Saltburn

Dirección: Emerald Fennell

127 min

Disponible en Prime Video

En el centro del triángulo inestable que formarían “Retorno a Brideshead” (tanto el libro de Evelyn Waugh como la mítica serie de TV), “Teorema” de Passolini y “El talento de Mr. Ripley” de Patricia Highsmith, podría encontrarse Saltburn, la segunda película de la directora británica Emerald Fennell. Deslumbrante en todo lo que se refiere a los aspectos puramente visuales de su desempeño cinematográfico, desde la puesta en escena hasta sus osadas composiciones de plano, la película resulta interesantemente irregular en lo que se refiere a su dramaturgia.

Saltburn es, sintetizando mucho, la crónica del ascenso criminal de un arribista de clase media fascinado por el modo de vida de una familia ultrarica. Dicho ascenso es tratado a partes iguales con sofisticación y brutalidad. Fennell compone una obra de orfebrería visual en la que incrusta de forma calculada bombazos de escatología dominados por la perversión y la sordidez de orden sexual. La seda que parece dar forma al escenario que configura la existencia de la multimillonaria familia Catton va apareciendo punteada con fluidos corporales de toda índole, como si estos fueran el reverso inevitable de su superlativa sofisticación. La dimensión sublime de su mundo ancla sus raíces en una ciénaga de miseria moral que parece inherente a la acumulación desmesurada de capital. La misma que sirve de palanca al arribista Oliver Quick (un Barry Keoghan de mirada vidriosa y físico complicado) para introducirse en el círculo familiar e ir ganando posiciones dentro de él. Mientras asistimos al proceso de conquista por parte de Oliver, entrevemos la realidad de los muy muy ricos: una existencia dominada por el aburrimiento y el hastío en la que una especie de hedonismo triste parece impregnar todas sus acciones. También, y este no es un apunte menor, asistimos al desarrollo de pequeños juegos crueles que sirven para marcar la diferencia entre el núcleo duro familiar y algunos parientes menos afortunados que orbitan alrededor de ellos.

Si el centro de la película es la relación asimétrica que se da entre Oliver Quick y el primogénito de los Catton (Felix, interpretado por un extraordinario Jacob Elordi), las mejores líneas de diálogo corresponden a la madre de Felix, Elspeth, una glacial Rosamunde Pike que parece complacerse destruyendo personas a golpe de comentario venenoso sin inmutarse. Como si fuera un diosa todopoderosa, sus formas educadas y su aspecto de hippie de alta costura no pueden disimular el goce que experimenta cuando hace uso de su poder.

Saltburn cautiva durante sus dos primeros actos. El fastuoso torrente visual salpicado puntualmente con imágenes escatológicas, la construcción de los personajes y las hirientes y divertidísimas líneas de diálogo de sus protagonistas son totalmente irresistibles. En su su tercer acto, aquel en el que los dramas deben rendir cuentas y resolver sus planteamientos, Saltburn pone en evidencia cierta inestabilidad en su construcción, recurriendo Emerald Fennell a un cierre apresurado y a un exceso de explicaciones que van contra su propia lógica interna previa, repleta de ambigüedades, insinuaciones y elegantes elipsis que iban dejando en manos del espectador el encaje de los elementos que desplegaba con astucia.

Pese a sus irregularidades e imperfecciones (o quizás gracias a ellas) una muy interesante película, pletórica de inteligencia, cálculo y recursos cinematográficos, con momentos de libertad formal apabullantes y construida a partir de un equilibrio precario entre palabra e imagen que hacen del visionado de sus más de dos horas una experiencia altamente gozosa.

Eloy García

1 comentario en “Saltburn”

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