Hogar imaginario

Arturo Lorenzo

​En una tarde quieta de antaño me vi sorprendido por los recuerdos. Yo era tan pequeño que es difícil imaginar que un ser minúsculo, que apenas empezaba a saborear la vida, fuese capaz de tener recuerdos. Así que el recuerdo quizá es de hoy, haciéndose uno a la idea de sí mismo en tan lejana presencia.

Mi abuela cocinaba, en su isla de carbón y placas de hierro frío, un puchero de esos simples y felices con los que se acomodaba toda la familia en torno a una mesa en la que jamás se oyó una queja.

Ahora que todo ha cambiado tanto y cuando nadie echará de menos el hogar de carbón, acabo de entender cuán positiva e inútilmente ha mejorado nuestra vida. La abuela, a quien nadie prestaba atención, excepto el minúsculo infante que yo era, en realidad ejercía de cuarto de máquinas, gracias al cual vivían sin agobio cotidiano las seis u ocho personas que conformábamos el núcleo familiar.

Me gustaría poder decir que hoy los alcornocales y encinares del monte de El Pardo han invadido, por fin, las arterias de Madrid, y que en ese territorio indefenso y propicio hemos visto correr y saltar corzos y liebres a los que afortunadamente no se puede disparar. Pero no ha sido así.

A los niños de ciudad, aunque pobre y desorganizada, como ha sido siempre Madrid, nos falta el viento del Norte, la polvareda estacional de los rebaños trashumantes y esas nieves invernales que antes descargaban con la prudencia de ser propicias y no criminales y catastróficas. Madrid era un tapial de ladrillo y adobe contra cosechas y aceifas mientras que ahí, al otro lado del Manzanares, el prepotente aprendiz de río, parecía existir un mundo de naturaleza abierta, misteriosa y salvaje. Velázquez nos lo dijo muchas veces y, ahora, todo eso, reposa en la intimidad multitudinaria y compartida del Museo de El Prado. Ya no nos sirve. Ahora quisiéramos que la salvaje Sierra Norte fuera el jardín de nuestra remota infancia y la avenida de nuestros presentes deseos.

Aquel lugarón, menestral y cortesano, se ha convertido, andando el tiempo, en lo que su fundador como capital, Felipe II, jamás pudo llegar a imaginar.

Los años vuelan. Los días se hacen eternos, nos dijo mi abuelo Jesús al levantarse de la cena de Navidad en medio del cariacontecido silencio familiar. Murió esa misma noche, en la soledad de su alcoba, sin hacer ruido, como había vivido.

El cementerio de la Almudena, sede del panteón familiar donde está enterrado el abuelo Jesús, es uno de los lugares más maravillosos de Madrid, si se exceptúa el día de los muertos en el que las familias van en romería como al Rocío. Allí, “qué solos se quedan los muertos”, se siente uno acompañado por el pulso de tantas historias como han hecho la Historia, bajo los severos cipreses, junto a la lóbrega severidad de las lápidas.

El entierro del abuelo fue multitudinario. Unas veinte personas. Todas, familia. Gracias a su sordera, en un tiempo sin audífonos, se había quedado sin contertulios. Los únicos éramos mi hermano y yo. Se pasó la guerra de Cuba pelando patatas y si se llevaba un gramo de pulpa de más el sargento lo mandaba al calabozo. Yo, ahora, las pelo como un maestro, sin amenaza de calabozo.

Al llegar del colegio un aroma de acelgas rehogadas, con un toque de vinagre, se extendía por toda la casa. No sé por qué me ha gustado siempre esa verdura tan áspera y salvaje. Tal vez me imaginaba comiéndolas crudas junto a cerdos y alimañas, fruto de una pasión animalística tan propia de los niños acorralados por una cuentística de animales parlantes. Mi hermano las odiaba.

La casa tenía ese aire de sacristía antigua regida por una familia pequeño burguesa, llena de santos, ángeles y Papas. Ordenada y limpia hasta que llegábamos los garañones de los esfuerzos deportivos y tirábamos los calcetines ensangrentados de sudor y barro a los pies de los ángeles de Lladró.

Severidad en las formas, corrección en la mesa, horarios puntuales y un supuesto cariño que solo se manifestaba en los duelos o en cumpleaños desvaídos en los que era obligado el pastel de velas y la foto de familia.

Era una de esas casas hechas para obreros: cuatro pisos sin ascensor, fachada de ladrillo visto, según una de las muchas tradiciones arquitectónicas de Madrid, habitaciones exiguas y la famosa cocina de carbón. En el barrio de Chamberí, hoy celebre por otras cosas, pero, eso sí, más cerca de Cuatro Caminos que de Almagro. Teníamos una corrala con establo de vacas enfrente, hoy garaje.

En mis tiempos, cuando empezábamos a crecer, no había coches y reproducíamos el Tour o la Vuelta jugando a las chapas sobre el bordillo de las aceras a la luz de los faroles de gas en las noches de los sofocantes veranos madrileños. Un buen día, sin previo aviso, a la vuelta de un invierno duro, la calle se había poblado de coches. El Tour de chapas sobre el bordillo se hizo impracticable. Los tiempos habían cambiado.

La vida entonces se repartía entre la casa y el colegio más los veranos sofocados en la calle jugando a la ruleta rusa de las chapas. Si había suerte algunos privilegiados tenían un mes de vacaciones en playa o montaña. Yo disfruté de algunas montañas. Pocas, porque mi padre también decidió morirse pronto.

El colegio, los colegios, eran lo más parecido a una cárcel. “Monotonía de la lluvia en los cristales”, como luego aprendí a decir que decía Machado.

El primer día de un curso cualquiera, el hermano marista que nos gobernaba, me llamó a su mesa para que le recitara los pecados capitales y sus correspondientes virtudes delante de todos mis compañeros. No me las sé, le dije, pero me he prometido aprenderlas este fin de semana. Váyase al puesto. Cero. Y me lo puso redondo como un melón en mi cartilla de notas. Era mi primera gran nota en ese curso.

A partir de ahí me aprendía los pecados, las virtudes, los reyes godos, las tribus de Judá y las capitales de Asia como poco. Y aún los recuerdo. ¿Qué aprendí de todo aquello? Solo palabras, nombres que apenas sabía lo que podían significar, pero encontré un gusto sonoro, como una canción que siempre te acompaña, que me hizo disfrutar de eso, del sonido, de la estética de la onomástica: Tabriz, Bujara, Samarcarda, Taskent, Alma Ata, Ulán Bator… Era feliz recitándolas.

Unos años después me topé con Nathanael West y, admirado por tan bíblico y sonoro nombre, le dije a lo que yo consideraba mi novia que si teníamos un hijo se llamaría Nathanael. Me sonrió entre divertida e irónica y me dijo: Tú y yo jamás tendremos un hijo.

Madrid, julio de 2022