La grandeza de lo mínimo

Nuevos cuentos tradicionales

Manuel Janeiro

Transforma Editores, 2024

138 páginas

Sin permiso del autor me permito reproducir en estas líneas el primer relato del último libro que ha publicado Manuel Janeiro del que ya he hablado en estas crónicas. Uno no está para leerse La Divina Comedia en la sala de espera de un aeropuerto o en la tumbona de una playa multitudinaria de Benidorm, pero sí hay divinos relatos que se pueden leer en cualquier parte, incluso bajo la luz sagrada del flexo de nuestro despacho.

Había una vez una nube, un árbol y un pájaro

El pájaro cantaba en el árbol mientras una nube pasaba. El ave trinaba, las hojas del árbol susurraban. ¡Qué hermoso es este canto!, dijo la nube y se detuvo.

Acércate más, gritaron al unísono el árbol y el pájaro. Tenemos los sonidos del viento, los tambores del trueno y el lejano clamor de las estrellas. Por qué no, pensó la nube y descendió del cielo. Pero entonces, su cuerpo de nieve, su manto de gasa gris y sonrosado chocó contra las ramas del árbol. Y la nube, lastimada, estalló en llantos.

¿Qué es esto?, preguntó el pájaro, que era dorado y tenía el pecho rojo. Nada, le respondió el árbol con la voz de la experiencia —la experiencia de los dioses viejos—, es simplemente una suave lluvia. La dulzura de la primavera.

Esto que hace Janeiro es escribir con tinta indeleble sobre el agua, como el velo de una ninfa oriental que descubre cuanto pretende ocultar. Todo el libro discurre en la grandeza de la aproximación. Nada de asaltos, ni siquiera de interrupciones intempestivas en el meollo del relato. Todo discurre desde el punto de vista del que se asoma a una emoción, a algo emocionante que ve pasar al otro lado de la puerta, en una escena en la que el lector/espectador no puede participar, pero a la que sí tiene el derecho de asistir y disfrutar para solaz de su conocimiento y su conciencia. Como si una túnica de óxido líquido cubriera toda la tierra, con mares y cielos incluidos. Se retira la túnica y aparece en todo su esplendor el oficio de lo divino, el misterioso arte de la escritura que al mismo tiempo que nos narra y describe nos descubre el secreto de su fundación: la literatura oral.

Todos sabemos lo que Bruno Bettelheim dice sobre los cuentos tradicionales que durante centurias han iluminado la fantasía infantil, y adulta, de tantas generaciones. Al bueno del profesor vienés le habría gustado leer este libro que quizá hubiese hecho tambalear alguno de sus postulados.

Creo que ya no se cuentan cuentos a los niños. Entre consolas, videojuegos, deportes de masas y la infranqueable barrera que ha levantado la crítica moderna contra lobos, monstruos, dragones y hadas o brujas, ha decaído la sana práctica de activar la fantasía con el solo aparataje de la voz y un ambiente propicio. Sinceramente no sé dónde está esa crítica moderna, ya algo pasada de moda, si no es en el apocalipsis de liquidar la tradición de la narrativa oral multisecular.

Manuel Janeiro hace otra deriva. Vive la narrativa tradicional. No la rechaza y compone, desde la leyenda, una nueva escritura. Todos los cuentos circulan con ese velo oriental que vela y destapa hasta ofrecer un mosaico de interpretaciones en el que los fantasmas del pasado se conviertan en dudosas incertidumbres del presente.

Los cuentos están escritos como por un músculo ciego que se alimentara de un corazón escondido. Algo así como si el autor posara las yemas de los dedos sobre el tronco de una vieja encina y de ese contacto surgiera la escritura que la savia va nutriendo. Nada de prisas ni vuelos románticos ni figuras barrocas. Todo limpio como el agua del molinero donde habita la ninfa enamorada.

El libro está dispuesto de manera engañosamente infantil, desde el propio título. Y claro que se pueden leer los cuentos a los niños en ese duermevela que precede al sueño. Van a descubrir que las más humildes flores tienen alma, que el claro de luna fue siempre motor y fuente para los poetas, que incluso el diablo podría llegar a ser buena persona en compañía del pobre cura de Santa María de los Ángeles de Ocaña.

En todo el libro late una pulsión ecologista, pero sin ñoñerías, complacencias o falsas buenas intenciones. Con la frialdad de un oráculo clásico se limita a enunciar las dimensiones de la catástrofe medioambiental que se cierne sobre el mundo. Todos los relatos están bajo la protección de una diosa madre común: la naturaleza. El autor no enuncia, enumera o describe la naturaleza, el autor es Naturaleza.

Aunque sabemos que la naturaleza es también feroz, brutal y sangrienta en innumerables ocasiones, Janeiro opta por la paz y la armonía casi mística que está hecha de carne de helechos, del trazado de los vencejos en el cielo de la tarde, de piritas incandescentes que se convierten como por ensalmo a través del agitado pulso del autor en poemas en prosa.

Esa prosa poética, que delata los orígenes literarios de Janeiro, nos  acerca, de forma instintiva, corpórea, a una visión del mundo que recuerda ciertas culturas chamánicas en las que los dioses son seres de andar por casa, “personas”, como diría el don Juan de Castaneda o escribe el antropólogo colombiano Luis Eduardo Luna desde Brasil: son dioses que susurran a los humanos el respeto infinito que es necesario observar por cada uno de los elementos que componen el universo, desde el polvo del desierto hasta las formaciones geológicas o las arenas del mar.

Del cuento del molinero y la ninfa, en el que se afila un lenguaje preciso y precioso, brota un ecologismo melancólico e inteligente que, sin acritud, señala y denuncia los desastres que del maltrato a la naturaleza está padeciendo nuestra sociedad que aboga por un progreso imparable aún a riesgo de su autodestrucción.

En el grillo tenor está la desesperación de Juan el Bautista. La voz que clama en el desierto y la sorpresa de la soledad del tenor: ¿pero, con lo que sé hacer no sois capaces de escucharme? Se trata quizá de la soledad del poeta que se adelanta a su tiempo.

En el secarral interior de Ocaña tiene lugar la insólita convivencia amistosa del cura con el diablo, hermanados en la miseria de la que ambos gozan. Entrañable forma de hermanar cielos, infierno y tierra.

Quizá el único cuento que no leería a un niño en ese trámite de la duermevela sería el del hombre lobo. En sus breves páginas se respira el sulfuroso polvo del odio a la humanidad entera por haber cometido y seguir cometiendo el crimen mayor: el fracaso de comunicación, la falta de piedad. El hombre solo arrojado a la misma soledad que el lobo solitario.

Y para concluir, un relato mínimo de ultratumba, de esos en que vivos y muertos dialogan con naturalidad, como si fuera posible errar ordenadamente por paraísos que nunca se encuentran.

Los niños no son imbéciles. Saben que las ranas no hablan y que no hay besos que despierten princesas. Pero sí comprenden que no hay por qué pisotear los parterres ni envenenar el agua de los ríos para eliminar ninfas. Las ninfas representan un estado superior del alma, encarnan nuestros sueños de superación, de esperanza en un mundo con mayor fundamento.

Arturo Lorenzo

Madrid, abril de 2025

4 comentarios en “La grandeza de lo mínimo”

  1. Arturo:
    En mi opinión de lego en la escritura poética, pienso que has dado en el clavo, radicalmente en el clavo, en tu crítica-elogio-presentación del libro de mi admirado Janeiro.
    Enhorabuena cordial.
    Leeré todo lo que escribas.

  2. Magnífica crítica! Me ha gustado especialmente este párrafo: «Aunque sabemos que la naturaleza es también feroz, brutal y sangrienta en innumerables ocasiones, Janeiro opta por la paz y la armonía casi mística que está hecha de carne de helechos, del trazado de los vencejos en el cielo de la tarde, de piritas incandescentes que se convierten como por ensalmo a través del agitado pulso del autor en poemas en prosa.»

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