Sé mía
Richard Ford
Ed. Anagrama
400 páginas
La luz difícil
Tomás González
Ed. Sexto Piso
150 páginas
Han coincidido en este 2024 dos novelas publicadas en castellano de temática similar que, pese a sus diferentes enfoques formales, presentan paralelismos y afinidades interesantes, como si, de forma involuntaria, se complementasen a través de un diálogo imaginario entre ellas.
La primera, Sé mía, fue escrita en 2023 y la segunda, La luz difícil, en 2011. Ambas gravitan alrededor de la etapa final de la vida afrontada desde el prisma de un varón blanco heterosexual (antaño figura hegemónica de la idea de “ser humano” universal) que acompaña o ha acompañado a un hijo presa de una enfermedad terminal en los últimos días de su periplo vital.
La dureza del planteamiento, desarrollado en cada caso por una ruta narrativa muy alejada de la otra, sirve para desplegar respectivamente una singular apología del vivir pese a las catástrofes y una vigorosa celebración de la existencia. Ambas novelas son artefactos complejos que cumplen con amplitud el propósito de la gran literatura: enfrentar cuestiones fundamentales estando a la altura de sus propios planteamientos. Las dos proponen al lector interrogantes de respuesta imposible conjugando con brillantez la emoción estética y el estímulo intelectual.
Sé mía, del norteamericano Richard Ford es el cuarto volumen de la saga de su alter ego Frank Bascome (tras El periodista deportivo, El día de la independencia y Acción de gracias). Este personaje viene siendo un trasunto de cierto tipo de estadounidense a través del cual se levanta acta de la evolución a lo largo de los últimos treinta años de una subjetividad concreta: aquella que podría recoger de forma amplia lo que conocemos como “ciudadano occidental de clase media”. En esta obra Richard Ford describe el pequeño viaje que Frank Bascombe y su hijo mayor enfermo de ELA realizan juntos al Monte Rushmore. Es la suya una relación paterno-filial enrarecida por un divorcio problemático, marcada por la muerte del hijo mayor de Frank cuando este apenas era un niño y tensionada por las diferencias de carácter de ambos. Si el padre es epítome de eso que entendemos por “normalidad de clase media” (básicamente los valores de lo que se solía llamar “pequeña burguesía”), el hijo, en la frontera de los cincuenta años, es un personaje excesivo que oscila entre el aislamiento personal y el exhibicionismo, dominado por su tendencia al sarcasmo y acorazado emocionalmente mediante el uso de un sentido del humor hermético. La pérdida de control de su propio cuerpo y la dependencia de ese padre por el que siente una mezcla de afecto y rencor lo sitúan en una posición que pondrá las cosas realmente difíciles al bueno de Frank Bascombe.
El retrato que hace Ford de la relación entre ambos y de la historia personal compartida se entrecruza con los signos distintivos de un país que vive en un estado de pre-guerra civil. Su road trip íntima levanta acta de una fractura política expresada a través de indicadores sociales informales, sutiles a veces, brutales la mayoría. El fragmento de tapiz norteamericano que recorren padre e hijo presenta desgarros y zonas en las que el hilo que cose la propia sociedad ha desaparecido. Frank se desplaza a través de parte de su nación tras años retirado en su pacífica burbuja suburbana encontrándose con que su país imaginado ya no coincide con el país real. El registro narrativo, a medio camino entre la sátira y el drama familiar, deriva con frecuencia a un tercer registro: la tragedia colectiva que enfrenta su propio país. La escritura fordiana, ágil, perspicaz, lúcida y cargada de autoironía, esparce sus preocupaciones temáticas con sutileza a lo largo de toda la gnarración. La más sustantiva de ellas, la relación entre padre e hijo, sirve de contrapunto al estado de las relaciones sociales en los Estados Unidos del Donald Trump de 2016. Las diferencias de raza, clase y género le sirven al autor para describir un paisaje social en el que la heterogeneidad conduce inevitablemente al conflicto y en el que la tan americana esperanza en el papel del mercado como agente cohesionador se revela como una fantasía delirante. Si los efectos corrosivos del trumpismo asombran e irritan a Frank continuamente durante su trayecto, los desplantes y situaciones incómodas con su hijo son absorbidos delicadamente a través del amor incondicional que siente por él. Así, en este momento crepuscular de la existencia, Frank hace un repaso desapasionado a su vida, centrándose en las relaciones con sus hijos y en los hitos amorosos que la han jalonado. Lejos de entregarse al pesimismo al que parece invitarle el presente, la revisión de su bagaje sentimental le permite bocetar una peculiar relación amorosa que parece iluminarlo todo. Si su país, su familia o sus amigos parecen apuntar a un colapso inevitable, su apuesta, descabellada pero optimista, consiste entregarse a una nueva e incierta aventura amorosa contra todo pronóstico.
Por su parte, Tomás González pone a su protagonista, desde un crepuscular presente y retirado a una aldea de su Colombia natal en la que se dedica a escribir sus memorias, a rememorar los días en los que tuvo lugar la eutanasia asistida de su veinteañero hijo mayor enfermo de Esclerosis Múltiple. Su relato está centrado geográficamente en el apartamento de la efervescente Nueva York de los años setenta del siglo XX en el que vivía con su familia, asistiendo a distancia al viaje de su primogénito hacia su final programado tras años de sufrimientos indecibles. El combate paralelo que sostiene el protagonista en la elaboración de un cuadro de la bahía de Hudson en el que trata de capturar la luz que refleja la estela del ferry, sirve para enhebrar una reflexión sobre la capacidad sanadora del arte y la cultura y como ambos se entrelazan con la vida formando lazos tan sólidos como los característicos de las relaciones personales.
González construye con delicadeza una atmósfera emocional centrada en el contraste temporal entre su presente —casi ciego y entregado a una nostalgia no depresiva a través de la escritura de sus memorias— y sus días de madurez despidiéndose, a través de breves e incómodas llamadas telefónicas, de su hijo mayor. Su uso del lenguaje se circunscribe a un puñado de recursos estilísticos: frases breves casi desprovistas de adjetivos, claridad enunciativa, contención en la descripción de los sentimientos y emociones y minuciosidad técnica a la hora de hablar de los cuadros del protagonista. Esta aparente sencillez formal se replica en la articulación global del libro a base de capítulos breves de apenas un par de páginas. El conjunto fluye con facilidad, acumulando sensaciones gracias una escritura limpia que parece encontrar siempre las palabras justas y el ritmo correcto. Los dos momentos temporales y el contraste entre vida y creación artística son los ejes que vertebran los capítulos que constituyen el libro.
La profusión de elementos comunes hace que la lectura consecutiva de los dos libros permita enhebrar una suerte de conversación extraña en la mente del lector. Una suerte de diálogo centrado en las potencias que alberga el último tramo de la existencia. Si los enfoques habituales sobre esta etapa acostumbran a girar alrededor de la decadencia corporal e intelectual y a escarbar en la sensación de decadencia asociada al final, estas dos obras abren un panorama diferente. Sin eludir las obviedades inevitables consecuencia de la erosión biológica, sus páginas proponen una perspectiva poco frecuente, alejada de tópicos y estereotipos. Aquí los protagonistas no renuncian ni un ápice a su condición de seres sintientes, pensantes y relacionales. No se retiran, en el invierno de la vida, a una suerte de refugio con la idea de atrincherarse y esperar. Más bien encaran de frente la finitud y asumen con cierto gozo casi infantil lo que aún pueda llegar. Lo hacen desde posiciones radicalmente diferentes. Si en la obra de Richard Ford domina una ironía juguetona, en la de Tomás González prevalece un tono elegíaco que roza lo majestuoso. Allí donde Ford enumera con gracia las disonancias y fricciones de las relaciones familiares y afectivas, González se enfoca en la calidez y en la capacidad para el cuidado mutuo de las del suyo. Donde Ford describe con optimista acidez las contradicciones vitales de su protagonista, González reflexiona con placidez sobre ellas. Ambos, como se ha dicho, comparten una tragedia personal inconmensurable, y, desde la perspectiva de quien la ha sobrevivido miran a la muerte sin resignación ni acritud. Las catástrofes vitales los han colocado en una situación paradójicamente privilegiada. Una que les permite asumir con cierto grado de plenitud el complicadísimo tramo final de la vida.
Eloy García
Una crítica xcelente, Eloy. Parece mentira que seas profesor de matemáticas!🙂