Arturo Lorenzo
A la memoria de mi buen amigo Santiago Rosado, fallecido el jueves santo de 2023, amante del buen vino y de sus buenas costumbres
No es el tiempo el que hace el vino. Contrariamente a lo que piensan los viticultores de hoy, es el vino el que ha creado el tiempo.
Hubo un tiempo antes del vino. Fue un tiempo en el que Dios quiso castigar a la Humanidad por sus pecados y eligió a un hombre y su familia para que pusiera a salvo una tierra que se había vuelto hostil y lujuriosa.
Noé celebró su victoria contra el castigo divino como mejor se le ocurrió: emborrachándose. El motivo bíblico ha sido retomado en numerosas ocasiones por la pintura clásica. Es entrañable ver en tantas imágenes cómo las hijas celebran la ebriedad del padre. Después del Diluvio Noé inauguró el tiempo del vino y desterró para siempre la idea de una humanidad sin la alegría de beber y de vivir.
Y luego, la gran Historia se fue declinando en torno a un vino áspero y denso. Platón tenía que mezclar el vino brutal de la Grecia Clásica con agua (“dos de agua por una de vino”) para que sus discípulos pudieran seguir su tenebrosa teoría de sombras en la caverna del banquete.
Llegó Alejandro y sus ejércitos transportaron el vino hasta las orillas del Indo que tiñeron con la sangre de sus enemigos y la suya propia. Y con el vino de las celebraciones. Y llegó Jesús y dio su doctrina del vino como sangre de vida y esperanza que repiten cada día miles de sacerdotes en el momento de la consagración. Y en el Islam, Abu Nuwas cantó las excelencias del vino y del amor en la corte abbasí a orillas del turbulento Tigris. Y llegó la remota Edad Media cristiana. Primero fueron los discípulos de Santiago que muy pronto aprendieron “que con pan y vino se anda el camino”. Luego, casi enseguida, empezaron a brotar las cepas de Borgoña para surtir a las cortes europeas el néctar de los dioses.
Después los españoles transportaron en sus galeones las ricas cepas que han florecido en los exquisitos caldos actuales de Chile, Argentina o California. Shakespeare no concebía el amor sin el elixir de Malvasía. Y la edad Contemporánea ha visto cómo se teñía de carmín los labios de la elegancia social, de la distinción y del prestigio que siempre ha aureolado a los buenos degustadores.
El vino ha derrotado al tiempo y ha escrito huellas imborrables en las páginas de la historia. Se ha hecho historia y los hombres leen hoy las añadas como versículos de una nueva doctrina revelada o consultan Las Denominaciones de origen como el atlas básico de una política de los sentimientos. Ningún regalo tan apreciado como una buena marca para acompañar una velada, porque uno de los grandes misterios del vino es que ha sido capaz de romper la soledad, tanta soledad como acumulaba el hombre antes de que existiera el vino. El vino se bebe en compañía. La compañía mejora el vino y el vino permite paladear la compañía.
Y en España, todavía hoy, a pesar de la implacable competencia de excelentes caldos de todo el mundo, cuando a la buena compañía se le añade el gusto de la distinción social y se quiere realzar un hecho con un sello de elegancia incuestionable, todavía hoy, se elige un vino de Borgoña, o se utiliza el vino de Borgoña como término de comparación en la excelencia. Así pues, si Noé invento el tiempo después del vino, Borgoña inventó el tiempo de la excelencia del vino.
España, que por tantas razones es un país bárbaro y africano, es también una tierra de abundantes, variados y excelentes vinos. España posee un sinnúmero de tierras vitícolas. Y por eso mismo un tiempo para cada tierra.
Ahora, para disfrutar de un vino excelente conviene situarse en un tiempo reciente, la década de los ochenta. Y en una tierra precisa, la tierra de un largo y solitario río, uno de esos ríos que conducen al Atlántico, a Portugal, a Oporto: el río Duero.
Decir Valle del Duero es situarse en la Edad Media. En torno a ese zigzagueante que es el río se cosió la historia de España. Era el tiempo de moros y cristianos, como recoge la historiografía. Ya entonces los cristianos bebían vino. Habían aprendido a hacerlo de los moros. Y luego salían a las batallas, con resultados diversos.
Aún hoy, cuando uno recorre los meandros en torno a los que se asientan pueblos y castillos como El Burgo de Osma, S. Esteban de Gormaz, Langa, Aranda o Peñafiel, aún hoy, los viticultores dicen que los cerros que custodian el valle son montañas de vino del tiempo de los moros. Cada cerro tiene su bodega. Y cada bodega tiene un tesoro, líquido, afrutado, transparente, cárdeno, irresistible.
Ese vino irresistible fue la sangre de los peregrinos, el elixir de los caballeros, el premio de las victorias, el consuelo de las derrotas. Hoy es un deleite civil, cercano y gozoso.
El Valle del Duero, la gran meseta norte de la Península Ibérica, es una rareza en la geografía europea. Se asemeja más a las mesetas interiores del Magreb o al gran macizo central turco. Pero la simiente de Noé encontró en él una tierra intensamente favorable para el cultivo de ese otro gran río que se contiene en los racimos de uva.
En la década de los ochenta del ya muy remoto siglo XX, un grupo de emprendedores amantes de la tierra decidió hacer una apuesta siguiendo las enseñanzas de Noé: crear un vino de calidad, la Denominación de Origen Ribera del Duero. Eligieron un fragmento del valle de poco más de cien kilómetros de longitud y veinte de anchura, con más de cien pueblos que se extienden de San Esteban de Gormaz a Quintanilla de Onésimo, en torno a las provincias de Burgos, Segovia, Soria y Valladolid. Son tierras continentales, altas, entre 700 y 900 metros, de inviernos rigurosos, veranos ardientes, de escasa lluvia, de oscilaciones térmicas acusadísimas, de miles de horas de sol (2.400/año).
Las tierras de Ribera del Duero forman parte del zócalo antiguo de la Península Ibérica, arrasado y en parte recubierto de sedimentos terciarios compuestos por capas lenticulares de arenas limosas que alternan con arcillas o margas. Tierra, pues, especialmente propicia para la experimentación vitícola.
Con estas condiciones y una gestión empresarial modélica, desde los años ochenta se han asentado en la zona más de doscientas bodegas cuya principal seña de identidad común es la calidad. Las cifras de producción, consumo, venta y exportación han subido en estos años de forma exponencial, nada comparable a ninguna otra zona vitícola tradicional.
En Ribera del Duero huele al silencio del mosto. Noé sería feliz entre estos campos de uva que adorna el abejorro. Tras las leyes violentas del invierno se espesa el estío a la espera de la consagración. Llega septiembre, y junto a las cepas vírgenes que dibujan una cruz desnuda, se inmolan los viticultores. Ya es un campo mecánico en el que las empresas muestran el poderío de su capacidad de innovación. Hay una agitación similar, igual, a la que se produce en los campos de viñas cuando llega la recolección: la paz vitícola de septiembre con la uva en el lagar.
Decía Claudio Rodríguez, al comentar su libro Don de la ebriedad, que un hombre que lleva su viña a la sazón y bebe el mosto que le ofrece el esfuerzo es un sabio. Como lo fue Noé para celebrar la recreación del mundo a la sombra de su parra y de su higuera, envuelto en el letargo dionisíaco.
La tarde se estira, languidece y arrastra por el suelo la proyección de los relieves de las vides recién cortadas. Mientras, las uvas gregarias descansan con su sabor de miel junto a la mansedumbre de las ovejas. Son las primeras montañas de uva en el lagar en torno al que se agitan los empresarios, bodegueros, viticultores, simples peones, sumilleres de cosechas anteriores. Aparecen los nervios y la expectación ante el primer caldo que se destila, atentos al aroma, al color, a la densa magia del perfume recién elaborado. Seguirán semanas intensas antes de que el vino deseado duerma en barricas de maderas nobles, esas barricas que saben medir el tiempo que inventó Noé, por ese tiempo por el que nosotros nos regimos, el tiempo de la celebración en un globo de cristal enrojecido sobre el que nos inclinamos para respirar el mensaje de la tierra que hemos amado.
En la penumbra anochecida de un galpón, junto a la bodega ya desierta, una mujer de melena abultada paladea el furtivo placer de un sabor irrepetible. Por tercer año consecutivo una mujer gana el concurso de mejor sumiller de España. Es ella. Agita suavemente la copa cerca de su rostro. La eleva hacia el cielo por donde pronto aparecerán las estrellas y dice: “Borgoña, la gran Borgoña. ¿Sabes, patrón? Allí también deberían conocer esta excelente cosecha de Ribera del Duero”.
Arturo Lorenzo
Borgoña, Mucientes, Madrid, primavera de 2023