Arturo Lorenzo
Juan Mantús, el chamán mejicano que dio a conocer el antropólogo y novelista Carlos Castaneda, ahora hace casi cuarenta años, decía que “el mundo es un lugar misterioso, especialmente al atardecer”. Como tantas otras frases, esta ha resonado en mi cerebro durante años y jamás había sido capaz de identificar el mensaje profundamente poético y melancólico que encierra. Jamás había vivido el misterio del mundo al atardecer con la intensidad que evoca la frase de don Juan. Hasta el otro día, en Fez.
Diana, una mujer de ojos penetrantes y marinos, reparte su vida entre su hijo que tanto se le parece, sus afanes profesionales y sus paseos por la medina vieja.
—Te voy a llevar a un lugar donde la historia aún no ha escrito sus mejores páginas.
Yo sabía que mentía, pero también tenía ganas de ser engañado.
Una calleja como tantas otras. Los niños entregados al fútbol entre coches pegados a los grandes tapiales de casas que jamás muestran su rostro. Bajo las ramas de los árboles que sobrevuelan las tapias, un portal oscuro. Dentro, un hombre oscuro y, en él, una sonrisa. En la sonrisa una dentadura que estalla en la penumbra.
“¡Mademoiselle!” Comprendo que estoy entre amigos. Unos breves abrazos y un apretón de manos en la oscuridad hueca del zaguán cuyos límites no alcanzo a imaginar en la sombra.
—Ven, este es el palacio de…
Hace tiempo que he decidido olvidar los nombres. No soporto la historia que pesa sobre nosotros humillándonos, señalándonos con el dedo, culpabilizándonos por no ser capaces de mantener la antigua grandeza con nuestro sueldo de asalariados. Así que entro en el palacio entre las grandes sombras del atardecer, liberado del peso de los nombres, a tientas, apoyándome en los muros, sintiendo la porosidad de la piedra en la porosidad de la piel mientras Diana y su acompañante me inician en los grandes misterios que no quiero escuchar. Abre con pesadumbre un gran portal de madera podrida sobre la que aún quedan restos de policromía. “Este es el patio de las grandes recepciones”. Una fuente vacía y gangrenada. Un patio porticado de columnas gigantes que conduce a estancias de espejos mordidos por la edad y ventanas de celosías alambicadas que se abren sobre patios vegetales donde crecen las higueras y duermen los muertos. Mármol en el suelo agrietado, azulejos en los zócalos por los que dejo resbalar otra vez las yemas de mis dedos, muros de estucos leprosos en los que estalla la última luz del día y el eco de la llamada a la oración que se eleva desde las mezquitas limítrofes a un cielo de nubes dibujadas por las que corre esa última luz. Esa luz que autoriza a don Juan en su México natal a decir que el mundo es un lugar misterioso, especialmente al atardecer
Nunca he sentido el misterio del mundo invadirme tanto, acosarme y derrotarme como en este palacio de cuyo nombre no quiero acordarme. El misterio habita en Fez. En las casas de Fez. Las paredes respiran melancolía y las habitaciones en sombra de las casas deshabitadas guardan el secreto de los seres que jugaron, rieron, amaron o sufrieron entre los muros que ahora ha invadido el tiempo tiñéndolos de melancolía.
Estas son las cosas cuyo único destino parece ser convertirse en Maison d´hote. Quiere esto decir que una multinacional del dinero rehabilita un espacio que ya no será el mismo para que unas personas que ya no serán iguales, pero que se espera que paguen por ocupar el espacio que ocuparon otras personas que ni siquiera comprenderían el motivo ni la velocidad del cambio.
Es posible que no haya otra solución. Fez es Patrimonio de la Humanidad y todos nos debemos sentir algo responsables de su ruina y su degradación, y, por tanto, de su recuperación. Pero, ¿es verdad que el único destino de una ciudad única es que esté habitada brevemente por gentes que no serían capaces de vivir habitualmente en ella?
Diana y su amigo me muestran fotos de la historia, de las personas que habitaron lo que hoy es una ruina. Están convencidos de que el palacio se recuperará porque hay intereses municipales, internacionales, económicos, empresariales que han puesto sus ojos en estas ruinas que, limpias y ordenadas, darán cobijo a magnates del petróleo y las finanzas, a estrellas del espectáculo, a profesionales del glamour. Cobijarán a quienes tiene el deber moral de cobijar a media humanidad que muere, sufre o, simplemente, mal vive unos metros más allá.
Veo en la penumbra diluirse los ojos marinos de Diana. Veo brillar junto a ella los ojos duros y limpios de nuestro amigo y guía. Pienso que podíamos traer nuestras respectivas familias y compartir la fuente, dejar correr a nuestros hijos por los patios ahora desiertos, cocinar juntos en el hogar muerto…
Ya sé que no es posible, pero yo quisiera que los fasíes viviesen en sus casas de siempre y que los turistas pasearan, por qué no, por sus calles o se dejaran invitar por sus habitantes. Pero ¿cómo entregar esta joya de la humanidad a quienes pasan y no viven? ¿Qué emoción puede producir ir a visitar una ciudad en la que todos son habitantes de un solo día? Me resisto a pensar que no haya otra forma de evitar el deterioro, de reconducir el progreso, de reconducir el orgullo y la nobleza de una ciudad altiva poseída por el misterio de la tierra.
Madrid, febrero de 2024