Adela Rodríguez
Estoy plantada en la acera rodeada de niños y no tan niños. Estamos esperando la cabalgata de reyes. Voy todos los años desde que soy pequeña. Me encanta el bullicio y esa emoción de pedir regalos cuando pasa uno de los reyes. No les pido a los tres, sino solo a Melchor que es mi preferido desde niña.
Primero pasa una carroza después otra, un coche de bomberos y una serie de cosas que no sé a ciencia cierta que pintan en una cabalgata de Reyes. Por fin aparece mi rey majestuoso con su barba blanca sentado en su trono. Siento una extraña emoción producida por el recuerdo de todo lo que le pedí y me trajo, que ha sido mucho, desde mi primera bicicleta hasta la hija que me concedió cuando ya había perdido la esperanza de tener un hijo. Un año se lo pedí y al cabo de un mes estaba embarazada. He confiado siempre en él, encargándole cosas posibles e imposibles, pero siempre maravillosas.
El año anterior fue triste, lleno de desilusiones y perdidas. Ahora delante de aquel mago y sin apenas darme cuenta, chillo como cuando era pequeña, pero en lugar de pedir una bicicleta o algo parecido, grito: ¡un amor, quiero un amor!
Yo misma me quedo sorprendida de mi reacción. Los abuelotes que estaban a mí alrededor y que escucharon mi chillido se quedaron de piedra, demostrando que, excepto los niños, poca gente queda ya que crea en los reyes. En lugar de pedir lo que pedía todos los años, salud y más salud, había seguido los impulsos de mi corazón y había pedido algo que diez minutos antes no tenía ni idea que podía ser importante para mí en estos momentos. Ahora solo se trataba de esperar. Siempre me traían lo que les pedía, quizá no en la manera que yo me lo imaginaba, pero siempre aparecía mi regalo.
Cuando terminó todo aquel desfile de carrozas, bomberos y policía me marché. Llegué a casa y lustré (siempre pienso que si los reyes ven los zapatos muy relucientes se van a portar mejor) un zapato rojo de altísimo tacón y lo coloqué frente a la chimenea que es por donde los reyes llegan a mi casa. El tiempo que viví en una casa sin ella, los noté despistadísimos con mis regalos y el motivo, quizá, era que tenían que entrar por la ventana.
Esté año, al contrario de los anteriores, no podía salir a festejar los Reyes como otros años; a las seis de la mañana venían a recogerme unos amigos para irnos de viaje en coche y no era cuestión de ir conduciendo por esas carreteras de Dios con una inmensa resaca. Cené algo ligero y después de terminar de hacer la maleta, me fui a la cama, puse el despertador a las cinco de la mañana. Una hora, calculé, era suficiente para abrir los regalos y arreglarme. Al día siguiente tenía muchos kilómetros por delante.
Son las cinco la mañana cuando suena el despertador y ya estoy con un ojo abierto. Me levanto y mientras voy por el pasillo hacia el salón escucho, en medio del silencio de la noche, un ruidillo que me sugiere el de celofán. Me paró y presto más atención…, pues sí, lo que escucho es como si alguien estuviese jugando con un papel de celofán. ¡Jopé¡ Mira que si me han traído un perro por eso de la compañía. ¡Tía no te pires el coco¡ ¿Cómo te van a traer un perro?, me digo.
El ruido del celofán era cada vez más intenso o a mí me lo parecía. El corazón empezó a palpitarme con fuerza, y una ligera flojera en las piernas delataba cierto temor. ¿Sigo?, ¿no sigo?, me pregunto a mí misma. Puedo hacer como cuando era pequeña, que hasta que no oía a mis hermanos, no me atrevía a acercarme a la chimenea. Me daba miedo encontrarme a los Reyes colocando regalos y no saber que decirles. Pero ahora vivía sola y no podía quedarme en el pasillo esperando a la nada. Me armé de valor y reanudé la marcha. Entré en el salón solamente iluminado por la luz de la calle, y casi me da un jamacuco cuando veo un enorme paquete envuelto en celofán rematado con un gigante lazo rojo del que colgaba una tarjeta. Me quedo paralizada mientras busco con los ojos lo que hay dentro. ¡Joder! ¡Dentro hay un chico¡ Sí, sí, un chico… Un chico de carne y hueso o eso parecía.
Lo contemplo con más detenimiento y distingo, dentro de todo aquel papel, unos maravillosos ojos verdes, una sonrisa espectacular y un cuerpo de morir. Me acerco despacito y con mucho cuidado cojo la tarjeta y leo: “Como pomada para tu alma dolorida y tu cuerpo maltrecho. Disfrútalo. Tus papás”
Aunque ellos en más de una ocasión me han tachado de desobediente, en esta ocasión mi obediencia ha sido exquisita. Tanto es así que mis amigos se quedaron sin compañera de viaje.
El azar y los sueños son dos amigos estupendos, se ayudan, se hacen favores…Y cuando saben que alguien los necesitaNones se buscan y siempre dan contigo. Es un hermoso relato que enamoraría a cualquier Rey Mago.
Espero que la “pomada” haya sido de tu agrado y beneficiosa para las ansias del corazón… pero ¡ojo! lee bien las instrucciones, ya sabes, que en la gran mayoría de las pomadas y una vez abierta… a los 12 meses caduca. Te va a coincidir con Melchor de nuevo por estos lares… y según el resultado, puedes pedir que te mande otra pomada igual…o ir a verlo y pedirle…?? UN AMOR!! Con mas voz.
Ya me lo presentarás . Igual solo lo ves tú ,es igual me alegro por ti , yo tengo a Paco
Esto es lo que podríamos llamar ciencia ficción casera, tan respetable o más que la galáctica.
Genial que los padres magos regalen a la narradora un toy boy o un chico multiuso para calmar las ansias amatorias o de compañía de su hija. Pero nada como el placer de abandonar a los amigos por causa de fuerza mayor.