Perfect days

Dirección: Win Wenders

2023

124 minutos

En cines

Hace casi treinta años se publicó en España una recopilación de poemas del escritor portugués Miguel Torga. El libro se titulaba “la paz posible es no tener ninguna”. De alguna manera, en dicho título, su traductora y antologista Eloísa Álvarez recogía, con la precisión de la que solo es capaz la lírica, la idea presente en gran parte de la obra del escritor portugués del desasosiego permanente, de una inquietud que asola la vida, que la cerca y no desiste en su asalto, de una turbulencia incesante que nace de la interioridad de cada ser humano, a veces torrencialmente, otras como una corriente subterránea asordinada como un rumor lejano constante.

En “Perfect Days” late con fuerza la idea de la paz posible. Lo hace desde unas coordenadas culturales en las que lo exótico y lo familiar se mezclan y contaminan mutuamente, como dos fluidos inestables en permanente recombinación. Lo familiar es la vida en una gran capital, Tokyo, con sus edificios inmensos, su tráfico, sus barrios, sus parques o sus multitudes. También el trabajo y la constelación de sentido que proporciona a las existencias. Lo exótico es el despliegue del modo de vida japonés, sus códigos culturales y sociales, la manera de expresar las emociones y de afrontar las relaciones con los otros. Junto a todo esto, la elección por parte de su protagonista de un modo de vida que podríamos calificar de “analógico” y “antimoderno” y de los actos mínimos que puntean su existencia. Un poco al modo del “Patterson” de Jim Jarmusch (aunque sin la estructura totalmente acotada a una semana exacta), este “Perfect days” arma un relato en el que la repetición juega un papel esencial. Más concretamente, la repetición de las acciones de una vida, podríamos decir, simplificada, aunque, si existiera en castellano, utilizaríamos la palabra “sencillizada”, enhebrada por una cotidianeidad no alienante, por una especie de sentido pletórico, casi epifánico, del hecho de estar vivo.

Es Hirayama, el protagonista de la película, un personaje enigmático en su trasparencia. Trabaja en el servicio de limpieza de los baños públicos de Tokyo -qué singulares todos ellos-, vive solo en una casa de dimensiones y estructura diminutas, le gusta hacer fotos a los árboles con su cámara analógica y escuchar a los clásicos del pop y del rock de los años setenta en cintas de casete en su furgoneta destartalada. Lee siempre antes de dormirse, cuida de su jardín cuasi-microscópico con dedicación y es eficiente, puntual y fiable en su trabajo, así como distante con sus semejantes, salvo que necesiten algún tipo de ayuda en una situación complicada. Hirayama vive, en su mundo acotado y moldeado por la solidez de los hábitos consolidados, alejado de las tragedias y los dramas que asolan las vidas ajenas. La figura que evoca es la de un monje urbano, un eremita que ha elegido el anonimato de la gran ciudad para entregarse a la paz que proporcionan la monotonía y la consagración a los actos básicos de la existencia. Es, pues, aparentemente, una persona transparente alejada de todo atisbo de preocupación o turbación vital. Un ser en apariencia luminoso en que ha alcanzado la difícil meta de vivir en paz consigo mismo.

Sin embargo, como bien nos enseñaba el Tanizaki de “el elogio de la sombra”, en la estética japonesa (y, por lo tanto, en la ética) las sombras juegan un papel tan decisivo como las luces. Las sombras de la existencia de Hirayama van asomándose y desplegándose con calma, tomándose su tiempo, anunciándose en imágenes que se acumulan en las repeticiones que estructuran la película. La luz que rodea al protagonista, la luz que desprende su modo de vida en el que aparentemente habita un sí mismo conforme con lo que hay, está asediada por sombras: el pasado, las relaciones familiares, el hombre que fue alguna vez. Y el presente también aporta las suyas propias, de forma leve al principio, pequeñas incomodidades y trastornos no muy problemáticos que también se van encadenando en un crescendo sutil pero sostenido. Ambas parecen entretejerse en una especie de espiral que a ratos se deja controlar por Hirayama y otras toma el control en un juego de ida y vuelta que no es otro que el propio juego de vivir.

Junto al protagonista, la ciudad tiene un peso decisivo, tanto que podríamos hablar de coprotagonismo. El eje gravitatorio de la película parece situarse en la torre de comunicaciones Tokyo Skytree (concebida para que presente un aspecto diferente según el lugar desde el que se mire), presente en casi todos los planos en los que vemos a Hirayama desplazándose por la gran urbe. La torre parece ejercer una especie de influencia centrípeta sobre él, haciéndolo girar a su alrededor, como atándolo a la ciudad al tiempo que observa silenciosa sus movimientos. Los planos de la torre rara vez son frontales o directos, más bien aparece de refilón como una presencia esquiva en los espejos retrovisores de su furgoneta, una suerte de vigilante permanente sutil, inmenso, omnipresente, pero de presencia reconfortante, un recordatorio de que es posible mantener en pie lugares y paisajes de forma duradera que contribuyan a dar forma a nuestro ahora, que asistan a nuestro devenir temporal y nos sirvan de marcadores existenciales. Acompañan a dicha torre en el retrato de Tokyo los planos en contrapicado de los árboles de los parques en los que Hirayama come o descansa en medio de su jornada laboral. Como si dialogaran con la torre o conformaran un continuo paisajístico con ella, solo que su presencia tiene un efecto emocional más directo: el protagonista mantiene con ellos una relación que puede definirse como amistosa. Disfruta en su presencia, se emociona fotografiándolos, se lleva un pequeño esqueje a su casa en algún momento, sueña por las noches con los juegos de luces y sombras que producen sus ramas. De alguna manera, nuestro hombre se siente mejor rodeado de árboles que de personas. El tiempo vegetal se adapta mejor a su naturaleza. La presencia arbórea reconforta, apacigua y regocija. Hay una resonancia que permea la totalidad de la película, una onda de sensaciones que nos recuerda que Hirayama ha abrazado los árboles porque algo en la relación con los humanos no termina de funcionar correctamente.

Hirayama, absorto en sus rutinas y repeticiones, se nos presenta, pues, como alguien aparentemente transparente. La cámara da cuenta del conjunto de cada uno de sus actos diarios y de las pequeñas variaciones que suceden en ellos, dando aire para que lo imprevisto oxigene esas unidades temporales casi idénticas. Sin embargo, como todos los personajes memorables, presenta, al mismo tiempo, zonas de opacidad impenetrable. El juego entre transparencia y opacidad, paralelo al juego entre luz y sombra que marca el tono visual, teje con paciencia una personalidad compleja. No asistimos tanto al despliegue de un enigma como a la descripción de un misterio. La totalidad de las acciones del protagonista no nos da como resultado la respuesta al porqué de su situación. Y el gran logro de la película es que dicho porqué importe muy poco, incluso en los momentos en que las ondas sísmicas de su pasado sacuden su ahora con una explosión de afectos enterrados con los que no contaba.

El resultado es que como espectadores parece que lo sabemos todo sobre él y, al tiempo, parece que no sabemos nada sobre las cuestiones fundamentales que definen su vida. Nos movemos en una zona incierta, casi paradójica: el director nos emociona con un retrato minucioso del protagonista al tiempo que nos muestra las zonas a las que no vamos a acceder, los puntos ciegos a los que nuestra mirada no va a llegar. Entre las luces y las sombras, la transparencia y la opacidad, lo exótico y lo familiar, Wenders compone algo parecido a un mapa de sensaciones. Hirayama parece estar en pleno proceso de instalarse en ese complicado estado de ánimo que hemos calificado de “paz consigo mismo”, pero, de forma complementaria, aparentemente, todo apunta a que ha pagado un precio elevado por estar en ese lugar. El juego de amoldar la existencia al propio deseo -aunque sea el deseo de ser anónimo y de llevar una vida reducida a expresiones mínimas- tiene un coste singular, arrastra unas consecuencias inversamente proporcionales a la vida que se lleva y obliga a renuncias y sacrificios que, pese a no ser evidentes, tienen un peso considerable. Toda la construcción fílmica de este armazón, sostenida por las repeticiones y las variaciones infinitesimales sobre ellas, levantada sobre la idea de la espiral como camino vital, descansa sobre el actor protagonista, Kôji Yakusho. Su actuación se eleva sobre cualquier otra consideración cinematográfica, impregna de vida cada fotograma y hace posible el milagro de que sus imágenes vivan en nosotros. Los tres minutos finales sintetizan con pasión y elegancia todo esto. Conmover a base de minimísimos cambios de expresión solo es posible si durante los ciento veintiún minutos previos se nos ha ido preparando pacientemente y si el actor responsable dispone de los recursos necesarios para tal cosa. Al final, la paz posible sucede, pero el camino para instalarse en ella daría para, por lo menos, otra película.

Mención especial merece la selección de diez canciones que suenan parcialmente transitando de lo diegético a lo extradiegético en una secuencia impecable en la que cada una de ellas se relaciona de manera ligeramente misteriosa con el momento concreto en el que está inmerso el protagonista. Quizás, los momentos culminantes, para quien esto escribe, sean el “Perfect Day” de Lou Reed y el “Feeling Good” de Nina Simone, ambos insertados con maestría, ejerciendo la complicada tarea de acompañar nuestras emociones sin manipularlas, de generar un colchón sonoro familiar que no nos obligue a sentir lo que el director quiere que sintamos. Win Wenders está por encima de ambas cosas. Su artefacto fílmico apela a nuestro sentido estético mientras plantea preguntas afiladas sobre la ética de la vida cotidiana. No necesita de trucos chapuceros para apelar a nuestras emociones. Los fragmentos musicales que acompañan al protagonista también son nuestros acompañantes y parecen decirnos: nuestra vida merece la pena si tenemos una canción que al escucharla nos conmueva. Nuestra vida merece la pena si un árbol nos alegra el día. Nuestra vida merece la pena si la las cuestiones acerca de la existencia que llevamos resuenan con vigor sobre la pantalla de un cine y, al enfrentarnos a ellas, nos emocionamos intensamente.

Eloy García

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