La fealdad como patrimonio

Guerra al pasado

Arturo Lorenzo

Los españoles son implacables. Todo lo antiguo que puedan destruir, lo destruyen. La belleza preexistente resiste a duras penas entre una fealdad circundante que da pavor.

En el amplio estero que forma el río Miñor a la altura de San Pedro de la Ramallosa pervive un puente romano/románico de una belleza conmovedora. Solo sirve a peatones y a algún animal de carga. Mal destino en nuestros días. Es de suponer que los antiguos eligieron el lugar por ser el más adecuado para asentar los fundamentos del puente antes de perderse el Miñor en el Atlántico. Los ingenieros modernos, aprovechando la sabiduría antigua y disponiendo de una tecnología infinitamente más sofisticada, han sido incapaces de encontrar mejor lugar para tender el puente actual que justo al lado, prácticamente encima del antiguo, de modo que el nuevo devora al viejo, negándole toda perspectiva desde la que poder admirar la armoniosa factura y la descarnada belleza del granito labrado que dan una personalidad inigualable a la vieja reliquia. Con un poco de suerte el viajero moderno no solo no lo podrá apreciar, sino incluso no será nunca consciente de lo que acaba de dejar atrás.

Seoane, el atribulado protagonista y relator de una sorprendente novela, Seda salvaje (1995), de un jovencísimo Eloy Tizón, afirma, en una de sus infinitas disquisiciones, que “una parte de mi mente insinuaba que desde el momento en que algo estaba escrito, dejaba de ser mentira”.

Me sucede exactamente lo mismo. No creo que haya literatura por un lado y vida, o realidad, por otro. Ambas están imbricadas de tal forma que, como afirman autores y lectores de tantas latitudes, leer, escribir y vivir forman un único universo, hasta tal extremo que todos nos podemos sentir identificados alguna vez con Julián Sorel, Mme. Bovary o el Garcilaso de los sonetos a su amada Isabel Freyre: “Escrito está en mi alma vuestro gesto”.

Por eso he tardado casi un año en leer un libro de apenas cuatrocientas páginas, porque creo que lo que está escrito en él es verdad, deja de ser una simple ensoñación. Y la verdad puede doler hasta el extremo de dejarnos sin respiración, hasta el extremo de no querer seguir viviendo lo que estamos viviendo.

En 2023 compré un libro por consejo de Antonio Muñoz Molina a través de un artículo en el que hacía un elogio absoluto del libro que reseñaba. Ya se sabe que A. M. Molina es un autor muy sensible a temas urbanísticos, arquitectónicos y de paisaje como ha demostrado a través de varias de sus obras. El artículo insistía en la solidez de la documentación y en la sagacidad y valentía del análisis del autor.

El libro tiene el antipatriótico título de “España fea”. Pero eso es lo de menos, porque el subtítulo reza así: “El caos urbanístico, el mayor fracaso de la democracia”. Es de Andrés Rubio, un periodista muy bien documentado que dispara sin piedad contra el alma y el cuerpo de los saqueadores de la belleza (casi extinguida) de España.

A los pocos días de empezar el libro, tuve que dejarlo. Es tal el cúmulo de desvaríos que el autor va anotando que no hay estómago que lo aguante si se tiene algo de conciencia sobre el paisaje, la ciudad o la casa que uno habita. No es que no seamos conscientes de la destrucción sistemática de nuestro pasado, sino que lo tomamos como algo irremediable, como signo de los tiempos, como si otra guerra tuviera por objetivo primario privarnos de nuestra historia, del rico devenir que fueron creando nuestros antepasados. Lo peor es que nos hemos acostumbrado a vivir entre lo feo de tal manera que ya lo confundimos con lo que debe ser natural. A casi nadie se le ocurre pensar por qué hay que destruir una playa en beneficio de ciertos poderes económicos o volar un edificio de principios del S. XX dejando sólo la carcasa, como para disimular entre la ciudadanía, al mismo tiempo que se hace desaparecer todo el patrimonio mobiliario de la época o las soluciones estructurales que los arquitectos originales buscaron para su interior. Véase el hotel Four Seasons en Madrid.

Todo lo que se refiere a una cierta armonía del paisaje, natural, urbano o mestizo e imbricado con el habitante hace mucho que parece no contar para los responsables de la planificación del territorio que han dejado en manos del capital el diseño, o antidiseño, del mundo que nos rodea. Y cuando se quiere corregir un error, una administración anquilosada que trabaja contra el ciudadano al que dice servir, tarda veinte o treinta años en encontrar una solución certera. Véase el amedrentador caso del Algarrobico en Almería, o la podredumbre visual que han creado en torno a una ciudad de leyenda como puede ser Lerma en Burgos.

El asedio contra paisajes naturales que son o deberían ser orgullo patrio, como Doñana, la Albufera de Valencia o el Mar Menor están al borde de ser una ruina sin posibilidad de restauración. El rosario de ejemplos malditos que desgrana, con afilada y certera pluma, Andrés Rubio es infinito. Y cada uno de nosotros podría engrandecer hasta la apoteosis esa lista negra de fealdad y destrucción. Viniendo del acendrado Portugal (también habrá mucha destrucción allá pero no en la misma medida) por el puente de Tuy sobre el Miño que conecta los dos países, el viajero puede observar con estupor cómo se pasa de un mundo coqueto y atractivo lleno de plazas empedradas, paseos románticos sobre el río, casas nobles en su modestia pueblerina con toques dieciochescos o decimonónicos, al mundo abigarrado y letal que se desparrama sobre el otro gran río de la autovía que conduce a Vigo, Pontevedra, Santiago… Un emplaste saturado de casas sin alma ni estilo, de formas y colores variopintos, que no guardan proporción ni armonía ninguna, forman una cenefa hortera y cutre en un hábitat que parece no tener más sentido que el de sembrar galpones semi industriales o comerciales de mala calidad y peor gusto en medio de esa torrentera malhumorada de casas en las que es difícil imaginar que sus ocupantes puedan extraer algún gusto por la belleza y la armonía de un paisaje protegido, de un urbanismo atento a las necesidades más elementales de servicios y coherencia o, simplemente, ser capaces de disfrutar de la espléndida naturaleza de la que está sobrada toda Galicia, muy especialmente esta región privilegiada a la sombra de la sierra de Argallo, abrazada por el Miño y la mar océana.

No obstante, Andrés Rubio no es tan maniqueo como para no acordarse de las cosas bien hechas. Ahí está Albarracín, Calabardina y su defensa a ultranza de Cabo Cope, Matarraña, Taramundi, el buen hacer de Xerardo Estévez en Compostela o de Oriol Bohigas en la Barcelona olímpica, Vejer, Pedraza…

O sea que, anímense, señores, todavía queda mucha belleza en España por destruir.

Gondomar, febrero de 2024

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