observación para las manadas  turísticas que contemplarán, con ecológico regocijo, cómo rayos que no  cesan o torpedos que alcanzan la línea de flotación, hacen saltar por  los aires, sin dejar residuos, claro, las plásticas islas que no tienen  raíces y que durante décadas han alimentado de micro plásticos a esos  inocentes peces, moluscos o mariscos que igual de inocentemente nosotros  hemos ido degustando en restaurantes de lujo o en chiringuitos de  playa.

Surgirán  nuevas religiones como la de la iglesia unificada por el redescubrimiento de la Naturaleza. 

Asistiremos sin duda a ritos nuevos,  como el del arrepentimiento y penitencia colectivas por la deforestación  salvaje o la incomprensible y convulsa pasión de reconquistar el  Everest en masa.

Qué  placer en esta nueva normalidad sería poner un huevo en la cafetera y el  café en la sartén, todo por una nueva economía doméstica, con tripas de lagarto como postre. Y después huir a la calle donde el pueblo llano  muere entre las aguas termales de las residencias de ancianos o pide  sopas gratis en los centros asistenciales. Todo vale con tal de alcanzar  una claridad que no sea la de la sangrienta luna de Borges. Luna  siempre ausente, recogida en sus ciclos que ya nadie comprende y algunos  siguen interpretando para dar sentido al largo recorrido de sus  religiones.

Todo  florecerá en un mundo que, aunque nos sea difícil seguir reconociendo  como nuestro, siempre nos ofrecerá otra nueva oportunidad de echarlo a  perder.

(En plena pandemia).

Arturo Lorenzo

Madrid, junio de 2020