Arturo Lorenzo
Un día de Madrid de no sé qué año me sucedió algo indescifrable. El cielo se descompuso y estuvo lloviendo rabiosamente hasta el atardecer. Debía ser finales de otoño, porque anocheció pronto.
Como por ensalmo, tras el intenso aguacero la noche se despejó y, de vuelta a casa, entre los sombríos edificios punteados de luces domésticas, aún me dio tiempo de ver el cielo inflamado de pálidas estrellas. Lo interpreté como un augurio propicio, tal vez no todo está perdido, me dije.
Desesperado por la desesperación de no sentirme amado, esa tarde de lluvia y fango, cometí el error de declararme enamorado de una mujer a la que no había aprendido a amar, en un feo y maloliente bar de Argüelles al que entramos para protegernos de la inclemencia de los cielos.
Chuky Cifuentes era una señorita de provincias perteneciente a una de esas familias adineradas que viven en una de esas ciudades del Norte que pertenecen más a la lluvia y al mar que a la tierra. Habíamos iniciado nuestra relación, básicamente de amistad, quizá con algún baile extremo, algún beso robado y unos chapuzones estrechos, unos meses antes en uno de esos pueblos perdidos, entre montes y bosques, por los que siempre corre un río limpio que acoge con honor y orgullo el contacto leve y furtivo de dos cuerpos jóvenes.
Unas cartas post veraniegas que confirmarían el olvido que pronto seríamos y poco más. No. Sí. Un libro. Un día llama el cartero y me ofrece Escolma posible de Castelao. Venía sin dedicatoria, pero con el exlibris familiar y su nombre impreso por sello de caucho en varios extremos. Guardé el libro, que nunca leí, como una joya del romancero personal que, en aquel tiempo, yo imaginé que todos llevábamos dentro, y que yo aún conservo.
Poco después llegó la foto. Unas semanas antes había sido su puesta de largo –bella tradición irremediablemente ya perdida-. Chuky lucía un sencillo vestido largo que desnudaba sus hombros y apenas dejaba entrever las enormes plataformas sobre las que se alzaba. En una recogida pose intelectual hacía como si leyese un libro (¿el mío?) apoyada en el mármol blanco de una señorial chimenea, como para recordarnos la noble alcurnia de su estirpe.
Dentro de unas semanas iré a Madrid a visitar a mi hermana. ¿Estarás?
Libro, foto, llamada telefónica, pronta visita… todo eso provocó en mí, como luego aprendí a llamarlo según los psicólogos, una pasión imaginaria.
Quedamos en Moncloa y la lluvia inclemente nos obligó a refugiarnos, sin apenas habernos podido abrazar, en el sórdido bar de mesas de formica, incómodas sillas tubulares y un apestoso aroma de morcilla refrita.
Me precipité. Le declaré mi inmenso amor por ella antes de que nos sirvieran las cervezas. Ni siquiera le pregunté por el arduo viaje desde su esquina del mundo hacia el territorio siempre hostil de la meseta interior. No hice mención ni a su libro, ni a su foto, ni a la llamada telefónica ni mucho menos le alabé la neblinosa belleza de sus oscuros ojos grises. Todo fue declaración de intenciones y proyectos. En una alocada huida hacia adelante creo que incluso le llegué a mencionar algo sobre nuestros hijos. Hasta que ella alzó la mano…
Querido mío, parece que no sabes lo que es la amistad. En mi entorno es un valor por sí solo.
Bebió despacio el único sorbo que daría a la cerveza en aquella mesa de formica de aquel bar tan cutre y decaído.
No te ofendas, me dijo, sosteniéndome la mirada. Pero sabes bien que yo no estoy enamorada de ti.
Sorbí mi cerveza conteniendo la respiración.
Pero el problema no es ese. El asunto grave es que tú tampoco estás enamorado de mí.
Entonces, ¿qué pasa?, pregunté desde el altiplano de mi súbita decepción.
Vi cómo recogía con parsimonia su sombrero de fieltro empapado de lluvia, su bolso de pasta crema empapado de lluvia, su foulard de seda fina empapado de lluvia y se alzaba hasta quedar frente a mí mirándome sin pestañear con un suave rictus de ternura.
Lo que pasa es que… all you need is love.
En la cama, en la penumbra exigua de mi camarote urbano, comprendí que los astros me habían traicionado aquella noche súbitamente clareada. En realidad, todo estaba perdido. Nunca más volví a saber de ella.
Madrid, noviembre de 2022