Defunciones inducidas

Arturo Lorenzo

​El otro día paseaba yo por uno de esos barrios periféricos de Madrid con ánimo de ver qué se cuece en ellos. Hay varios, hay muchos. Madrid ha crecido tanto que ha dejado de ser aquel poblachón manchego del que habla toda la tradición galdosiana para convertirse en algo mucho peor.

Valparaíso de la Fortuna es una barriada setentera en la que los poderes públicos de entonces quisieron convertir un poblado de absorción de emigrantes en una urbanización de lujo a precios populares, cosa que aparte de imposible sería inútil.

Iba yo por la avenida de la Concordia, nombre espectacular para una callecilla que más bien se asemejaba a una corredoira gallega, cuando frente al número 22 (¿algo que ver con 2022?), descubrí en un balcón una cartelona avejentada que rezaba así: “Club de las muertes inducidas”.

¡Ostras, Andreu, te han robado el título!, pensé.

Inmediatamente se me ocurrió que entre defunciones y muertes había una diferencia sustancial que convendría investigar.

Sin pensar en más trámites me acerqué al portal y machaqué el portero automático del club. Nadie me respondió.

Casi exhausto, como si hubiera realizado una gran obra, salí a la calle Matanzas y tomé un taxi sin fuerzas para investigar qué autobús podría devolverme a casa.

Semanas después, puro morbo, pesadillas, mala conciencia o simple curiosidad, volví a la avenida de la Concordia número 22. Llamé con insistencia renovada y a los pocos segundos apareció un joven de aspecto truculento. Pero no me asustó su mochón de pelazo negro distribuido por la frente, ni sus ojos edulcorados de sustancias delirantes. Lo sorprendente fue su saludo: “Bienvenido, camarada, le estábamos esperando”.

Nota: Este fue el principio de novela que le propuse a Andreu Martín para uno de sus inmejorables “noir”.

Madrid, otoño de 2022