Adela Rodríguez
Tenía diez años, era un niño normal, tirando a tímido, y en aquel entonces estaba descubriendo el mundo de las sensaciones. Me habían mandado en verano a clase de francés, “para aprovechar el tiempo”, según dijo mi familia.
Allí estaba, sentado en un ambiente decimonónico ante una mesa camilla con un tapete de flores y con un reloj de péndulo como sonido de fondo. Se abrió la puerta y apareció la profe. Tendría más o menos veintiocho años, el pelo trigueño recogido en un moño un poco deshecho, ojos azul porcelana y llevaba puesta una chaqueta que se quitó, quedándose con una blusa de tela estampada, con apresto, que se le ajustaba al cuerpo y… ¡No llevaba sujetador!
Nunca en mi vida había visto unas tetas. Me enamoré al verla y eso que aún no había escuchado aquella voz aterciopelada hablando algo que no entendía y que se presuponía que era francés.
Yo estaba absolutamente sobrecogido, sentí de inmediato un enorme calor dentro de mí que me abrasaba; comencé a marearme y a temblar.
Ella hablaba y hablaba. Yo la miraba cada vez más embelesado y lo único que deseaba era abrazarla, pero tenía miedo, un miedo atroz. Miedo de que ella se diese cuenta, miedo por no saber lo que me pasaba, miedo a enfermar; vamos, que estaba aterrorizado.
Deseaba llegar a casa. Tenia el propósito firme de no volver a sentarme ante aquella mujer. Nunca más. Podría morirme, si volvía a vivir la experiencia.
Intenté convencer a mis padres con todos los medios a mi alcance. Lloré, pataleé, expliqué que aquella clase no me gustaba y que el francés era horrible, porque no lo entendía.
Mi familia intentó convencerme diciéndome que era totalmente normal que no entendiese, que todo era nuevo para mí y que poco a poco me acostumbraría.
¡Si supiesen ellos lo que me pasaba!
Solo imaginarme a la profesora con su blusa transparente volvía a sentir aquel calor que me enfermaba. Pensaba que, si volvía a mirarme en aquellos ojos azul porcelana, podría caer al suelo fulminado.
Pasé la noche atemorizado ante la clase del día siguiente, pero volví a estar ante la mesa camilla, escuchando el ritmo del reloj y sufriendo lo indecible. Estaba tan ocupado intentando mantener mi libido a raya que era incapaz de hablar y, claro, me preocupaba que ella, aquella maravilla de mujer, pudiese pensar que yo era tonto y con un tonto no se casa nadie, pues yo quería casarme con ella, aunque tuviese que esperar a hacerme mayor.
¡Menuda tensión! Mi familia tardó tres clases más en convencerse de que el estudio del francés producía en mí un efecto casi mortal. La fiebre me había subido a cuarenta, no podía comer sin vomitar a continuación, y lo que era peor, no paraba de llorar. Nunca llegaron a saber que la causa era el subidón sexual que me daba aquella mujer.
No sé que le explicaron a la profe, jamás quise preguntar, pero me sentí liberado. Pensar en aquellas tetas apretadas por la blusa… Me sentía absolutamente sobrecogido.
Sigo sin hablar francés, pero, incluso hoy en día, no puedo controlar mis erecciones cuando escucho esa lengua.
Adela Rodríguez
Vigo 28/03/06